PARASHAT AJAREI MOT: ser herederos de una ritualidad vigente

Una de las parashot de esta semana, Ajarei Mot, coincide con la de la mañana de Kipur y nos transporta a un ritual que no tendría aparentemente nada que ver con nosotros.

Sin embargo, aunque estas imágenes y prácticas no nos identifiquen, somos herederos de este texto, grabado en este papiro que hoy está a mis espaldas.

Y ser herederos es una posición más que interesante: parte de nuestro rostro mira hacia atrás y otra parte hacia adelante. Detrás de nosotros nuestra herencia, delante de nosotros, la decisión de qué hacemos con ella.

Porque la herencia no es un enclave fijo del pasado. Allí es donde las cosas comienzan. Está escrita. Fue dicha. Pero lo más desafiante de ser parte de nuestra tradición es que heredamos algo que es fijo pero que al mismo tiempo es móvil, porque nos sacude y nos inquieta con lo que nos pasa ahora, ahora mismo.

Todo lo que vivimos, todo lo que pensamos posee una anterioridad.

Las palabras ya fueron dichas alguna vez.

Nosotros las volvemos a pronunciar en voz alta año y tras año. Y a través de nuestra voz, nos presentamos nosotros.

Uno creería que la Torá nos convoca a la obediencia. Y sí. Es un texto prescriptivo. Hay preceptos que cumplir. Pero quizás debamos calificar a la obediencia. Y decir que la Torá nos convoca a una obediencia indebida.

Lejos de lo que tanto duele, que es la obediencia debida, el cumplimiento acrítico, sin importar sus consecuencias y sin hacernos responsables de nuestros actos, la obediencia indebida, para mí, es la manera más saludable y más judía de acercarse a la Torá. Obedecemos indebidamente al texto cuando reconocemos su origen y somos fieles a él. Y al mismo tiempo lo deshacemos; le desarmamos sus palabras y las rearmamos con nuestros sonidos y memorias.

No considero que seamos herederos de un pensamiento único y acotado. Me gusta ser, como decía Derrida: fielmente infiel.

Y esto no es una paradoja. No nos quedamos presos en el archivo sino que dejamos que esta herencia nos atraviese para poder así afirmar nuestras voces en las de aquellos que nos legaron su voz.

Toda esta especie de introducción me permite entrar en la lectura de la Torá de este Shabat.  El texto que la tradición no legó remite al ritual de Iom Kipur, un día absolutamente diferente a cómo hoy nosotros lo concebimos. Me preguntarán por qué hoy tenemos que hablar de Iom Kipur, cosa que yo también me cuestioné. Sin embargo, el trabajo y la conciencia de Iom Kipur, ¿no es acaso una tarea para cada día sin importar las fechas del calendario?

Parashat Ajarei Mot nos cuenta el ritual de expiación y la reparación al que el pueblo de Israel bíblico se sometía.

Recordemos los detalles de esta ceremonia: En Iom Kipur, el Kohen Gadol debe acercarse a la parte más sagrada del Mishkán, vestido con ropas específicas, después de haberse purificado. Tomaba dos carneros idénticos sobre los que se realizaba un sorteo: uno iba “para Dios” y otro «para Azazel». No entraremos en la variedad de posibilidades que nos brinda el concepto Azazel de acuerdo con nuestros exégetas pero diremos que un carnero culminaba en el altar, ofrendado a Dios, y otro era arrojado al desierto.

Peculiar e interesante modo de liberarse de los errores, ¿no?: por un lado; la ofrenda, a través de la cual se llegaba al cielo, se imploraba el perdón del cielo y se hacían “las paces” con el cielo.

Y por el otro, la creencia que sólo con arrojar el animal al desierto, sobre el que se depositaban las transgresiones del pueblo, todos se librarían de los errores cometidos.

“Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitable; y (el kohen) enviará el macho cabrío al desierto”  Vaikrá 16:22

En síntesis: un carnero queda vivo, portando el peso de nuestras desviaciones y otro queda sacrificado sobre el altar, con la intención de obtener el perdón de Dios.

Se percibe tan sencillo y fascinante imaginar que en un solo acto todas nuestras iniquidades son borradas “de un plumazo”, como se dice coloquialmente.

Nosotros, los seres de ciudad, los que nos jactamos de ser lectores, racionales, y me animo a decir, bastante incrédulos, no tomamos este tipo de ritos como grandes ejemplos.  Los ligamos a la magia, a un pensamiento supersticioso de una religiosidad un tanto primitiva.

Sin embargo yo creo que obedeciendo desobedientemente al texto podríamos encontrar un mensaje más que interesante para nosotros, hoy. En nuestro tiempo no tenemos la posibilidad de un ritual concreto, visible que confirme que tenemos derecho a empezar de nuevo enmendando conductas que nos avergüenzan.

Si el humo ascendía con facilidad hacia el cielo; se sabían perdonados. Si el carnero desaparecía en la lejanía, sabían que sus pecados habían desaparecido también. La posibilidad de ver con sus propios ojos cómo este animal se esfumaba en el horizonte, permitía a los hijos de Israel legitimar un nuevo comienzo, a intentar de nuevo después de haber aprendido.

Y reconozcamos que tanto en ese tiempo como ahora todos precisamos sentir alivio cuando nuestras equivocaciones nos pesan. La diferencia es que ahora no sabemos cómo hacerlo, porque carecemos de señales concretas para poder sanarnos y sanar a los que herimos.

¿Será verdad que carecemos de modos concretos de aliviarnos de la incomodidad de nuestras conductas equívocas?

Lo primero que aprendemos de estos rituales es no negar lo que hicimos: no disfrazarlo de argumentos a nuestro favor, no justificarlo, no minimizarlo.

Para que el chivo expiatorio cumpla su función, antes de enviarlo al desierto, el sacerdote confesaba, ponía en palabras los errores de su pueblo.

Las equivocaciones se dicen, no se ocultan. Para luego poder deshacernos de ellas. Y una vez dichas, reconocidas, y dolorosamente confesadas, había algo concreto que hacer; en este caso, enviar al animal al desierto.

Hoy no tenemos a mano carneros ni desiertos. Lo que sí nos queda como legado es que podemos hacer algo; que debemos es hacer algo.

Por un lado, como el carnero puesto en el altar; deberemos revisar nuestra relación con Dios, con lo trascendente, con el temor reverencial que tenemos- o no- hacia el valor de la vida, del amor, de la honestidad con nosotros y con los que nos rodean.

Y por otro, como con el que salía al Azazel, una acción equivocada la gran mayoría de las veces se subsana con una acción reparadora, constructora de una nueva realidad.

Entonces, si decidimos reparar por ejemplo nuestras indiferencias con compromiso, nuestras ausencias con abrazos, nuestros silencios con palabras y preguntas, nuestro ceño fruncido con sonrisas, nuestras mentiras con sinceridades, nuestras corrupciones con actos justos, nuestros  egoísmos con tiempo para los que nos quieren, nuestra omnipotencia con dulzura, nuestras cerrazones con escuchas, nuestros puños cerrados con caricias…

nos habremos hecho dignos herederos del texto que tenemos delante de nuestros ojos. Sin necesitar que nadie lo haga por nosotros; sin sacerdotes, ni chivos, ni altares. Sino con la decisión de vivir sin ocultamientos ni hipocresías, no sólo un día, sino todos los días del año.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen