Parashat Tazria, como todo el libro de Vaikrá nos sigue acechando con imágenes difíciles de elaborar en nuestro tiempo.
Dos temas aparentemente separados nos convocan hoy. Por un lado, una mujer parturienta debe permanecer un tiempo aislada, y atravesar así un período de purificación que terminará en una ofrenda y una inmersión ritual. Por otro lado, el comienzo del tratamiento de la tzaraat, una visible enfermedad en la piel, (tema que se continuará en parashat Metzorá) que requiere que el enfermo sea alejado del campamento, para atravesar el proceso de curación y purificación.
Dos situaciones diferentes, que aluden ambas a la impureza. Una se resuelve adentro, otra afuera.
Y si bien las mismas palabras pureza, impureza nos provocan cierta revulsión, comprendamos que no podemos exigirle al tiempo y al texto bíblico que se despliegue en nuestras categorías.
Hay un contexto histórico que nos permite ciertas comprensiones y hay un desafío, en nosotros, de deshacernos de las emociones primeras para descubrir significantes.
Si pensamos esta ritualidad desde una perspectiva histórica, podemos decir que todo el libro de Vaikrá es una revolución teológica de avanzada respecto de los supuestos en los que vivían los pueblos vecinos a Israel. Antiguamente, la impureza estaba ligada a un carácter demoníaco, a un mal exterior que tomaba el cuerpo de la persona, por lo que el ritual debía purgar esa fuerza del mal. Las creencias en la antigüedad sostenían que los dioses se inmiscuían en el alma de la persona, en medio del fragor de la pelea por quién era el dios más fuerte que conquistaría el panteón. El hombre habitado por las fuerzas del mal estaba impuro.
La Torá hace un giro copernicano: reformula el concepto común de impureza y ahora se habla de impureza cuando se está en contacto con la muerte, lo opuesto a la vida, y con todo aquello que se percibe como un reflejo del reino de la muerte – un cadáver animal o humano, un fluido corporal relacionado con la procreación o una enfermedad de la piel – todo esto tiene la capacidad de impurificar.
En todos estos casos, la prescripción es la prohibición de tener contacto con el espacio sagrado. En el desierto, no se podía entrar al Mishkan, y en la tierra de Israel, al Beit Hamikdash
La destrucción del Templo puso fin a la idea del espacio sagrado del judaísmo y por lo tanto, el sistema de la “impureza” quedó casi destruido. Sin sacrificios en los que poder llevar a cabo la purificación, toda esta ritualidad cayó en el vacío.
El traspaso a la sinagoga no heredó ese halo de santidad que tenía el templo y a nadie se le excluyó por ser impuro. Mientras que el Templo era considerado la morada de Dios, la sinagoga se transformó en la casa de todos los judíos. Existen antiguos escritos rabínicos que manifiestan que el ideal de la sinagoga era que quienes ellos llamaban santos y pecadores debían estar juntos, como un ideal de la congregación. Al elegir santificar el tiempo y no el espacio, la sinagoga como institución pudo superar la preocupación por la pureza física y abrir sus puertas a todos los que quisieran estar sin condición.
Hasta aquí la teoría. Lo que yo me pregunto es ¿Cuándo cambiamos de rumbo como comunidad?
¿Cuándo volvimos a la atávica y malintencionada noción de impureza, aquella que justifica la exclusión de cualquiera que no entre en los parámetros que hoy se han definido arbitrariamente como puros?
Yo creo que nos llenamos de definiciones y denominaciones que delimitan claramente lo que somos como un refugio protector en el que queda claro quién está adentro y quién está afuera. No soportamos el contacto con nadie que se nos parezca.
Conservador, ortodoxo, de izquierda, de derecha, religioso, agnóstico, pobre, rico, migrante, ciudadano, ilustrado, ignorante… denominaciones excluyentes que generan comunidades excluyentes en los que mucho más que dedicarse al amor al prójimo se dedican al odio al hermano- so pretexto de contaminación y contagio, so pretexto de salvaguardar la seguridad, so pretexto de proteger vaya a saber uno qué legado.
La evolución del concepto de santidad es de lo que estamos hablando. De una santidad territorial, como lo fue el Mishkán y el Beit Hamikdash, a una santidad del tiempo, del texto, de los ciclos de la vida que se celebra cuando todos estamos juntos.
Por eso vuelvo a los dos temas de Tazria: La madre parturienta aislada, adentro. El Metzorá, el enfermo de tzaraat, afuera. Y los tomo como una gran metáfora.
Por un lado un riesgo: cuantas más barreras, limitaciones, definiciones, cerrazones y candados pongamos a nuestros espacios para no contaminarnos aparentemente, quedaremos tan impuros como la mujer que permanecía sola y aislada en su guarida. Y mientras tanto, se colmarán las calles de gente expulsada, despojada de sus derechos, silenciada en sus particularidades. Quedarán las márgenes plagadas de extraños, todos esos otros que nosotros mismos echamos de nuestras casas.
Es verdad que los bordes y los barrotes aseguran. Y que a veces la apertura, como suelo escuchar, amenaza con echar a perder la esencia.
Quizás cuando aprendamos a mirar en clave de convivencia mucho más que de conquista, podamos entender que las esencias se fosilizan si no les permitimos abrevar de otros lenguajes y otras miradas.
Baudrillard en su libro La transparencia del mal decía: “En todas partes donde el intercambio es imposible, aparece el terror”.
El terror, en todas su acepciones, creo yo.
Por eso tenemos que trabajar: para que los intercambios sean posibles, porque allí se abren caminos, se trazan puentes, se elaboran diferencias, se llega a acuerdos. Lo opuesto será la rigidez, la separación, la soledad, la maldad, el egoísmo y la soberbia.
De eso se trata. De decidir dónde queremos estar y con quién.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.