Una parashá que anuncia el inicio de un relato.
El relato de un hombre, como cualquier otro hombre, que comenzó la marcha.
Historias que se escriben para dejar huellas en la memoria. Para invocar y provocar la conciencia.
Por eso volvemos a Abraham. Cuyo mérito inicial fue comenzar a andar.
Dios le dice: Lej Lejá, vete de tu tierra, de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Y allí empieza todo. Con una voz, con un otro, que nosotros reconocemos como la voz suprema de Dios y un destino no prefijado.
El filósofo Emmanuel Levinas toma a Abraham como un personaje emblemático y fundacional en su pensamiento.
Y para hacerlo lo compara con otro personaje de la ficción griega, Ulises, a quien lo confronta con Abraham.
Ulises es aquel legendario héroe de la mitología griega protagonista de la Odisea. Toda la obra habla de un viaje, un viaje que es el regreso de Ulises u Odiseo, a Ítaca, su reino. Y así Emmanuel Levinas compara el concepto de Ulises, como él lo llama, con el concepto de Abraham.
Y dice que Ulises recorre un largo camino para volver, mientras que Abraham inicia su marcha para no llegar jamás. Guiado por una voz, que no es la propia, que representa al Otro, con mayúsculas.
El viaje de Abraham, dice el filósofo, es el que va a inaugurar la ética: porque así es la ética: la paciente tarea de trazar una actitud hacia el otro. Y para llegar al otro, hay que salir de uno. Así se funda lo que conocemos como monoteísmo ético.
No es la creencia en una sola deidad lo que inaugura Abraham, sino es nuestra actitud hacia el otro, nuestra caminata hacia el otro, nuestra salida de nosotros mismos dando cuenta de que hay otro que existe, es lo que funda Abraham.
Prefiero identificar mi judaísmo mucho más que como –tantas veces hemos escuchado, una de las tres religiones monoteístas- sino como mi tradición ético-religiosa. En la que el otro, sea Dios o el prójimo es lo que me mueve y por tanto me con-mueve.
Así entendemos que mientras el retorno de Ulises a su patria es el tema de la Odisea y por tanto de toda una corriente de pensamiento que indica que uno debe encontrarse con uno mismo y llegar a ese lugar del sí mismo, de la identidad, de lo propio; el éxodo de nuestro patriarca Abraham responde a un llamado del Otro. Y allí se encamina. Sin garantías.
Abraham representa otra manera de pensar lo humano: a partir del movimiento de lo propio hacia existencia del Otro. Abraham reinventa el concepto de trascendencia. Que no es llegar al punto cúlmine de uno mismo, sino es ascender, y traspasar lo propio para incorporar al otro como parte de uno.
Es por eso que en el medio de su vida, su nombre Abram, y el de su mujer Sarai, van a cambiar a Abraham y Sará, porque una vez que uno decide profundamente vivir no sólo para llegar a uno, sino en búsqueda de la voz del otro, uno ya no es el mismo.
Nos vamos renombrando con las experiencias de nuestras caminatas y nuestros encuentros.
Abraham no tiene una casa a la que volver para encontrar su identidad, no sale de su tierra para conquistar ni para reparar una ofensa política sino que “es sacado”, de algún modo, es “hecho salir de sí mismo” porque hay otro que lo interpela, lo llama, lo completa, lo necesita, lo invita, lo convoca, lo hace, en definitiva, ser.
El otro es Dios, y cuando digo Dios hablo de la metáfora de una vida que no se agota en la pura materialidad sino que nos hace partícipes del misterio de la creación y de la construcción de un sentido. Porque el propósito de la vida es búsqueda de sentido, es desarrollar la capacidad de asombro, es construir una fe que nos sostenga y nos amplíe la visión.
El otro, también es la familia, con la que vamos construyendo metas para caminar juntos, donde el crecimiento de cada uno modifica mi propio crecimiento, donde me siento responsable por estar abierta a su voz, cuando me llaman. Porque de nada sirve vivir con otros, si somos sordos a sus voces, sus pedidos, sus palabras de amor o sus necesidades.
El otro también es el otro. Aquél que siempre ponemos en el casillero del otro y que muchas veces lo dejamos ahí en un casillero: el otro que no tiene quien lo escuche, el otro que no tiene familia, el otro que no puede solo, el otro que perdió la fe, el otro triste, el otro desplazado, el otro humillado, el otro que como no lo toco o no lo huelo parece que no existe. Nuestro judaísmo nos pide que salgamos de nuestros sí mismos, porque ese otro es una de las metas principales de nuestra definición como descendientes de Abraham.
Abrir nuestros oídos, nuestras almas y conciencias a la apelación del otro es estar preparados para darle una respuesta.
La caminata de Abraham, el éxodo de Abraham no es un defecto o una dificultad en su vida, sino que es lo que lo funda, lo que le da identidad, lo que nos da identidad.
Si uno pudiera dibujar dos extremos en la historia del pueblo judío, imaginariamente, podríamos jugar y decir que el origen es Abraham y el final es el Mashiaj. Hermosa coincidencia, Abraham salió al camino para no llegar jamás, y el mesianismo existe porque el día que llegue dejará de ser el mesías. Entre esas dos «no llegadas» es que nos movemos.
El Talmud en Masejet Berajot 64ª dice: Aquel que se despide de su compañero no lo deseará, “lej beshalom”- “ve en paz”, sino “lej leshalom”, “ve hacia la paz”.
Sólo se lo saluda לֵךְ בְּשָׁלוֹם Lej beshalom, cuando una persona muere y ya no tiene ninguna posibilidad de seguir trazándose metas. Entonces descansa en paz.
Cuando uno consigue definir su judaísmo como un llamado, se despierta una vocación. Casualmente o no, la palabra vocación tiene su raíz en la palabra voz. Cuando escuchamos la voz, nace nuestra vocación, que no es una definición, una postura, una ideología, un trabajo. Es la caminata en pos de esa voz que nos augura una vida plena de búsquedas, de desafíos, de novedades y de vínculos, con los que nos entretejemos para ser familia, comunidad, pueblo, sociedad…
Lej, lejá, le dice Dios a Abraham, “vete”. Vete a interpretar el llamado que hace que la vida tenga sentido. Vete para dejar huellas en la memoria de los otros. Vete porque la patria verdadera es el camino. Sólo los muertos descansan en paz. Nosotros caminamos hacia la paz, leshalom.
Por eso nunca terminamos de leer la Torá y volvemos una y otra vez a parashat Lej Lejá porque nuestra patria no es el libro sino la lectura y su interpretación, que es una forma de no llegar jamás a destino, porque no nos constituye la llegada sino el camino.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.