Sólo el título me condena. Estarán pensando que estoy fuera de mis cabales. Pero los pido un minuto de compasión en la lectura para acompañarme en mi análisis.
Estamos comenzando el libro de Vaikrá, el tercer libro de la Torá. Cada comienzo me inquieta, me desafía. Sobre todo, el de este libro, Vaikrá, el libro instructivo para los sacerdotes, los cohanim. Un texto plagado de indicaciones sobre una ritualidad que hoy nos es ajena, lejana, y para muchos, bastante repulsiva. Nuestro pueblo ofrendaba animales: la sangre, la grasa, los órganos de cada especie eran parte de la conversación ligada a lo sagrado. Una conexión carnal, primaria, con las nociones de Dios, la santidad, el perdón y el agradecimiento.
Sólo imaginarlo produce sensaciones encontradas. Esa devoción manifestada en el goce de ver a los animales humeantes sobre el altar. Un ritual que necesita de un sacrificio.
Y habrán de disculparme todos los que -y me incluyo- nos esforzamos denodadamente por alejarnos del concepto de sacrificio y elaboramos frondosas teorías sobre el valor de la ofrenda y el acercamiento (korban – ofrenda, tiene la misma raíz que la palabra karob – cercano); porque lo que se hacía con los animales sobre el altar era un sacrificio. Se mataba a un animal, se lo descuartizaba y desangraba y esto conllevaba un placer por la tarea cumplida, un fervor por ver la carne en llamas, la sangre chorreando y la humareda que llegaba a la “supuesta” morada de Dios en el cielo. Todos participaban de este fervor; los sacerdotes y los ofrendantes, ya que muchos de los korbanot, debían ser comidos (en este momento me aparecen las imágenes de la comida totémica relatadas por Freud).
Lo poco poético de mi descripción tiene que ver con las sensaciones que experimentamos de este tiempo del mundo. Por donde lo miremos hay muerte, gente descuartizada, desangrada, violada, exiliada, despojada…
No quiero hoy referirme a esta ritualidad con poesía y eufemismos. Es cruel. Maloliente. Despiadada. Como lo es nuestro tiempo. En donde sigue habiendo víctimas por doquier. Algunas más visibles, más “aceptadas” culturalmente y para las cuales hay cierta posibilidad en el mundo “de los buenos” y otras negadas, invisibilizadas porque nadie siquiera las menciona.
¿Dónde se anida la brutalidad humana? ¿Cómo conquista el accionar de los poderosos, las decisiones de los pueblos, las políticas del silencio, las economías endiosadas?
Volví a la lectura de un polémico historiador y filósofo francés, René Girard (fallecido en el 2015) en “La violencia y lo sagrado”, que intenta comprender los fenómenos de las violencias actuales a partir de una mirada sobre las ritualidades primitivas. Y lo traigo acá no para generar polémica sino para que podamos vivir la lectura de todo este libro desde otra perspectiva que nos mueva del lugar de simples espectadores de una realidad ajena y acabada.
Girard va a analizar que las culturas antiguas que ofrendaban sacrificios lo hacían no necesariamente para agradar a Dios o a la divinidad que fuera, sino que era una manera de encontrar una salida por medio de una víctima única que impida la aniquilación absoluta de la comunidad en cuestión. Es decir, que la ritualidad sacrificial es un mecanismo de sustitución.
Inmolar a una víctima, -explica-, desvía la violencia en un primer momento dirigida hacia seres próximos, y hace que la cargue un ser de menor importancia pero que al mismo tiempo tenga un vínculo estrecho con la comunidad; no se sacrifica cualquier animal sino aquel que es preciado por pertenecer al ganado o a las especies con que el medio está más relacionado.
La violencia, entonces, es saciada a través de un desvío que es justamente la víctima sobre las llamas.
El hombre primitivo, -sigue diciendo-, no adora la violencia, sino que, por el contrario, lo aterra; pero sabe que la única paz posible se consigue a través del chivo expiatorio, una víctima bendita y maldita al mismo tiempo que se transforma en sagrada, no porque el animal lo sea, sino porque salva a todo el resto de la muerte.
Se puede decir que, cuando los mecanismos del sacrificio fallan, en cierta manera la violencia retorna para alimentarse de lo suyo; los mecanismos que podían detener la violencia, al no llevarse a cabo, liberan la violencia con todas las consecuencias inimaginables.
Hoy denostamos este tipo de prácticas y sin embargo no nos espantamos con las imágenes de guerra, pobreza, persecución en nuestra humanidad. Algo naturalizamos y argumentamos en este tiempo que con orgullo declaramos “más civilizado” que el de la antigüedad.
Un mundo en el que las vidas humanas siguen devaluadas a la hora de dirimir un conflicto ha perdido la sacralidad más profunda más allá de las particulares creencias de cada uno.
Los rituales tenían ese objetivo, y por eso la decisión de nuestros sabios de dedicarle un libro entero a los mínimos detalles de cada ofrenda. Porque es allí donde uno aprende a dirimir entre lo sagrado y lo profano, el valor de la vida y el lugar de la comunidad.
Los rituales visibilizaban lo que podría suceder si no se inmolara un animal sobre las llamas; la matanza sería de todos contra todos.
Y hoy estamos así. Sin entender nada. Sin aprender nada.
Con el espanto en nuestras retinas, intentando no mirar demasiado para poder seguir adelante.
No volveremos a estas prácticas rituales, pero sí tenemos la obligación ética de recuperar sus mensajes.
El rabino Ismar Schorsch, Chancellor Emeritus en el Jewish Theological Seminary escribió: “El ritual es la forma de dar voz a los valores últimos”.
Hoy comenzamos el libro de los rituales.
Nos queda la tarea de descubrir los valores últimos.
Y más difícil aun, la de darle voz. Hacernos oír. Actuar en consecuencia.
Tenemos muchas semanas para volver a tomar conciencia.
Shabat Shalom umevoraj,
Rabina Silvina Chemen