PARASHAT VAIGASH: Narrar en primera persona

“Y se acercó  a él Iehuda y dijo: permítame señor mío que su sirviente hable a tus oídos y no te enojes contra tu sirviente pues tu eres como el faraón” (Bereshit 44, 18)

Vaigash elav.

Y se acercó: Vaigash. A él: elav.

A él: ¿A quién? ¿A Iosef? ¿A Dios? ¿A él mismo?

El plan de Iosef, de dejar a su hermano menor Biniamin preso, provoca una interesante reacción en Iehudá, el responsable ante su padre Iaakov de la seguridad y bienestar del hermano.

Y luego de acercársele, comienza un extenso soliloquio intentando convencer a la «autoridad», que es finalmente el hermano que no pudo proteger. Un parlamente de 15 versículos en el que vuelve a contar otra vez todo lo sucedido desde que su padre los mandó a buscar comida a Egipto

La pregunta es ¿por qué Iehudá le vuelve a contar todo a Yosef que en definitiva estuvo presente en todos estos acontecimientos?

Es la alocución más larga de toda la Torá. ¿Cuál es el sentido de volver a relatar todo?

Y esto me da oportunidad de preguntarnos entonces: ¿cuál es el sentido de los relatos? ¿Cuál es el lugar de las palabras? ¿Qué compromiso tenemos con las palabras? ¿Qué es lo que contamos cuando contamos?

En el libro autobiográfico de una niña sobreviviente de la Shoá, Mónica Dawidowicz, llamado Todos mis nombres, su protagonista, reconoce que:

Recién cuando lo conté me di cuenta de que existió. Y lo que me era ajeno, se me volvió propio cuando lo pude expresar.

Una cosa es lo que nos sucede y otra cosa es lo que relatamos de lo que nos sucede. Y allí se nos hace cierto, yo diría, aunque parezca una contradicción: se nos hace real. Se vuelve real cuando podemos decir de lo que nos pasa.

Y si nos vamos al texto de Bereshit, encontramos la misma inspiración:

La creación es porque fue dicha:

Y dijo Dios: Que se haga la luz. Y la luz se hizo.

La creación nos llega a nosotros, porque lo que se crea es el relato.

El texto de la creación en Bereshit no es la historia de la creación, sino su narración. Y es el relato el que crea en nosotros ese comienzo cósmico que nos ubica en el mundo, como humanidad.

Y si bien hasta ahora lo que caracterizaba a las famlias del libro de Bereshit era el silencio: se callan los padres, se callan los hijos, se callan y ocultan los hermanos… y hoy Iehudá hace corte con esa herencia muda.

Hoy Iehudá va a poner en palabras lo que sucedió, lo que siente, y lo que necesita.

Y es allí donde el implacable Iosef, que parece disfrutar de las pruebas que le pone a sus hermanos, a quienes él reconoce pero no ellos a él, se va a quebrar. Y va a poder por fin decirles: –Yo soy Yosef, su hermano.

¿Cuándo corta Yosef este juego de pruebas o pseudovenganzas con sus hermanos? Cuando Iehudá habla. Y cuenta lo que pasó, poniéndolo en palabras.

Iehudá interrumpe la herencia del silencio.

Y eso posibilita que los hermanos vuelvan a juntarse, y que luego traigan a su padre para vivir todos juntos.

Eso habilita la convivencia, el entendimiento, la hermandad.

Roland Barthes, el gran filósofo y semiólogo francés explica la función de los relatos y dice:

“La función del relato no es la de “representar” sino la de constituir la realidad.  El relato no hace ver, no imita: la pasión que nos inflama es la del sentido, es decir, una relación, con las emociones, las esperanzas, las amenazas, los  triunfos.

Lo que lo conmueve a Iosef es escuchar lo que él ya vivió tamizado por la humanidad de su hermano, por la responsabilidad por lo sucedido en boca de su hermano. No se desentiende. No lo terceriza. Se pone en primera persona y por tanto se hace cargo de la realidad que está relatando.

Hoy estamos, si se me permite decirlo así, intoxicados de palabras. Ahogados en palabras.

Recuerdo el discurso de Gabriel García Márquez ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española, que él llamó ”Botella al mar para el dios de las palabras” donde decía:

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

Ese lenguaje global nos hizo creer que somos hablados por esta parafernalia de palabras. Sin embargo el gran ausente es el yo, es la primera persona, es nuestra subjetividad haciéndonos cargo de cómo contamos nuestra historia, que es en definitiva la versión de la historia que cada uno de nosotros está viviendo y por tanto construyendo; con todos nuestras emociones,  esperanzas, amenazas y triunfos, como decía Barthes.

Estamos carentes de yoes auténticos. De voces propias. De primeras personas. Que den cuenta de relatos propios. No importados. No repetidos. No imitados.

Estamos carentes de palabras que brotan sin especulación. De aquellas que como Iehudá posibilitaron la cercanía y la hermandad.

Vaigash elav Yehudá. Y se le aceró a él Iehudá.

Al comienzo nos preguntábamos a qué se refería la palabra elav, a él. Y decíamos que quizás físicamente, este discurso lo acercó a su hermano Iosef.

Pero existencialmente la posibilidad de relatar la historia en primera persona, lo puso a Iehudá más cerca de sí mismo, de su propia responsabilidad por los sucesos de su vida.

Ojalá esta semana podamos registrar cuán cerca o cuán lejos estamos de nuestros hermanos, y de nosotros mismos, al descubrir qué palabras y qué relatos ponemos en nuestras bocas.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen