PARASHAT VAIETZE: Aprender a ser “casa”


En el Talmud en Masejet Pesajim, Rabí Elazar se pregunta por qué el profeta Ishaiahu- Isaías dice que en el final de los tiempos:

וְהָלְכוּ עַמִּים רַבִּים, וְאָמְרוּ לְכוּ וְנַעֲלֶה אֶל-הַר-יְהוָה אֶל-בֵּית אֱלֹהֵי יַעֲקֹב,

“Vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid y subamos al monte de Adonai, a la casa del Dios de Iaakov.”    Ishaiahu-Isaías 2:3

Y los jajamim se preguntan:
“¿Por qué el Dios de Iaakov y no el Dios de Abraham e Itzjak?”
“La respuesta es -sigue diciendo el Talmud-: No como Abraham que lo vio a Dios como una montaña (recordemos que Abraham llevó a su hijo a una montaña para ofrendarlo a Dios) Y no como Itzjak para quien (la presencia de Dios) estaba en un campo: recordemos como está escrito en la Torá que “Itzjak había salido a orar al campo, a la hora de la tarde…” (Bereshit-Génesis 24:63).
“Sino como Iaakov que llamó a Dios, Casa, (Bereshit-Génesis 28:17) … “Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-El (Casa de Dios)” (Bereshit-Génesis 28:19).
Pesajim, 88a

En primer lugar me fascina descubrir los vericuetos del pensamiento de nuestros maestros.
El profeta Ishaiahu habla de “Beit Elohei Iaakov”, de casa del Dios Iaakov, y en seguida se preguntan por qué.
¿Por qué no somos llamados Montaña de Abraham, o Campo de Itzjak y sin embargo quedó en nuestra denominación como pueblo: Beit Iaakov – la casa de Iaakov?
Ellos lo explican relacionándolo con lo que leemos en la parashá de esta semana. Iaakov huye después de haber mentido a su hermano, engañado a su padre, complotado con su madre por la herencia que no le correspondía. Y en esa fuga comienza a reencontrarse con él mismo.
Sólo cuando queda solo puede mirarse, sin comparaciones ni contrapuntos. Y se recuesta a dormir. Y sueña. Ve ángeles en una escalera. Se da cuenta de que es una señal de la presencia de Dios y llama a ese lugar “Casa de Dios”, Bet El, que quizás parafraseándolo podríamos decir: es casa de Dios todo lugar en el que uno se atreva a soñar y decida mirarse a sí mismo.

Es una linda posibilidad.
Quizás hoy les proponga adentrarnos un poco más en esto de reconocer a Iaakov como portador de la noción de ser pueblo partiendo de la noción de “casa”.
Una montaña habla de grandes alturas. Podríamos haber identificado el proyecto divino con ella.
Un campo habla de una magnífica extensión. Podríamos haber hablado de encontrar a Dios en la inmensidad.
Sin embargo, lo que condensa esa presencia y lo que nos define como proyecto de pueblo es simplemente una casa. Pareciera ser una ambición aparentemente pequeña para hablar de una propuesta tan grande…

Y no sólo eso.
Iaakov nos remite a una casa, justamente él, quien la deshonró, teniendo que huir después del maltrato a su hermano y la farsa que le armó a su padre.
Casa de Iaakov, Beit Iaakov, cuando Iaakov se dispone a dormir tiene que acostarse sobre una piedra… porque ya no tiene hogar.

Es todo un símbolo que tendremos que pensar a la hora de definir qué significa pertenecer a este pueblo.
En la montaña y la pura elevación Abraham casi lleva al sacrificio a su hijo.
Las extensiones ilimitadas del campo en el que meditaba Itzjak lo sumieron en largas horas de silencio y soledad.
La casa es la aspiración.
Es más elevada que las montañas.
Y mucho más extensa que cualquier campo.
Y en esta fuga sobre la que leemos en la Torá, Iaakov da cuenta de que lo que echó a perder fue lo más valioso: su casa; por lo que nos legará como pueblo el no renunciar jamás a encontrar a Dios y al sentido de pertenecer a este proyecto humano, a partir del cuidado de nuestras casas y quienes viven en ella.
La casa como espacio físico y espacio espiritual, donde sucede la cotidianeidad de la vida en esta tierra, y al mismo tiempo puede alojar la mejor experiencia de trascendencia.
La casa como “avodat kodesh”, como tarea sagrada; aunque nos cansemos, y despotriquemos, aunque no siempre tengamos éxito, volver a casa, es volver a elegir no escaparnos y asumir nuestro mejor lugar; que no es en el podio, ni en los diarios, ni en un cuadro de honor, ni en una cátedra, ni en una cuenta bancaria.
El mundo está plagado de seres en fuga, que no hacen de sus casas un proyecto sagrado, y equivocadamente van en busca de sus dioses que se desvanecen rápidamente cuando dejas de tener éxito, cuando alguien más joven sabe más que tú, cuando tienes un traspié, cuando te cansas, cuando se te acaban las ideas… y seguimos corriendo como empleados de correos, como decía Kafka, de un lado a otro, a tientas y a locas, habiéndonos olvidado del mensaje.
Las cotidianeidades son los lugares en los que la presencia de Dios habita. Y es el territorio que define nuestro pueblo.
Beit Hakneset: casa de encuentro, como nombramos a la sinagoga.
Beit Midrash: casa de estudio.
Beit Tfilá: casa de rezo.
Beit Hasefer: casa del libro, como llamamos a la escuela.
Beit Haalmin: casa de las almas, el lugar del descanso eterno.
La vida de todos los días es la que construye los santuarios: los encuentros, las confianzas, el respeto, la escucha, el cuidado, la piedad, la dedicación, el compartir, la sensibilidad, la palabra justa, el silencio oportuno, las celebraciones, los acompañamientos, los amigos, los amores, las reconciliaciones, el perdón, la esperanza, son los espacios de nuestras casas que nos conectan con lo divino; que es Dios y es nuestra porción divina en este mundo.
Ojalá que muchos de nosotros podamos despertar un día en nuestros hogares y decir como Iaakov: Estaba Dios en este lugar y yo no lo sabía… sólo se necesita el corazón despierto y las ganas de ver más allá del límite de nuestras miradas.
Shabat shalóm,
Rabina Silvina Chemen.