Hablemos del odio.
Aunque nos moleste.
Nos duela.
Nos abrume.
Hablemos del odio, que tantas veces lo depositamos en los otros. Y tan pocas lo reconocemos en nosotros.
Hablemos del odio, que nos rodea, nos asfixia, nos impotentiza y también nos enseña.
Hablemos.
Porque las imágenes que vemos nos dejan mudos.
Porque las reacciones que vemos, que tenemos, que registramos en los nuestros, fomentadas por el odio, nos están convenciendo de que todo está perdido. Se instaló el odio como vínculo que habilita humillaciones, exclusiones, guerras, muertes… no se vende, no se compra… se cultiva en el espíritu de la gente, se aprende fácil, se desaprende con mucho esfuerzo.
Recordaremos el odio que sentían los hermanos de Iosef en su contra.
Y vieron sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos; por eso lo odiaban y no podían hablarle pacíficamente (Bereshit 37:4)
ויראו אחיו כי־אתו אהב אביהם מכל־אחיו וישנאו אתו ולא יכלו דברו לשלם׃
Por eso él es arrojado a un pozo, luego vendido como esclavo y llevado a Egipto, mientras le mienten a su padre diciéndole que a Iosef, su hermano, lo había despedazado un animal.
No podemos dimensionar el derrotero de una acción provocada por el odio.
Leemos la Torá y nos ubicamos como frente a un libro de mitología: los personajes nos son ajenos, hasta pintorescos, las situaciones son de otros, de otra época, casi de fantasía…
¿Y si no fuera así?
Si pudiéramos concientizarnos de cómo nace el odio, si pudiéramos desandar los procesos por los cuales esa emoción habilita actitudes, decisiones, palabras…
Iosef tuvo su parte: su soberbia, engreimiento y aires de superioridad frente a sus hermanos.
Iaakov, su padre, también fue parte de este engranaje: lo amó más que a los otros, lo distinguió, lo privilegió ante sus hermanos.
Los hermanos también tuvieron su parte: no hablaron, no se quejaron, no reclamaron. Fueron amasando lentamente el germen de un sentimiento adverso que terminó en ese odio que no pudo evitar un desenlace trágico.
Y esto le pasó a Iosef y no solo a Iosef. Nos pasa en las familias, en los vínculos más cercanos, que cuanto más cercanos son, más virulentas son las consecuencias de los sentimientos adversos.
Y le pasa al mundo, que estrepitosamente ha globalizado al odio. Que ya no parece ser más entre un imperio y otro, entre una etnia y otra, entre un conquistador y otro… no lo justifico pero el odio- aunque suene casi violento lo que voy a decir- tenía sus jurisdicciones.
Hoy también el odio se trasformó en una ideología global, en un lenguaje de estos tiempos, que justifica reacciones y genocidios, injusticias, perversiones, vandalismos. Los discursos del odio inundan las planas de los diarios, los títulos de los noticieros. Los odios se sientan con nosotros a la mesa, cuando repetimos acríticamente lo que nos embotan por todos los costados. Los calificativos del odio han ganado la jerga cotidiana. El humor no nos hace reír sino que habilita y fundamenta los ataques, la muerte, la sinrazón. Nada está librado al azar. El odio enseña a mirar con desconfianza, a criminalizar grupos de personas, a adjetivar y estigmatizar. Y una vez instalado, habilita prejuicios, exclusiones, desvergüenzas.
Estamos viviendo día a día las consecuencias de este odio… en pequeñas y grandes escalas. Y el riesgo es que nos anestesiemos. O nos resignemos. O que, para no angustiarnos, dejemos de hablar de esto.
Pero para eso estamos acá.
Para decir. Hablar. Decirnos. Hablarnos.
Elie Wiesel habla de esto en un escrito llamado El Odio y la Humanidad y dice:
¿Que bien puede resultar del odio? ¿Ha habido, puede haber, nobleza en eso? ¿Acaso se ha producido alguna obra de arte producto del odio? ¿Literatura y odio, espiritualidad y odio, belleza –pueden ponerse juntos?
El odio reduce, abarata. El dicho popular “el amor es ciego” es incorrecto. El odio es ciego y ciega.
No hay luz en el odio, no hay salida de él.
Todas las guerras empiezan en el corazón de los hombres, no en los campos de batalla.
Que los hermanos hayan visto sólo la soberbia de Iosef, por sobre todas sus otros aspectos, devela el mecanismo por el que el odio se instala.
El odio es un atajo. Simplifica los vínculos humanos. Elijo lo que me molesta, y lo hago desaparecer. Así de primitivo. Así de efectivo, en un tiempo de la humanidad en lo que lo complejo, los procesos, el tiempo, parecen ser códigos perimidos. Todo ya. Ahora. Pronto. Definitivo. Sin vueltas. Me sirve lo dejo. No me sirve, lo tiro a la basura.
“Odiando -escribió el filósofo español Carlos Thiebaut- se simplifican y focalizan negatividades. Se reducen las complejas causas de los descontentos, de los miedos, de los daños, a un único objeto cuya negación o eliminación –se cree—reducirá a polvo esos descontentos.”
Nadie, en su sano juicio es feliz, cuando odia.
Los hermanos de Iosef cargaron con las consecuencias de su odio, toda la vida: con una mentira inconfesable, con un padre con luto eterno.
¿Cuál es la conciencia que enfrenta al discurso del odio? Y ¿cómo hablamos de eso sin parecer ingenuos, inocentes y poco creíbles?
¿Cuál es hoy en día en antónimo del odio, su antídoto?
La desesperanza nos inmoviliza y nos hace sucumbir al fatalismo en que no es posible reunir las fuerzas indispensables para recrear al mundo.
Sin embargo la palabra esperanza se me disuelve como alternativa, es vaga, imprecisa, casi vaciada de contenido por los profetas de la felicidad… pero… ¿podremos hacer algo si no fortalecemos cierta esperanza en que algo podremos hacer?
La esperanza es necesaria pero no es suficiente, -escribió Paulo Freire en Pedagogía de la Esperanza-. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea. Necesitamos la esperanza crítica como el pez necesita el agua incontaminada. … prescindir de la esperanza en la lucha por mejorar el mundo, como si la lucha pudiera reducirse exclusivamente a actos calculados, a la pura cientificidad, es frívola ilusión. Prescindir de la esperanza que se funda no sólo en la verdad sino en la calidad ética de la lucha es negarle uno de sus soportes fundamentales. … la esperanza necesita de la práctica para volverse historia concreta. Por eso no hay esperanza en la pura espera, ni tampoco se alcanza lo que se espera en la espera pura, que así se vuelve espera vana.
Me sostengo en estas palabras y renuevo mi compromiso, en educar desde el lugar de cada uno por una esperanza crítica, práctica, ligada a los actos éticos y a la verdad. Pero esperanza al fin. No me resigno a resignarme. Ni a callarme a riesgo de que piensen que sigo diciendo pavadas en un mundo que se cae a pedazos.
A veces nos sentimos como Iosef en el pozo. Sin salida, a oscuras, ahogados en la estrechez de las consecuencias del tanto odio.
Solo es cuestión de mirar hacia arriba, cruzar la mirada con tantos que luchan y se comprometen, y decidir juntarnos a construir una realidad ética, crítica, esperanzada, sostenida en los afectos, la solidaridad y la justicia. Sólo es cuestión de levantar la vista y decidir ponernos en marcha.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.