וּבְבֹא מֹשֶׁה אֶל-אֹהֶל מוֹעֵד, לְדַבֵּר אִתּוֹ, וַיִּשְׁמַע אֶת-הַקּוֹל מִדַּבֵּר אֵלָיו מֵעַל הַכַּפֹּרֶת אֲשֶׁר עַל-אֲרֹן הָעֵדֻת, מִבֵּין שְׁנֵי הַכְּרֻבִים; וַיְדַבֵּר, אֵלָיו.
Y cuando entraba Moshé en el tabernáculo de reunión, para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del propiciatorio que estaba sobre el arca del testimonio, de entre los dos querubines; y hablaba con él. Bemidbar 7:89
Es sólo el último versículo de la parashá más larga de toda la Torá. Un último versículo que para muchos pasa desapercibido después de la dificultad de leer sobre los rituales que se administraban sobre una mujer que era sospechada de adulterio, o las leyes respecto de aquél que decidiera ser nazareo, apartado de la vida colectiva y mundana o de incluso la repetición de cada una de las ofrendas de cada uno de los príncipes de las tribus para la inauguración del Santuario.
Después de lidiar con la sospecha, el aislamiento y la ofrenda… llegamos a este versículo.
Moshé finalmente entra al Tabernáculo, para hablar con Dios. Y ¿de dónde salía la voz? No salía de dentro del Arca Sagrada, no salía del fuego, no salía de humo, ni de los sacrificios, ni de los cánticos ni de la labor de los sacerdotes…
La voz hablaba por encima del propiciatorio que estaba sobre el arca del testimonio, de entre los dos querubines.
De entre los dos querubines. ¿Se lo imaginan?
Y no es un simple dato…
Si suponemos que Dios habla… y tomémoslo como una gran metáfora… el Dios hablante, el que crea con la palabra… ¿a dónde ubicamos físicamente su voz?
La Torá hoy lo anuncia: “entre” dos. Lo quiera oír quien lo quiera oír.
Dios no le habla a los elegidos. A los iluminados.
Dios habla cuando hay una situación de encuentro, de dos.
Recordemos que los querubines, esas imágenes de ángeles de oro, que se hicieron sobre la tapa del Arón Hakodesh, estaban enfrentados: uno frente al otro, como intercambiando miradas. Dos figuras que lo único que hacen es mirar al que tienen delante.
Allí, en ese “entre”, habla Dios, allí, en ese espacio que hay ni en uno ni en el otro, sino en esa intersección de dos, allí, la presencia divina, se manifiesta.
No puedo dejar de pensar que ésta es una imagen que bien podría haber utilizado Martin Buber, cuando tan bellamente habla de la noción del encuentro, cuando él dice: “Toda vida verdadera es encuentro”.
Tan lejos estamos de pensar así en este tiempo en el que se prioriza el individuo, el éxito personal, el correr la carrera de la vida para llegar a ser primeros y llegar solos…
Tan lejos estamos de comprender la revolución que se produce en el impacto del encuentro de uno con otro, cuando pareciera que ya pocas cosas nos impactan, y que la mejor manera de salvarse es anestesiarse para que nada nos interpele…
Estamos carentes de encuentros. O dicho coloquialmente, andamos francamente desencontrados.
Y no porque no estemos atiborrados de gente alrededor.
Estamos hablando del encuentro que supone esa imagen de los dos querubines, custodios de la palabra divina, que para protegerla lo único que deben hacer es no dejar de mirarse.
Es un hermoso símbolo.
Y no son los ojos, no es la posición física, sino que estamos hablando de ese espacio tan invisible como imprescindible que es el “entre”.
El hecho fundamental de la existencia humana– dice Buber- es el hombre con el hombre. Quizás sea una manera de volver a mirarnos, a partir de esta dimensión del “entre” dos para preguntarnos:
¿Qué pasa entre tú y tu pareja? ¿Qué hay entre tú y tus hijos? ¿Y qué entre tú y tus amigos? ¿Y qué contenido pones entre tú y tus padres? ¿Qué sucede entre los miembros de nuestra comunidad? ¿Qué presencias ponemos delante de nosotros para crear ese espacio “entre” que le da significado a nuestras vidas?
Y no digo que no miramos. En esta época donde todo es visible, publicable, quizás lo visual se haya tornado en incontrolable, cotidiano y familiar. La pregunta es si tanta saturación no nos debilitó nuestra capacidad de mirar para comprometernos con lo que vemos.
Creo que este texto nos invita a volver a poner la atención en la mirada y no focalizar tanto en lo que miramos. Necesitamos menos vidrieras y más encuentros. Menos pantallas y más tiempo juntos.
No somos sin la mirada del otro.
Y no somos si solamente nos miramos a nosotros mismos.
Solamente cuando me encuentro verdaderamente con un Tú– dice Buber, yo me transformo en Yo.
¿A quiénes ponemos delante de nosotros y les dedicamos tiempos de miradas? Porque no es el espejo el que devuelve la imagen de quiénes somos, sino a quiénes ponemos delante.
Los invito a cuestionar esta falaz manera de pensar lo humano en este tiempo: de que podemos con todo y que necesitar de los demás nos debilita. Hoy todos hablan de la imagen y dejamos de hablar de la mirada.
Hacemos “le vista gorda”… y nos desentendemos… haciendo que no miramos y si no miramos no nos enteramos. Bajamos la vista cuando no nos queremos hacer cargo, y aún con los ojos abiertos, miramos sin intención de ver. Las causas de los otros parece que no existen si no las ponemos delante de nuestras narices… y muchas veces nos miramos el ombligo, como dice el dicho popular, para evitarnos la incomodidad de mirar al otro, con su existencia, con su pedido, con su necesidad.
Moshé entra al Ohel Moed y ve desde dónde habla Dios, o el sentido o cómo lo quieran llamar: habla en ese espacio que hace que cada uno de los mirantes sea quien es porque está frente al otro. Y de hecho, una traducción de Ohel Moed es la Tienda del Encuentro. Muchos interpretaron que era el lugar donde se encontrarían con Dios. Pero quizás este dato que nos regala la parashá de hoy nos enseñe que es en el encuentro con el otro, cuando llegamos a Dios.
Moshé tiene la ardua tarea de crear una comunidad, de quitarles a los esclavos de antaño la sensación de nulidad humana que tenían pero a su vez de no fomentar el individualismo fanático que aun en el desierto trajo tantos desencuentros. Y crear comunidad- desde entonces y hasta hoy, es como dice Buber, construir el lugar en el que se realiza lo divino en las relaciones vivientes de los hombres.
Cuando nos une el compromiso con el otro, por el otro; cuando traducimos nuestra tradición en actos que nos permiten mejorar este mundo, cuando nos inquieta y nos moviliza la soledad, la tristeza o la necesidad del otro, estamos creando el ideal de aquel pueblo, que se comienza a constituir con un Dios que habla en el espacio de encuentro entre uno y otro.
La tienda hoy es cualquier espacio que decidamos habitar.
Levantemos los ojos.
Descubrámonos en el espejo de la mirada con el otro.
Y escuchemos también nosotros la voz divina que nos habla desde el encuentro.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.