PARASHAT KI TISÁ: perderle el miedo a la libertad

“La gente renuncia a la libertad por la seguridad y sustituye las agonías de la elección con la satisfacción de la certeza. Al hacerlo, renuncia a su humanidad, pero el trato merece la pena.” Fiódor Dostoievski, sobre su obra ‘El Gran Inquisidor’.

De Dostoievski a la Torá, de entonces hasta hoy, no nos animamos a reconocer cuán poco sabemos de libertad; o cuán poco queremos saber de ella, porque eso nos conectaría directamente con la responsabilidad sobre nuestra humanidad.

Sometimiento, dependencia, manipulación son antónimos de esta experiencia que llamamos libertad cuyo significado profundo a veces parece escapársenos de las manos.

El texto bíblico se ocupó de otro antónimo que lo hemos abandonado, quizás por el prurito de no enfrentarlo. Lo opuesto a la libertad es la idolatría.

Erich Fromm escribió sobre este fenómeno; el de tenerle miedo a la libertad, el optar por la alienación y abandonar las individualidades poniendo en el lugar del culto a un ente superior al que se le otorgan poderes absolutos: una ideología, un partido político, una creencia, una clase social…

Estamos en parashat Ki Tisá y la eterna pregunta sobre el becerro de oro; ¿qué hay detrás de la elección de un pueblo que, a sabiendas de abandonar una oportunidad trascendente, cae en las garras de un poder que le tranquiliza la conciencia y en esa pseudo tranquilidad, lo fagocita?

Hoy no tenemos groseros becerros, hablamos de idolatrías sutiles, con otros nombres y disfraces que nos han hecho creer que la meta es el objeto o la imagen; lo que tenemos, lo que mostramos de nosotros, el ideal que nos devuelve el espejo o los esfuerzos sobrehumanos para parecernos a lo que no somos.

Ha quedado en la historia de nuestro pueblo una marca imborrable de fracaso y dolor alrededor de la construcción de este ídolo que calmaría la ansiedad de un grupo de personas que no pudieron tramitar su incipiente posibilidad de libertad.

En Ética y Psicoanálisis, Fromm llamará “idolatría” a la tendencia a convertir a los otros y a lo otro en “ídolos”, o sea, en entidades cosificadas, deshumanizadas, objetos de adoración y sometimiento. Y luego dirá que la meta de la existencia es sentirse “plenamente despierto y completamente vivo”.

Cuando el pueblo de Israel construye un ídolo abandona la esperanza, lo vence el miedo a la libertad y cede a la fabulosa aventura de asumir la responsabilidad de caminar no sólo el desierto sino el devenir de la historia, el aprender a conocerse con sus luces y sus limitaciones, apostando al esfuerzo de alcanzar metas y tolerar los equívocos cuando pueden alcanzarse.

La prohibición de la idolatría en toda la Torá y nuestros textos posteriores es mucho más que una batalla contra un ídolo material. Es una opción de vida, de ser humanos, de ser pueblo, de concebir la fe y la capacidad de cada uno.

Dios es un Dios viviente, que jamás aspira a ser encastrado en una estructura inerte. Es el Dios de la vida y jamás el Dios de la muerte.

Así se presenta Dios en nuestra historia, como quien irrumpe en nuestras vidas a sacándonos de Egipto, de la casa de esclavitud y con esa definición nos ordena la libertad, el animarnos a una libertad responsable, madura, consciente y respetuosa.

La frase del Talmud; “Quien niega la idolatría es como si cumpliera toda la Torá” (Avodá Zará 3) no expresa una lucha contra los cultos paganos exclusivamente. Es una posición maravillosa acerca del vínculo que nosotros debemos tener con la Torá, con Dios y con los mandatos de nuestra tradición. No cosificarlos, no manipularlos, no encadenarnos a ellos; sino afrontar la libertad que nos brinda una fe y una Ley que nos concibe libres, soberanos, y capaces de construirla a medida que vamos viviendo.

Volvamos al comienzo del libro de Shmot, cuando Dios se nombra a sí mismo abriéndonos la posibilidad de una fe libre y amorosa hacia Él: “Seré el que seré, Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: Seré me ha enviado a vosotros.” Shemot- Éxodo 3:14

Quizás la estructura más fuerte que tenemos como pueblo es el aparato interpretativo y la autorización a una lectura y múltiples significados. La existencia de la Torá Oral nos permite hasta el día de hoy descubrir cuán ilimitada es nuestra capacidad de libertad cuando nos proponemos apropiarnos de la infinitud de un texto que nos sigue hablando. Nos permite simbolizar y volver a comprender una narración y una perspectiva que nos acompañan a lo largo de las generaciones reescribiendo en cada lectura el mismo y a la vez nuevo texto.

La lucha férrea contra la idolatría no es un tema religioso (aunque lo aparente en su forma) sino es un tema ético, es una concepción de la libertad individual y comunitaria que el ídolo, cualquiera sea, proscribe y castiga.

La fe de Israel no niega al sujeto, sino que lo considera con toda su potencia y riqueza y le otorga un imperativo ético: el de combatir cualquier relación de cualquier índole en la que la condición sea la humillación y el abandono.

Podríamos decir que con la construcción del becerro de oro el pueblo de Israel infringió el segundo mandamiento: “No tendrás otros dioses delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellos ni los honrarás” (Shemot 20:3-6).

Pero es mucho más que la prohibición de una estatuilla. Es el mandamiento que nos despierta a la conciencia de discernir en nuestras elecciones. A quiénes endiosamos, a quiénes respetamos, qué ocupa el lugar de ídolo y qué lugar ocupamos nosotros en nuestra propia historia.

Comencé este comentario con la cita de Dostoievski “La gente renuncia a la libertad por la seguridad y sustituye las agonías de la elección con la satisfacción de la certeza…”

Jamás estaremos seguros si no somos libres.

Jamás encontraremos certezas si dejamos de creer en nuestras elecciones.

Shabat Shalom

Rabina Silvina Chemen