Parashat Ki Tisá tiene un punto de atracción del cual no nos podemos evadir. La famosa historia del becerro de oro, con sus múltiples miradas. De acuerdo a dónde se dirija el foco, el relato va cambiando de significados. En la memoria colectiva, este episodio quedó marcado como un gran fracaso en esta revolución espiritual, cultural y social que pretendió ser la inauguración de lo que luego se llamaría la tradición de Israel.
Fracaso rotundo dicen algunos porque no estuvieron a la altura de las circunstancias. Dios los saca de la esclavitud, los lleva por el desierto, les manda a Moshé como intermediario, los alimenta, los cubre del calor sofocante con una nube, los abriga del frío nocturno con fuego, les habla desde el Sinaí delante de todos, entregando palabras de ley que los constituirían como pueblo.
Y Moshé sube al monte para escribir estas palabras y fijarlas por generaciones, y al ver que no volvía… la gente desespera. No puede esperar. ¿No sabe esperar? No lo sabemos.
¿Cuánto se puede confiar en las abstracciones?
Digámoslo así: Dios, como concepto, como entidad, es abstracto, invisible, – y después de Sinaí – será inaudible, salvo para los elegidos, en fin… ¿cuánto se podía sostener esa situación de confianza ante ninguna presencia real? ¿Se entiende que no sólo hablo de ellos, allá en el desierto, ¿no? Este episodio me hace volver a preguntarme sobre como nosotros mismos buscamos señales concretas, objetos manipulables o personas a quienes les atribuimos poderes, conexiones superiores… en fin… también nosotros estamos expuestos a ese mecanismo.
Cada vez que llegamos a este punto vuelvo a un libro del filósofo Stephane Moses, nacido en Berlín, refugiado en Marruecos y formado en París, que se llama “El Eros y la Ley”. Un libro en el que, tomando ciertas historias de la Torá, busca las huellas del Eros y la Ley, es decir, entre el deseo y la norma, la promesa y su cumplimiento, la experiencia de lo ilimitado y las fronteras del lenguaje. En este contexto, el tema del becerro de oro ocupa un capítulo completo.
Y de él compartiré con Uds. algunas de sus ideas.
Moses cree que el becerro de oro es el acta del nacimiento de la idolatría. Y lo que va y vamos a hacer es definir esta palabra, que tanto la decimos pero que merece ser profundizada. Idolatría.
La pregunta que el autor se hace y no sólo él, sino que los comentaristas clásicos como Abravanel, Ramban- Najmánides… es ¿Cómo pudieron los hebreos cuarenta días después de la revelación del Sinaí volver a caer en idolatría?
Y se piensa que esta recaída se debió a la conjunción situaciones:
Uno. La ausencia de Moshé. Los hebreos quedaron librados a sí mismos, cuando nunca, jamás habían experimentado en sus vidas la capacidad de estar solos y decidir por sí mismos absolutamente nada. No sé por qué cuando escribo esto me vienen imágenes de nosotros mismos, cuando nos hacemos dependientes de tantos otros que nos van regulando la vida, los gustos, las decisiones… que no sabemos qué hacer cuando quedamos librados a nosotros mismos…
Pero, en fin, volvamos al texto:
Moshé dejó de hablar con el pueblo de Israel desde Parashat iItró, desde el momento de la revelación de los Diez Mandamientos por la misma boca de Dios.
No había palabras y no se puede vivir sin esa instancia que intermedia entre nosotros y la realidad. No podemos vivir sin palabras. Un niño no sobrevive sin ser hablado. Un pueblo tampoco.
Los hebreos– dice Moses- concibieron el fantasma de su muerte. Moshé era el mediador único capaz de significar con sus palabras, la experiencia aterradora e incomprensible que estaban viviendo.
Y esta angustia colectiva los llevó a imaginar la muerte de Moshé. Y esa muerte implicaba para ellos verse privados del simbolismo religioso sin el cual la experiencia carecía de todo sentido. El lenguaje es la mediación simbólica para poder transitar cualquier experiencia. Si sabrán de esto los psicoanalistas… pero también los maestros y en definitiva todos: madres, padres, hijos. Cuando hay posibilidad de decir, esto es, de simbolizar, se evitan situaciones de violencia. Si no, miremos cómo la falta de palabras lleva a estallidos corporales, actos sin discurso, que hacen tanto daño…
El pueblo de Israel se sentía existencialmente suspendido en la nada. Y de ahí el pánico. Estaban frente a frente a ese infinito – que digámoslo también – acababan de conocer, un infinito imposible de simbolizar.
Entonces se entiende que la construcción de ese becerro nace en el espacio de ese vacío.
Decíamos que sólo se puede vivir y pensar con ayuda de símbolos, y el becerro terminó siendo otro sistema simbólico que sustituía aquél que había sido transmitido por Moshé. Y el modo que encontraron para reemplazar a Moshé fue la regresión a las formas simbólicas de la cultura egipcia. No conocían otro sistema de símbolos. En las religiones totémicas el clan estaba bajo la protección de un animal sagrado, el tótem al que se le atribuían cualidades divinas.
Moshé había transmutado el tótem por un Dios invisible e intangible al que se accedía a través de la palabra… Pero Moshé no estaba. Y necesitaban aferrarse de algún modo a la vida.
Franz Rosenzweig va a decir que el ídolo es un sustituto. En toda religión el simbolismo se interpone entre Dios y el mundo, como un velo o una pantalla.
El infinito es inaprensible. Los seres humanos poseemos una naturaleza tal que no podemos representar ese infinito sin recurrir a un sistema de signos. Pero aquí hay una trampa… Porque en el intento de los símbolos religiosos de representar una realidad trascendente, la limitan a un punto tal que muchos confunden el símbolo con la trascendencia y quedan allí atados a una imagen, a un guía espiritual, a un libro con sus verdades; cuando todos ellos son eso; símbolos, modos de representar, es decir de hacer presente desde nuestras categorías algo que es mucho más que eso…
Y eso es lo que nos evoca la construcción de este becerro. Sus constructores fijaron un símbolo y lo convirtieron en fetiche. Y la idolatría es eso: la reducción de un sentido infinitamente abierto a una de sus representaciones. Un riesgo que tiene toda función de simbolización en cualquier actividad humana. El riesgo es confundir estos elementos simbólicos con las realidades últimas.
El día que nos olvidamos que frente a nosotros lo que tenemos es un símbolo y creemos que allí residen todas las respuestas, nosotros también nos convertimos en idolatras. Porque los sistemas simbólicos son contingentes y provisorios. Y esto es válido para las ideas, las obras de arte, las ideologías y las religiones. Así los ídolos no son las cosas sino los nombres que les damos. Pero vivimos tan apurados, tan convencidos de que tenemos que llegar rápidamente a otro lado, que nos hemos dejado seducir por las imágenes y los becerros que nos hicieron creer que allí están todos los significados.
Y compramos verdades enlatadas. Creencias prefabricadas por otros. Así definimos nuestra fe, nuestra posición política, nuestros gustos, nuestros modos de vestir y mostrarnos ante los demás. Sin juzgar, sin preguntarnos dónde estoy yo, dónde están mis preguntas, mis propias palabras, mis propias miradas. Hemos aprendido a fetichizar porque los procesos de búsqueda y de sentido llevan tiempo y nos necesitan… a nosotros… como actores de este libreto.
La no idolatría consiste en entender el mundo como un texto luminoso pero enigmático, como fuente de revelación, pero también de misterio y abierto a lo infinito de las lecturas e interpretaciones – dice Moisés.
Y éste es el significado de lo que llamamos el fracaso del becerro de oro.
La invitación a la infinitud del sentido, a la búsqueda permanente, a estar autorizados a preguntarnos, a dudar, a cambiar, a volver, a discutir, a disentir, a expresar, se obturó con esa vaca de oro que representaba una verdad revelada, monolítica y permanente.
Nada más lejano al intento de constituirnos en pueblo, entendiendo que la verdad se nos revela constantemente, en cada generación. No hubiéramos subsistido si hubiéramos seguido al becerro. Porque gracias a las interpretaciones y el estudio constante, las letras de nuestros textos fueron agregando sentidos para poder vivir en cada circunstancia.
La civilización egipcia adoradora de becerros y otras deidades cayó víctima de sus propias imágenes que abolieron la imaginación.
Quizás nuestra fe y nuestro modo de ser pueblo tengan que ver más con la imaginación de lo que nosotros creemos, con esa capacidad de no dar nada por sentado definitivamente, y de seguir buscando detrás de las letras las verdades últimas, en realidad, las verdades anteúltimas, porque siempre nos esperan detrás de cada página, con nuevos sentidos.
Shabat Shalom,
Silvina Chemen