El Síndrome de Jerusalém (2/3)

Entre el pueblo de Israel y Jerusalén existe un lazo indivisible y eterno que comenzó cuando David fue coronado rey de «todo Israel» y decidió, como símbolo de la unidad nacional, establecer una capital neutral. Su primera acción fue la de conquistar la ciudad con su ejército personal para asegu­rarse que ninguna tribu dijera: ‘es nuestra’. Jerusalén sería de todo el pueblo de Israel sin distinción y nadie de entre las tribus que conformaban el pueblo podría atribuírsela como propia.

Conquistada la ciudad y convertida en la capital nacional, fueron reforzadas sus fortificaciones, y con ayuda de artesanos fenicios construyeron un palacio y reconstruyeron el Tabernáculo para llevar a él el Arca de la Alianza y asentarla en la ciudad.

Desde ese momento, Jerusalén además de la capital política, devino en centro espiritual del reino convirtiéndola, como dice la Torá, en el lugar ‘que Dios, ha escogido para poner allí su nombre’. Así, pues, la noción de Jerusalén sagrada nació en el siglo X a.e.c., como resultado de las acciones que David, rey de Israel, realizó para brindarle a Jerusalén su espíritu.

Salomón, su sucesor, se preocupó de la imagen de la ciudad, construyendo el Templo y convirtiendo la ciudad en un centro de comercio internacional. A su muerte de Salomón aconteció la escisión del reino, no obstante, la ciudad continuó como capital, pero esta vez, de la reducida monarquía de Judá.

En la época del exilio babilónico, ciudad y templo fueron convertidos en polvo a causa de la devastación de Nabucodonosor, – 586 a.e.c. -. El recuerdo de Jerusalén quedó impregnado como una imagen pura e idílica en la mente de los exilados, encontrando su máxima expresión inmortal en los libros de Salmos y Lamentaciones:

«¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa, la grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, la señora de provincias ha sido hecha tributaria. Amargamente llora en la noche y sus lágrimas están en sus mejillas…!» (Lamentaciones, 1:1-2ª).

«Cesó el gozo de nuestro corazón; nuestra danza se cambió en luto. Cayó la corona de nuestra cabeza; ¡Ay ahora de nosotros!….por esto fue entristecido nuestro corazón por esto se entenebrecieron nuestros ojos. Por el monte de Sión que está asolado…» (Lamentaciones, 5:15-18a)

Los exiliados, que regresaron cincuenta años más tarde, pese a la devastación y la desolación que encontraron, luchando contra el desencanto  que tal hecho les suponía, lucharon y trabajaron duramente en la reconstrucción de la ciudad capital. Siglos más tarde, una nueva devastación de la ciudad y la destrucción del Segundo Templo – a manos de los romanos  en el año 70 de nuestra era-, dio origen a una diáspora que existe hasta el día de hoy.

Teddy Kolleck, quien fuera Alcalde de la ciudad por cerca de 40 años, escribió:

«Jerusalén ha sido también parte de la historia universal además de ser la capital única y eterna del pueblo judío y el lugar donde los profetas Isaías y Jeremías expresaron sus pensamientos que influenciaron actitudes éticas y religiosas de media humanidad, fue ella el escenario del postrer ministerio de Jesús y en ella se le crucificó. Y es, para los musulmanes, el lugar desde donde el profeta Mahoma ascendió al cielo…

«La historia de Jerusalén es [pues, parte de] la historia del hombre, la historia de guerra y de paz, de grandeza y miseria, de excelsa sabiduría y de sangre fluyendo por las acequias…

«Pero en esta historia hay un hilo dorado, un elemento que asoma a través de ella en forma constante: es el irrompible lazo del pueblo judío con su ciudad…

«La historia de esta asociación es repetidamente interrumpida por una sucesión de conquistadores: egipcios, asirios, babilónicos, persas, seléucidas, romanos, árabes musulmanes, cruzados, mamelucos, otomanos, y británicos. Empero, en el transcurso de los tres mil años desde que David ungiera a Jerusalén como asiento de la autoridad de Israel, la vinculación espiritual de los judíos con esta ciudad se mantuvo incólume. Es esta una singular vinculación…». (Kolleck, Teddy. Jerusalem, sacred city of mankind.)

Y así es hasta el presente, a través de las centurias de su dispersión, en cualquier lugar en que se encontrasen, los judíos oraron por el retorno a Tsión, por la vuelta a Jerusalén.