AJAREI MOT: El riesgo de simplificar el relato

La parashá de esta semana coincide con las lecturas de Iom Hakipurim; la de la mañana, Shajarit, tanto como la de la tarde, Minjá.

Por la mañana leemos el ritual que antiguamente sucedía durante Kipur. Y ¿qué es un ritual? Una puesta en escena que queremos perpetuar por generaciones. Una marca que indica que pertenecemos a un grupo de personas haciendo todas lo mismo.

Y todo ritual necesita símbolos que condensen una multiplicidad de sentidos.

A pesar de la modernidad y la postmodernidad y la transmodernidad… seguimos siendo -como lo explicaba el filósofo alemán Ernst Cassirer- animales simbólicos. No vayamos a creer que nos diferenciamos de los animales por ser seres racionales solamente. Necesitamos de símbolos, de ritos que nos conecten a las preguntas que la racionalidad no puede responder. No es sólo un formato, un envoltorio. Nos trae algo para nosotros conocido y a su vez, abierto a ser reconocido nuevamente.

Necesitamos de símbolos y ritos. Nos calman la soledad, nos conectan con las generaciones que nos precedieron y nos dan identidad. Somos, también, los rituales que practicamos.

Recordemos los detalles de esta ceremonia del ritual de Iom Hakipurim en épocas bíblicas, hasta la destrucción del Segundo Templo.

El décimo día del séptimo mes, el Sumo Sacerdote tomaba dos carneros idénticos sobre los que se realizaba un sorteo: uno iba “para Dios” y otro «para Azazel». Un carnero culminaba en el altar, ofrendado a Dios, y otro era arrojado al desierto…

Peculiar e interesante modo de liberarse de los errores: por un lado; la ofrenda, el sacrificio de un animal a través del cual se reconocían los pecados cometidos. Y por el otro, la creencia de que, arrojando al segundo animal al desierto, cargado de las desviaciones de todos, cada uno volvería librado de toda mancha.

Varias veces hemos estudiado la fuerza simbólica de este ritual que nos es tan ajeno, pero que de hecho es el que justifica el nombre de este día. Iom Kipur -día de expiación- que lejos está del difundido nombre de Día del Perdón.

Los invito a pensar esta ritualidad a la inversa y aventurar una hipótesis: todo el ritual es una puesta en escena; un pueblo congregado, un líder con dos animales, un sorteo, un sacrificio y un abandono. Todo esto nos vienen a decir que de este modo NO EXPIAMOS NUESTROS ERRORES.

Fíjense.

El azar… un sorteo que no responde a ninguna voluntad.

Y dos animales, como si el proceso de comprensión de nuestra hechura humana -individual y social- se dirimiera en dos opciones. A Dios o al Azazel. O cualquier otra fórmula en la que las posibilidades son las dos puntas de una recta. Y nada más.

O al altar. O al desierto.

Una ritualidad simple que podríamos comprenderla para un pueblo nómade, básico, que no tiene otras herramientas para entender el concepto de error y reparación…

Nosotros heredamos con este relato una manera dual de entender la vida, los vínculos y los procesos.

En una punta de la recta nosotros. Y del otro lado, el otro, lo otro, todo lo que no soy, lo que no quiero ser. En una pugna entre dos opciones, una necesariamente vence y la otra es derrotada. Y en esta pugna en la que seguimos mirando al mundo, uno termina quemado y el otro perdido.

Y en realidad, no expiamos, ni sanamos, ni reparamos cuando lo que se juega está entre dos únicas opciones.

Así sucede con los desencuentros de familia, así con las confrontaciones en una sociedad, así hasta con la mirada sobre nosotros mismos, a veces tan despiadada que no nos damos salida posible.

El pensamiento simple tranquiliza, porque lo sintetiza todo en una definición acabada.

Pero la belleza de estar vivos tiene que ver con la trama más que con la línea; con la posibilidad de avanzar, retroceder, volver a pactar, querer entender, tiene que ver con la confianza y con la voluntad…

Si hay algo que creo que esta lectura nos viene a decir es que no hay tal cosa como Aharón, o Dios, o el destino, o el azar que tiren dados para decidir de qué lado quedamos, si para Adonai o para Azazel…

Porque si bien nadie elige todas las circunstancias que le tocan, lo que es claro es que somos comandados a no dejarnos llevar por sorteos imaginarios que nos colocan en el lugar de la buena o la mala suerte.

Da mucho trabajo estar vivos y tener conciencia de ello. Marchas y contramarchas, incoherencias -por qué no- permiso a equivocarse y a retornar…

Nada más lejos de un sorteo o un par de extremos, sin salida.

Y no es casual que sea sobre dos animales que se juega toda la escena.

Porque Iom Kipur, desde la Torá, está vinculado a aquel episodio del becerro de oro.

El Midrash Pirkei De Rabbi Eliezer ubica temporalmente estos dos episodios. Moshé bajó con las primeras tablas y las rompió al ver el becerro. Y el primero de Elul volvió a subir. Estuvo en el monte 40 días y 40 noches y bajó con las segundas tablas el 10 de Tishrei; es decir, la fecha de Iom Kipur.

Estamos en una historia que transcurre entre un becerro y dos chivos expiatorios.

La Torá menciona a ese ídolo construido por el pueblo como “eguel masejá”- que se traduce como becerro de fundición; fruto de la fundición de todos los metales donados para tal fin.

Pero la palabra masejá además significa máscara.

Un becerro que funciona de máscara- de ocultamiento, de simulación de algo que no queremos que se vea.

Y cuando decimos máscaras, muchos estarán pensando- como yo- en las máscaras de teatro griego. Una sonríe. La otra llora. No importa lo que le pasa a la persona que está detrás de ella.

Sólo dos posibilidades, extremas. Que se sostienen en la rigidez de un gesto. La tragedia o la risa. Una sufre, la otra disfruta.

Como los dos chivos y todas las dualidades con las que hemos construido nuestra mirada, portando a veces máscaras que inmovilizan nuestros gestos porque no nos permitimos mostrarnos vulnerables, dubitativos, cambiantes, carentes, necesitados, reflexivos, abiertos…

El escritor portugués Fernando Pessoa en su poema Tabaquería escribía:

Cuando quise quitarme la máscara,
estaba pegada a la cara.

Revisemos si por algún motivo nos pusimos una máscara que fijó nuestro ceño y démonos el permiso de quitarla y descubrir la blandura de nuestros rostros.

No será el azar de un sorteo,

No será la dualidad de opciones excluyentes.

No serán las máscaras que nos ocultan.

Lo que nos sostiene y nos salva es y será la imagen de todo un pueblo junto, de una comunidad reunida, con rostros diversos, transitando momentos de vida diferentes, compartiendo un tiempo común, acompañando alegrías y dolores, disensos y consensos.

Las fijaciones son atajos de supuesta certeza.

La propuesta abrazar la trama de múltiples hilos sin esperar que nadie los teja por nosotros.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen