Israel es para mí ejemplar, entre otras cosas, por sus hospitales. Y no me refiero aquí al nivel médico de sus profesionales ni a sus equipos tecnológicos de avanzada, sino a esa impactante combinación de pacientes judíos y árabes, a los cuales se atiende por igual, sin que nadie conciba que exista una alternativa a que todos puedan acceder al mismo tratamiento.
Años atrás –si mal no recuerdo fue a mediados del 2004, o quizás un poco antes–, el Hospital Hadassa de Jerusalem fue mencionado como candidato a recibir el Premio Nobel de la Paz. El galardón tuvo finalmente otro destinatario, pero ante aquella original candidatura entrevisté al profesor Avi Rivkind, especialista en trauma y emergencia en Hadassa Ein Karem. Su rostro había entrado ya hacía mucho en los hogares de Israel a través de la pantalla chica, por las víctimas de atentados suicidas que recibían tratamiento en el Hadassa. En más de una ocasión Rivkind había logrado salvar vidas de civiles y de soldados alcanzados por las explosiones en circunstancias inimaginables. Había salvado tanto a judíos como a árabes.
Le pregunté qué opinión le merecía esa candidatura, conociendo tan bien, desde dentro, el trabajo en el hospital. Rivkind, con su característico sentido del humor, sonrió, abrió los brazos y respondió: «Aquí, sin duda, hay situaciones que fuera seguramente ni imaginan. Hemos tenido en una cama a un israelí herido en una explosión y en la cama de al lado, o en la habitación contigua, a un terrorista que resultó herido en un ataque fallido que él mismo intentó cometer… No sé si merecemos el Premio Nobel de la Paz, pero si hay uno a la locura, ese sí debe ser para nosotros».
Esa «locura», que afortunadamente es totalmente normal en Israel, se da en absolutamente todos los hospitales del país.
Recuerdo en este sentido con especial emoción una visita al hospital Rambam de Haifa, el único del mundo, según parece, que ha construido una especie de duplicado bajo tierra, por temor a los misiles que Hizbalá ya ha lanzado y puede volver a lanzar desde territorio libanés. Allí reciben tratamiento palestinos llegados de Cisjordania, a algunos de los cuales acompañé a encontrarse con voluntarios israelíes que simplemente tratan de aliviar en algo sus diarias dificultades: los esperan en el puesto de control por el que pasan a territorio israelí, los llevan hasta el Rambam, aguardan las horas que sea necesario y los devuelven luego a la frontera, para que retornen a sus casas.
En aquella visita me topé con las lágrimas de una mujer de Jenín cuya hija padecía de una seria enfermedad renal, por la cual debía recibir tratamiento varias veces por semana en el Rambam. Agradecía, con voz suave y entrecortada por la emoción, no sólo el trato y la sonrisa, sino la oportunidad que se estaba dando a su pequeña de seguir adelante, aunque hacía tiempo había expirado el compromiso de pago que la Autoridad Palestina había entregado al hospital. «¿Acaso alguien puede concebir que interrumpamos el tratamiento?», me contestó retóricamente un médico en el departamento de Nefrología cuando le pregunté cuánto tiempo más atenderían a la niña si la Autoridad Palestina no pagaba.
¿Acaso esto significa que todo lo que hace Israel está bien? ¿Acaso esas buenas acciones hacen desaparecer el hecho de que algún soldado trate indebidamente a un palestino que no ha cometido crimen alguno? No, por supuesto que no. Ambas cosas son parte de la realidad. Por eso decía al principio que Israel es imperfecto pero ejemplar. De lo ejemplar, lamentablemente, se comenta poco fuera.
Hace unos años, una muy apreciada colega y compatriota, la destacada periodista uruguaya Blanca Rodríguez, fue invitada a visitar Israel. Compartimos muchos momentos, y en aquel viaje se forjó una linda amistad. Recuerdo su estupor en la Ciudad Vieja de Jerusalem: no podía dejar de sorprenderse por la naturalidad con la que pasaban a su lado judíos ultraortodoxos con su atuendo negro, árabes con la kefía cubriéndoles la cabeza, soldados con el rifle al hombro; sin matarse. Claro, eso no significa que se amen ni que les guste vivir tan juntos, pero la normalidad de su convivencia no deja de sorprender.
Israel es un país mucho más normal que lo que puede reflejarse en los titulares de la prensa mundial. Pienso en ello cuando voy al centro comercial Malha de Jerusalem, que frecuento a menudo. Es posible captar cuándo es un día de fiesta para los musulmanes por la cantidad extraordinaria de familias árabes que pasean por el recinto. Y me alegra verlos, no porque judíos y árabes gusten necesariamente de compartir sus lugares de ocio y recreo, sino porque tengo claro que nadie va con sus hijos a un sitio en el que cree que corren peligro. La visita de esas familias árabes –las mujeres con el hijab o con la cabeza cubierta– al centro comercial más grande de Jerusalem es un voto de confianza en la normalidad del país, un voto de confianza en el comportamiento de su gente. Y eso me resulta ejemplar. Como las conferencias que juristas destacados dan a oficiales del ejército para explicarles por qué la lucha contra el terrorismo debe ser librada en el marco del Derecho, según me contó recientemente la profesora Suzie Navot, experta en Derecho Constitucional.
Y están los voluntarios… todos esos israelíes que dedican su tiempo y esfuerzo a ayudar al prójimo. Suplen con ello, a menudo, las fallas y baches de las autoridades, que no siempre encuentran el presupuesto adecuado para las necesidades más importantes. No tendría que lidiarse con una situación en la que capas carenciadas protestan por subsidios recortados o por la carestía de vida, mientras son pocos o nulos los impuestos a productos cuyo consumo es exclusividad de los más adinerados… Y allí están, para intentar contrarrestar el efecto negativo de una situación así, aquellos que donan y aportan simplemente por aportar, manejando comedores públicos y asistiendo a los más necesitados. Hace unos años, el experto en economía social Bernardo Kliksberg me comentaba que el voluntariado desempeña un rol clave en la sociedad israelí: su aporte equivale a aproximadamente el 10% de la economía nacional.
Israel, decía, es un país de contradicciones. Así, junto a los malos modales de no pocos y los gritos demasiado comunes encontramos a gente capaz de bajarse con uno del autobús para explicarle cómo llegar a la calle por la que preguntaba. Israel es un país que tiene mucho que aprender de otros… en los que se respetan las filas en la parada del bus y en el supermercado, en los que se habla sin gritar y la gente no cree que siempre tiene razón. Pero también es un país con mucho que enseñar. Enseñar, por ejemplo, que la única venganza posible tras una terrible tragedia es apostar por la vida, como hicieron en el secundario Shevaj Mofet de Tel Aviv, varios de cuyos alumnos fueron asesinados en un atentado suicida de Hamás en junio del 2001, mientras esperaban para entrar un sábado noche a una discoteca de la playa: en su memoria, inauguraron una nueva biblioteca. Igualmente puede enseñar solidaridad, como la manifestada por el pueblo todo en situaciones de emergencia, sea cuando los habitantes del norte abren sus casas para recibir a desconocidos compatriotas del sur hartos de los cohetes disparados desde Gaza, sea cuando los habitantes del sur abren sus casas para recibir a desconocidos compatriotas del norte hartos de los misiles de Hizbalá. O la mostrada por aquellos que enviaron paquetes y ayuda a Haití tras el terremoto. Israel siempre está listo para prestar ayuda humanitaria a países asolados por una catástrofe. Ese es su brazo más largo, no el armado.
Para terminar, vuelvo a mis hijos, nacidos los tres en Jerusalem, con una plegaria que elevo no necesariamente a Dios, ya que no estoy segura de que siempre preste atención. Quisiera que, si tienen que explicar alguna vez qué es Israel para ellos, puedan responder sin dudar, dentro de muchos años, quizás cuando yo ya no esté para protegerlos:
Israel es el país en el que nos sentimos seguros, un país que sabe atender a sus enfermos y ayudar a sus necesitados, un país que nos da orgullo porque invierte en su gente y sabe también prestar atención a los pesares de otros, un país que vive en paz con sus vecinos y consigo mismo. Un país del que mamá estaría orgullosa.
Autora: Jana Beris