El calendario marca días de tristeza. Atravezamos las tres semanas de Bein Hametzarim, entre angosturas; desdel 17 de Tamuz. Este Shabat lo comenzamos transitando los primeros días del mes de Av… faltan sólo 7 días para el momento más trágico del calendario, el 9 de Av.
Imagino la desazón, el desconcierto, la confusión con las que se habrán vivido estas semanas desde que se rompió la muralla que protegía Yerushalaim, hasta la destrucción total: tres semanas, con la ciudad sitiada, con las casas ardiendo, sin comida, sin salida, y el final: la casa de Dios en llamas. Y el exilio.
Nada quedó en pie.
Ni los edificios. Ni la cordura. Ni la esperanza.
En estas tres semanas se leen palabras de profecía que intentan comprender por qué se llegó a tamaña destrucción.
Las haftarot de estos tres shabatot no corresponden a las temáticas de las parashot sino al motivo de la tristeza.
Los profetas Yshaiahu e Yrmiahu responsabilizan al pueblo de Israel por haber profundizado con sus conductas, la vulnerabilidad del pueblo y el consecuente avance del enemigo. Los profetas y los sabios quieren interpretar la destrucción del Templo, como símbolo del final y el consecuente exilio.
Y sí. Más allá de las tropas armadas hasta los dientes de los imperios conquistadores, los profetas advierten. Algo dentro del pueblo falló, se perdió, se abandonó…
Los profetas advierten entonces y cada vez que los volvemos a leer nos advierten a nosotros; como este Shabat.
Los profetas responsabilizan al pueblo por haber abandonado a Dios, a su ley, por haberse olvidado de su llamado.
¿Qué fue lo que abandonaron? El Templo funcionaba, las ofrendas seguían trayéndose, los sacerdotes recibían los animales para el culto. ¿Qué falló? ¿Qué se abandonó? ¿Qué se rompió en definitiva?
Y quizás tengamos que volver a plantearnos por qué cuando hablamos de los días de duelo recordamos casi excluyentemente la destrucción del Templo. Como si el drama más atroz hubiera sido la demolición de la construcción más poderosa que tuvimos. No hablamos del hambre, de las vejaciones y profanaciones, del miedo y la muerte. Hablamos de la destrucción del Templo. Y quizás sea éste un punto de partida para poder comprender por qué no supimos mantenernos en la tierra de la promesa, a la que fuimos llevados milagrosa y cuidadosamente.
Luigino Bruni en su libro “Elogio de la autosubversión” analiza la brecha que hay desde que algo se funda a partir de un ideal y lo que luego termina siendo cuando se institucionaliza. Y escribe en el prólogo lo siguiente: “Alrededor de la idea originaria que nos ha llamado, se crean poco a poco nuevos edificios: primero una carpa, después un templo que custodia el arca de la primera alianza y finalmente al lado del templo construimos un palacio para nosotros, más grande que el tempo construido para Dios, como lo hizo Salomón. La ideología es el proceso que va desde la voz invisible a la construcción del arca, después del arca a la carpa luego al templo y al palacio.”
Y justamente estamos leyendo una de las parashiot finales del libro de Bemidbar- Matot. Estamos a las puertas de la promesa. A punto de ingresar a la tierra.
Llegamos inspirados por un llamado de una voz invisible. Necesitamos una carpa, donde guardar el arca. La carpa no fue suficiente, construimos un templo y el rey que lo construyó erige un palacio más grande aún.
Y esto no es sólo aplicable al tiempo de aquel Templo.
Sino a este tiempo.
No te basta la llamada. Necesitas un espacio. Que guarde la materialidad de la voz que te llamó. Pero como hay otros que construyen templos, tú construyes el tuyo, y si es más grande mejor y cuando sientes que es grande, construyes palacios y así, nos perdemos entre tanto muro y rascacielos hasta perder de vista por qué estábamos allí. ¿Dónde quedaron nuestros sueños, nuestras ansias de libertad, de mejorar el mundo, donde quedaron los idealistas, capaces de derribar estructuras para recuperar la justicia, la equidad, la esperanza? ¿Cuándo empezamos a angustiarnos más por un metro cuadrado de propiedad que por un gesto solidario?
En la novela INVENCIBLE, de Laura Hillenbrand, relata un hecho real; la historia de «Louie» Zamperini quien fue un atleta estadounidense de origen italiano que participó en la Segunda Guerra Mundial, en la que logró sobrevivir 47 días en una balsa en medio del Océano Pacífico, tras estrellarse el avión en el que viajaba.
Y allí está el náufrago, en su balsa, muerto de sed. Ella describe su sed, y dice que el problema de tener sed en el mar es que estás rodeado de agua que no puedes beber. El agua salada solo te hace sentir más sediento.
Por eso estamos de duelo estas tres semanas.
Porque no nos dimos cuenta a tiempo de lo que estábamos perdiendo. Y supusimos que peleando por un edificio, estábamos siendo fieles al llamado que aceptamos como pueblo, con tanta emoción en el monte Sinaí. Parece que las construcciones cada vez más imponentes nos hacen perder la memoria colectiva y la fe. Y los llenamos de rutinas estancas y peleas de poder. Los edificios cada vez más altos, más amurallados y enrejados nos hacen tener cada vez más sed. Y cada vez querer más. No mejor. Más.
Bein Hametzarim es poder repensar las construcciones que se sucedieron alrededor de la primera promesa. Y aunque no hayamos entrado todavía en los días de Teshuvá, intuyo que como pueblo debemos hacer un camino hacia atrás, un volver a casa disminuyendo, simplificando, deconstruyendo, desmontando los imperios de arena que hemos construido. Para reencontrarnos con la promesa.
Ya no es la tierra.
Es la misión que como pueblo debemos volver a recuperar.
Sin carpas, sin templos, sin palacios.
Sino con la convicción de nuestras almas y el trabajo de nuestras manos cuando podamos volver a oír el llamado de caminar hacia una tierra que mane leche y miel, y encontrarnos con los nutrientes que nos permitan recuperarnos de tantas arideces y desencantos.
Shabat shalóm,
Rabina Silvina Chemen.