Estamos aún con los ecos de ese monte Sinai humeante, vibrante, bajo los sonidos de los truenos y los shofarot que anunciaban la llegada de la voz de Dios para recibir los 10 mandamientos.
Esta parashá, Mishpatim, es para muchos comentaristas, una especie de reglamentación de los grandes títulos recibidos la semana anterior. Porque, en verdad, esta semana se detallan 53 mitzvot, de diferentes alcances, desde el agrícola, el ritual, el laboral…
Y muchas veces nos quedamos acá, en el detalle del contenido de la ley. Pero parashat Mshpatim no es sólo un compendio preceptivo, es además un relato con una línea narrativa que nos aporta un mensaje por demás valioso.
Porque una vez enumeradas todas estas leyes la Torá nos cuenta:
Y Él (Dios) dijo a Moshé: Sube al Eterno, tú con Aarón, Nadav y Avihú, y setenta de los ancianos de Israel, y os prosternaréis desde lejos.
Y Moshé solo se llegará al Eterno, mas ellos no se llegarán, ni tampoco subirá el pueblo con él.
Y vino Moshé y refirió al pueblo todas las palabras del Eterno y todas sus leyes. Y respondió todo el pueblo a una voz y dijo: ¡Todo cuanto el Eterno ha dicho, haremos! Y Moshé escribió todas las palabras del Eterno, y se levantó muy de mañana y edificó un altar al pie del monte, y (levantó) doce columnas por las doce tribus de Israel. Y envió a los mozos (primogénitos) de los hijos de Israel, los cuales ofrecieron holocaustos y sacrificaron ofrendas de paces, de novillos, al Eterno. Y Moshé tomó la mitad de la sangre y la puso en tazones, y la otra mitad la roció sobre el altar. Y tomó el Libro de la Alianza y lo leyó en presencia del pueblo; y ellos respondieron: ¡Nosotros haremos todo cuanto ha dicho el Eterno, y escucharemos! (Shmot 24:1-7)
Desagreguemos qué está pasando en este momento:
Moshé recibe la instrucción de subir al monte, acompañado de su hermano y sus sobrinos, y los sabios que lo acompañan en el liderazgo del pueblo. Dios lo instruye y él transmite al pueblo las palabras de Dios con todos sus mandamientos. Allí el pueblo recibe- aún conmovidos por el impacto- y contesta de inmediato:
כָּל-הַדְּבָרִים אֲשֶׁר-דִּבֶּר יְהוָה, נַעֲשֶׂה.
“¡Todo cuanto el Eterno ha dicho, haremos!”
Pero después sucede algo que le da un giro completo a nuestra historia, hasta ahora construida alrededor de la oralidad y los portentos realizados por Dios: la escritura.
וַיִּכְתֹּב מֹשֶׁה, אֵת כָּל-דִּבְרֵי יְהוָה.
“Y Moshé escribió todas las palabras del Eterno”.
Aparece la ley escrita, la palabra pasible de ser heredada por aquellos que no participaron de la revelación presencial. Aparece un texto y con él, un tejido infinito que requiere del libro y de las voces que lo leen y lo viven.
El filósofo Walter Benjamin en Calle de sentido único, escribe:
“para elaborar una buena prosa es preciso subir tres escalones: el musical, en el que hay que componerla, el arquitectónico, en el que hay que construirla, y por fin el textil, en el que hay que tejerla”.
Moshé entrelaza los primeros hilos, las primeras lanas de este tapiz que constituye el vínculo que tenemos con la ley de la Torá. Primero se la escuchó y a partir de allí constituimos un pueblo. Desde entonces estamos tejiéndonos en sus sentidos.
Ya la primera generación comprendió el alcance de semejante obra y por eso respondieron una segunda vez:
וַיִּקַּח סֵפֶר הַבְּרִית, וַיִּקְרָא בְּאָזְנֵי הָעָם; וַיֹּאמְרוּ, כֹּל אֲשֶׁר-דִּבֶּר יְהוָה נַעֲשֶׂה וְנִשְׁמָע.
“Y tomó el Libro de la Alianza y lo leyó en presencia del pueblo; y ellos respondieron: ¡Todo cuanto ha dicho el Eterno haremos y escucharemos!”
Naasé venishmá- haremos y escucharemos.
Muchas traducciones eligen en lugar de “escucharemos”, “obedeceremos”. Sin embargo me gusta quedarme con la escucha, que es múltiple, personal, individualizada, no imponible. La escucha es la habilitación a recibir en nosotros el texto escrito de la ley, tamizarlo por las categorías de cada generación, y llevarlo a su mejor expresión.
Y cuando hablamos de pueblo y libro, no puedo resistir la tentación de volver a mi biblioteca y releer a Edmond Jabès, en “Del desierto al libro”. Les comparto un párrafo para que lo comentemos después:
“Es interesante señalar que los judíos siguen reivindicando la paternidad de Abraham, Isaac y Jacob y no la de Moisés, que no obstante, es el único en haber tenido un verdadero diálogo con Dios. ¿Qué anuncia Moisés descendiendo del Sinai? Que Dios es invisible y que Su palabra es el único vínculo con Él. La alianza con Dios, desde entonces, pasa obligatoriamente a través de esta Palabras. Responder a – y de – estas palabras es, a partir de ese momento, la seña de identidad judía. Moisés es efectivamente el intermediario, pero sólo eso. El judío se queda solo con el texto divino.”
Moshé nos asegura con su escritura nuestro protagonismo en esta Alianza, por generaciones. Nos lega un texto y una renuncia. La de él que no se lleva la experiencia de la revelación consigo y la comparte presencialmente con el pueblo de Israel, y eternamente a partir de la escritura con todas las generaciones que lo sucederán. La otra renuncia es la propia, la que cada uno de nosotros tiene que abrazar, que es aceptar la multivocidad de un texto que no tiene un solo significado, que nos exige escucha personal, que nos demanda no largarnos desenfrenadamente a la acción sin darnos ese espacio de encuentro con la palabra y sus sentidos. Pero que a su vez nos reclama no quedarnos quietos esperando que la Voz hable, porque eso no sucede si nosotros no nos hacemos cargo de nuestro lugar en esta conversación.
“Si una frase, un verso, sobreviven a la obra, – va a escribir Jabès – no es el autor quien les ha dado ese destino particular a expensas de otros, es el lector”.
Henos acá, todos lectores del libro escrito generosamente por Moshé para que escuchemos la palabra en cada época y en cada lugar y le demos el destino particular que corresponda.
La invitación es a la escucha. Al estudio. Al discernimiento. Y a la vida. Y esto, nadie podrá hacerlo por nosotros.
¡Shabat Shalom y Jodesh Tov!
Rabina Silvina Chemen