PARASHAT VAIERA. La fe de la libertad

En esta parashá será la última vez que Dios hable con Abraham.

Esa voz fundante de nuestra creencia, esa voz que fue escuchada y confiada por Abram cuando le dijo que se fuera de la casa de su padre, que inicie un nuevo capítulo en la historia de la humanidad, esa voz hoy deja de hablar. O quizás, ese ser, hoy deja de escuchar…

Las últimas palabras de Dios a Abraham fueron Toma a tu hijo, a tu único, a quien amas, a Itzjak y ofrécemelo como una Olá- un sacrificio en uno de los montes que te mostraré.

Nadie está preparado para semejante alocución.

Ha habido intentos de explicar y justificar esta escena.

La más renombrada es la del filósofo danés Soren Kierkegaard en “Temor y temblor”, en el que ante el aparente pedido de Dios de matar a su hijo Abraham no duda ni un solo instante y se lleva a Itzjak  al monte para quitarle la vida.

¿Y la conclusión? Es que la fe nos empuja a creer en lo absurdo y sólo si asumimos esta actitud, Dios nos concederá su gracia, como le sucedió a Abraham, al que el Todopoderoso detuvo su mano en el último momento para ofrecer en sacrificio a un carnero.

Si es así, entonces yo no soy una mujer de fe.

De esa fe.

De esa definición de fe.

De pueblo.

De historia.

De ideales.

No son livianos los comienzos que dicen de nosotros.

Y con este comienzo de cómo una generación de liga con la otra, nos tenemos que hacer cargo. En profundidad. Porque hablando de ellos, decimos de nosotros.

Y este quiebre aparece cuando todo estaba aparentemente resuelto. Abraham ya en la tierra que Dios prometió, con la paz con sus vecinos, con un hijo de su mujer amada, con su otro hijo Ishmael y su madre Hagar ya ubicados en otro lugar, con la paz dentro de la casa… ya llegó, de ese Lej Lejá eterno. Ya está. Y en este punto,  como de repente, aparece la desazón de este mandato. Y el silencio. Su silencio. Que tanto contrasta con la locuacidad con la que Abraham conversaba con Dios.

Vaiehi ajar hadvarim haele- y fue que después de estas cosas… que Dios probó a Abraham.. así comienza el capítulo 22 de Bereshit.

Después de estas cosas… entonces…

Quizás no fue tan de repente.

Quizás no lo sorprendió del todo

Después de estas cosas… que el texto no cuenta, pero que Abraham sabe… y quizás así se explique el silencio. Porque entiende qué es lo que está pasando. Aunque nosotros no.

El sabio medieval Ramban, Najmánides, hace un comentario interesante sobre esta prueba, después de “estas cosas”. Najmánides dice que la prueba es una prueba sobre la libertad humana.

«Si lo desea, actuará, si no lo desea, no actuará».

Extraña apreciación para un creyente medieval.

Si Abraham lo desea, cumplirá con lo que Dios le manda.

Si Abraham no lo desea, no lo hará.

¿Acaso, me pregunto, somos libres de aceptar un mandato divino?

Quiero pensar, entonces que como dice Aviva Zornberg en su libro “El murmullo profundo”, que “la prueba a la que Dios somete a Abraham es para llevar a esta libertad a su máxima expresión. Para que la libertad, potencialmente allí, se exprese en la realidad”.

El destinatario de la prueba es el probado- Abraham en este caso y no el probador- que sería Dios. Lo pone a prueba para que, siendo fervientemente creyente se anime a actuar de acuerdo con sus convicciones, con su intuición, para hacer realidad lo que podría de lo contrario permanecer sólo como una hipótesis.

Dios pone a prueba la libertad de Abraham, el deseo de Abraham, porque quizás lo que estamos inaugurando acá es que fe y deseo no son contrapuestos.

Se debe creer pero esto no significa que no se debe desear.

Quizás,  fe y elección no sean opuestos.

Quizás  la condición de la fe no es la sumisión.

Y que creencia en Dios y anulación del sujeto no tienen que ver con nuestra manera de concebir lo divino.

Al menos así necesito desandar una imagen de fe que con el tiempo se bastardeó, se manipuló y se operó y se opera para obtener otros fines que poco tienen que ver con lo trascendente.

La prueba es contundente. Ofrecer a un hijo en sacrificio. La prueba es, de hecho,  sobre el límite del dolor y nuestras elecciones. La prueba es sobre la fortaleza de defender lo que nos es valioso, ante cualquiera, aunque éste sea el mismo Dios.

Ante las injusticias, las preguntas sin respuestas, el dolor que sobreviene ante una enfermedad o una pérdida; las respuestas fáciles, que pretenden acallarnos la duda nos hacen un tremendo daño. Las simplificaciones y las justificaciones nos hieren profundamente a la hora de enfrentarnos a la complejidad de lo que nos pasa. La aceptación pasiva en nombre de cierto orden – con mayúsculas- nos anula toda nuestra autonomía.

¿Qué hacemos con esta historia, que está estratégicamente ubicada en los albores de la fe que decimos tener?

Y vuelvo.

La prueba no la necesita Dios.

La prueba la necesita el primer creyente y sucesivamente todos nosotros.

Estamos ligados pero no como creyó Itzjak, atados a los leños de un dogmatismo que sólo nos inmoviliza.

Estamos ligados a la responsabilidad de deshacernos de esas tiras de cuero para ejercer nuestra fe con libertad. Una fe que nos nutra, nos alimente, nos conmueva, nos desafíe el deseo de encontrar sentidos profundos al derrotero de la vida, la vida de todos que está llena de satisfacciones como de decepciones y desesperaciones.

Lo mejor que pudo haberle pasado a la atadura de Itzjak fue su desatadura. En ese gesto, comenzó la continuidad de nuestro pueblo.

Y seguimos siendo probados  cada vez que tenemos hijos, cada vez que enseñamos a los más chicos… cuánto los inmovilizamos ante supuestos que van cercenando la libertad, en nombre de la tradición, la fe o la costumbre, o cuánto nos ocupamos, como le dijo el ángel a Abraham, de levantar la vista, de mirar más allá de nuestras concepciones o de lo que otros nos quieren convencer, y los desatamos de los leños que les consumen la capacidad de mirar con ojos propios, de elegir inspirados por nosotros, su propio camino.

Ésta es la última vez que Dios habla con Abraham.

Quizás el mismo Dios entendió que era tiempo de decirle a Abraham que lo que se espera de él, a partir de ahora, es su propia palabra. Y su propia decisión. En libertad.

Somos parte de una fe que reconoce las voces de sus creyentes. Que no conmina al silencio y a la obediencia, sino que invita al deseo, a la construcción y la interpretación.

Y sí, siempre estamos a prueba, la prueba de la vida misma. Y la enseñanza es la de levantar la vista y no sostener a nada ni a nadie por la fuerza.

La libertad es la prueba y el mandato. Desde Itzjak hasta nuestros días.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen