En tiempos en los que vivimos, un culto a la individualidad, el hedonismo, la inmediatez y la felicidad materialista…; cuando los procesos son temas de otra época porque estamos en la cultura del «just do it» sin importar lo que dejamos alrededor, lo que perdemos de vista, lo que dañamos o descuidamos… y estamos tentados de leer la realidad desde una sola perspectiva, sin matices ni complejidades… En un momento del mundo en el que para muchos, lo que queremos no puede postergarse, y no importa el merecimiento sino la pura satisfacción…; Y nos preocupamos tanto por las formas, que creemos que son el contenido…; y el otro está sólo para proveernos de lo que nuestro ego necesita… la historia de Parashat Toldot no se nos presenta tan ajena.
El drama de estos dos hermanos nos resuena en nuestras conductas, nos sacude nuestro modo de pensar y nos refleja en un espejo- que a veces no queremos ni mirar- porque denuncia cómo hemos caído en esta «vorágine voraz».
Alguna vez los ideales “revolucionarios” de la igualdad, la libertad y la fraternidad fueron un bastión que le dio a la humanidad una esperanza renovada.
Tres dimensiones que se construyen una a la otra: Si vamos a defender la igualdad entre las personas, tendremos que responsabilizarnos por la libertad de cada uno sin excepción: libres e iguales, nos hacemos hermanos.
Todo el drama fraterno de la Torá tiene que ver con esto. Al no comprender la igualdad, se coarta la libertad y la hermandad se destroza.
Y en nuestra parashá en particular, coexisten dos escenas que a la distancia nos espantan pero que al tenerlas cerca, las naturalizamos, cobijándonos bajo el mote de «es así hoy nuestra cultura».
En el capítulo 25 de Bereshit se relata que en cierta oportunidad Esav vuelve famélico de la caza, Iaakov se encontraba cocinando lentejas y en un sagaz intercambio Iaakov consigue «permutar» los derechos de la primogenitura de Esav a cambio de un plato de lentejas.
Ambos son hijos de la misma pareja de padres, es más, son mellizos. Por orden de nacimiento Esav ocupaba el lugar del mayor y Iaakov del menor. La vida transcurría aparentemente equilibrada para los hermanos: el mayor era amado por su padre: proveía el alimento a la casa, se arriesgaba físicamente, tenía con qué hacerlos y el padre se identificaba con este hijo.
Iaakov, aparentemente, también tenía una vida ordenada: amado por su madre, permanecía en su casa, haciendo las tareas del hogar. Su madre lo amaba más a él; con quien compartía el día, sus labores y conversaciones.
Cada uno tenía su rol. Su lugar y- aunque no nos resuene hoy en día como algo regular- cada uno tenía su progenitor de preferencia.
Ambos hermanos. Los dos distintos en todo sentido. Cada uno con sus funciones, sus capacidades, sus fortalezas.
No es suficiente.
Iaakov no tolera ser sólo la mitad de la historia. Quiere todo para él.
No importa el orden social de aquel tiempo. No importa siquiera la ley del padre. No importa y no sabemos, si lo quiere a su hermano. La avidez es más fuerte. El individualismo ciego le gana la partida. Cualquier cosa con tal de borrar a su hermano. A su otro. Y sin mediar conversación aparente, le arrebata la primogenitura en un momento de debilidad y necesidad. Quiero esto- lo tengo. Y ya.
Entonces fue así. Y no sólo eso. Sino que en el capítulo 27 Rivka, la madre de ambos, ayuda a Iaakov para que éste tomara la bendición por parte de su padre- ya viejo y ciego, y se quede con la herencia material y espiritual, aquella que le correspondería a su hermano Esav.
Su método aparece vil, desde esta perspectiva histórica: se viste de quien no es; aparenta la rudeza que no tiene, y así disfrazado de otro, roba… una bendición…
Un gran robo. No es una piel de oveja, no es una manta tejida… roba la palabra, el legado, roba el lugar que le correspondía a otro en esta saga…
Y en este acto egoísta, pierde la libertad de volver a ser quien era, de volver a habitar su tienda, compartir la vida y las enseñanzas de su madre, de ser amado por su padre, de tener un vínculo con su hermano. Pierde la libertad de habitar el lugar que quisiera. Debe salir al exilio.
Porque cualquier decisión que provoque desigualdad, y corrompa el respeto por el hermano, nos arroja al exilio. Un lugar en el que siempre seremos extranjeros, los otros nunca reconocidos: una extranjería que comenzó cuando él se hizo extraño ante su padre, y se hizo otro, creyendo que así- sin reparos de conciencia- podría conseguir inmediatamente lo que él creía que era su lugar en la historia.
Cuando el hermano pasa a ser el enemigo. El resultado es el exilio.
Cuando necesitamos destruir lo que tenemos delante porque hemos decidido que nos amenaza, en lugar de ocuparnos de construir legítimamente quienes queremos ser y qué lugar queremos ocupar. El resultado es el exilio.
Entonces fue así. ¿Y ahora?
Shabat Shalom.
Rabina Silvina Chemen