PARASHAT SHEMINÍ: Fallar como líderes

Tras una profusión de reglas dietéticas, nuestra parashá vuelve a hacer énfasis en el propósito fundamental del judaísmo: «Porque Yo soy el Señor, vuestro Dios; por lo mismo os santificaréis, y seréis santos, porque Yo soy santo» (Lev. 11:44). Una profunda comprensión de la santidad es la clave para la salvación en este mundo. Para vivir con sabiduría es necesario el auto-control. No existe la creación sin la contracción. Para crecer primero debemos enrollarnos. El régimen del judaísmo nos ayuda a mantener el objetivo final siempre a la vista, a tomar decisiones saludables y a prevenir el entumecimiento de nuestra sensibilidad espiritual. Las transgresiones erosionan nuestra vida interior, mientras que el hacer mitzvot nos llena de una infusión de santidad. En palabras de los Rabinos: «Si nos embarcamos en la santificación de nuestras vidas en la tierra, seremos santificados ampliamente desde el cielo» (Talmud Ioma 39a).

Puesto que esta visión de vida es difícil para la mayoría de nosotros, y nos aproximamos, aunque sea al menos parcialmente, el liderazgo religioso en el judaísmo conlleva una carga especial. Sus calificaciones están definidas por lo ideal más que por lo real. Como puente entre lo humano y lo divino, los líderes religiosos sirven como ejemplares simbólicos (término de Jack H. Bloom), la encarnación de lo mejor a que puede aspirar el judaísmo. El libro de Proverbios celebra a los justos como «cimientos del mundo», a salvo del torbellino que hace caer a los malvados (10:25). Jugando con el hebreo de esa frase (yesod olam), el Talmud afirma que hasta una única persona justa puede sustentar el mundo (Talmud, Ioma 38b). O sea, la piedad exhibida por una sola vida tiene el poder de tocar muchas vidas, de verdaderamente mejorar la condición humana.

Lo que me ha hecho reflexionar sobre la naturaleza del liderazgo religioso es un fragmento narrativo enclavado en mitad de nuestra parashá. Ahí encontramos la consagración de Aarón y sus cuatro hijos como custodios del Tabernáculo, oscurecida por la calamitosa muerte de dos de ellos. Nadav y Avihu, por iniciativa propia, sin Dios habérselos ordenado, «ofrecieron ante la presencia del Señor un fuego extraño» (Lev. 10:1), acto impulsivo que les provocó de inmediato la muerte. La proximidad a lo sagrado no tolera ningún desvío. El hecho de desechar su calidad de numen, puede causar estragos. Con mayor responsabilidad llegó la necesidad de un grado más alto de pundonor.

Así es, al menos, como elijo entender las palabras de consuelo de Moisés a Aarón ante su desolación: «Esto es lo que el Señor quiso decir cuando dijo: ‘A través de aquellos cercanos a Mí Me santificaré, y ante todos los pueblos Me glorificaré’» (según la traducción de Jacob Milgrom). Los rabinos interpretaron que Moisés hacía referencia a Éxodo 29:43, donde Dios pareciera haber aludido, en forma poco clara, a una santificación del Tabernáculo mediante la muerte de aquellos más cercanos a Él (Talmud, Zevajim 115b). Dios consideraba a Nadav y a Avihu más piadosos aún que Moisés y Aarón. Su muerte hizo la reverencia a Dios todavía más manifiesta. Para preservar la fuerza consoladora de las palabras de Moisés, los rabinos estiraron aún más el significado del texto bíblico. Por mi parte prefiero leer las palabras de Moisés como una reprimenda. Nadav y Avihu fallaron a la hora de probarse como líderes religiosos. Aquellos que sirven a Dios deben ser modelos de piedad. Su comportamiento es el que santifica el nombre de Dios ante un rebaño descarriado, aunque bien intencionado. El silencio de Aarón deja adivinar la amargura del reproche.

Moisés y Aarón serían juzgados eventualmente con el mismo exigente patrón. Cuando Moisés, exasperado, no logró cumplir la orden de Dios de extraer agua de la roca al hablarle, Dios lo privó, a él y a Aarón, de ver coronado el fruto de sus esfuerzos. Alguien más llevaría a los israelitas hasta la tierra prometida a sus ancestros. Mientras que a la mayoría de nosotros se nos perdonaría rápidamente una infracción cometida bajo el impulso del enojo, no así a los ejemplares simbólicos de la voluntad de Dios. Ni es este un caso aislado en las páginas de la Biblia. En todos los casos, Dios exige de sus líderes religiosos un estándar más elevado de rigor y fidelidad moral, incitando a los rabinos a hacer la observación de que Dios no le permite a los justos el más mínimo extravío (Talmud, Ievamot 121b). En este mismo espíritu de exigencia, los rabinos insistieron en que cuando los malvados finalmente reciben su merecido, el desastre consumirá primero a los justos por haber fallado en revertir la caída moral general (BT Bava Kama 60a). ¡Trabajar para el Señor tiene su precio!

El liderazgo religioso constituye una isla de calma en un mar turbulento, un faro de luz para los descarriados. Para los rabinos cualquier otra cosa es un acto de sacrilegio. La Torá ordena que cada comunidad debe tener sus funcionarios judiciales: «Jueces y magistrados pondrás para ti en todas tus ciudades que el Señor, tu Dios, te da, en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio» (Deut. 16:18). Unos pocos versículos después se nos previene: «No plantarás para ti de ninguna clase de árbol junto al altar del Señor, tu Dios…» (16:21). Los dos versos parecieran no tener ninguna relación, pero por estar tan cerca uno del otro los rabinos sacaron en conclusión un profundo propósito: «Que quienquiera imponga un juez indigno a una comunidad es culpable de erigir un objeto de idolatría en el medio de Israel» (Talmud, Sanedrín 7b). Claridad y no confusión, constancia y no arbitrariedad, respeto y no desprecio por sí mismo, es lo que debe emanar de aquellos que han asumido la responsabilidad de elevar al pueblo judío a «un reino de sacerdotes y una nación santa».