Uno ha transitado hasta acá los vericuetos del liderazgo de Moshé, quien tuvo que guiar a un pueblo aún antes de constituirse en tal, con todas las vicisitudes de la salida de la esclavitud hasta los 40 años de travesía por el desierto.
Enfrentó momentos agudos, la presencia del Eterno delante de él, la traición, el dolor, la fe, la falta de fe…
No hay dudas. Moshé fue un líder inigualable, por la magnitud de su obra y por la hondura de su ser.
Ahora hay que pensar en su sucesor.
Y dicha pregunta aparece justamente en esta parashá, junto con la trágica histórica desencadenada por Pinjás, un sacerdote extremista que resuelve con un asesinato una acción prohibida entre un hombre del pueblo de Israel y una mujer midianita.
Allí donde hay un atisbo de torcer el valor del liderazgo hacia el fundamentalismo, aparece la pregunta sobre quién es merecedor de la sucesión del rol de Moshé.
La lógica hubiera sido alguno de sus hijos, de los que poco se ocupa el texto bíblico.
La parashá insinúa que quizás los seguidores más legítimos podrían haber sido los cohanim, los que estaba encargados del culto, de la intermediación entre el pueblo y al divinidad. Pero veremos que no será así.
Moshé sube al monte Abarim para contemplar la tierra de Israel, por orden de Dios y en ese lugar se le anuncia que está cercano a morir.
Moshé, preocupado por su pueblo y por quién continuaría su obra, consulta por la identidad de su sucesor en la jefatura del pueblo.
Quien Dios elige para continuar el legado de Moshé, la estela que él dibujó en nuestra historia y que alguien debería continuar es Iehoshúa Bin Nun.
Moshé deberá posar sus manos sobre su cabeza, para simbolizar el paso de poder.
Está escrito en la Torá: “Que el Señor, Dios de los espíritus de toda carne, ponga al frente de la congregación un hombre que salga y entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Dios no sea como ovejas que no tienen pastor.” Bemidbar 27:16,17
No es la sucesión por la sangre.
No es la sucesión por la fuerza.
Es la sucesión por la capacidad de ser un pastor, que acompaña los derroteros de su manada, que los defiende de los acechos, que los lleva a lugar para alimentarse, quien tiene el tiempo para cada uno.
Así era Iehoshúa. Quizás no era el más valeroso, el más reconocido políticamente, el más osado o el más sabio.
Era una persona que podía pastorear en su liderazgo a un pueblo que entraría a una tierra propia pero que ellos desconocían.
“La cara de Moshé era como la cara del sol, mientras que la cara de Iehoshúa era como la cara de la luna” Talmud; Baba Batra 75ª
¿Y por qué dice esto el Talmud? Porque la característica de Iehoshúa fue estar día y noche al lado de su maestro. Y esto quizás nos enseñe que a veces los liderazgos más constructivos y transformadores sean los que se ejercen en el día a día, en las situaciones cotidianas de la vida en donde hay que estar atentos a las necesidades de los demás por sobre la propias, como fue el caso del sacerdote Pinjás.
La virtud de Iehoshúa fue su valor en la cotidianeidad. Si no hubiera sido elegido por Dios quizás no nos hubiéramos percatados de su existencia. Pero qué importa. Al fin y al cabo héroes anónimos que se ocupan de sus prójimos no necesitan figurar en las páginas de los libros de historia y ahora en los diarios o las redes sociales.
Somos llamados a ser sucesores de Moshé.
En su grandeza.
En su visión.
En su compromiso por redimir a un grupo de personas de su opresión y su obstinación.
Y somos llamados a reflexionar acerca de la elección de Iehoshúa. Su brillo no le era dado por el metal de sus vestiduras sino por la altura de su humanidad. Su liderazgo no consiguió adhesiones por la fuerza sino por la humildad de su gestión como pastor de su rebaño.
Moshé ya podría descansar en paz.
Había encontrado quien continúa su camino.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen