Comenzamos un nuevo libro; Bemidbar. Y naturalmente se produce una sensación de alivio por haber culminado las asperezas que el libro anterior Vaikrá nos deparó.
Estamos ahora en camino. Hacia la tierra de la promesa.
Pero entre Mitzraim y la promesa, está el midbar, el desierto. Y aquí deberemos pasar una temporada de cambios y desafíos.
Es más, uno suele traducir Bemidbar, como “en el desierto”. Pero a decir verdad, eso sería cierto si el libro se llamara Bamidbar; una palabra compuesta por: “be”- en, “ha”-el, “midbar”- desierto. Mientras que nuestro libro comienza con la palabra “Bemidbar”- que literalmente es “en desierto”. Como si “desierto” fuera un estado de ánimo, una situación existencial mucho más que una referencia geográfica.
También cuando explicamos Mitzraim- Egipto, hablamos de cómo está construida esta palabra, por lo que más que denotar un imperio, el egipcio, habla de angosturas- “metzarím”, de dolores- “tzarot”. Así estábamos. Oprimidos, asfixiados, muertos de miedo, torturados.
Y nos liberan para ir a una tierra “zavat jalav udbash”, que “mana leche y miel”.
Pero este libro, desde el comienzo nos enseña a mirar la redención como un proceso. No es un estado utópico. No es una tierra que alcanzamos por milagro divino. A la leche y a la miel, símbolo de una fluidez de vida, suave y grata le antecede un trabajo con lo pasado de la historia y con el proceso imprescindible que transitar para lograr la meta y me atrevería a decir también: para merecerla.
Cito a Walter Benjamin, uno de los pensadores que más maravillosamente define la redención:
“Nada de lo que haya acontecido se ha de dar para la historia por perdido. Por supuesto que sólo a la humanidad redimida le incumbe enteramente su pasado. Cosa que significa que sólo para esa humanidad redimida se ha hecho convocable su pasado en todos y cada uno de sus momentos. “
La humanidad redimida, el pueblo redimido, un ser humano redimido es convocado por su pasado en cada momento. Por eso en cada instante de celebración y santidad recordamos “zejer liitziat Mitzraim”, en recuerdo de la salida de Egipto. Porque no hay tierra u horizonte al que se llegue negando el pasado, desconectándonos de él, pretendiendo que lo que nos pasó no tiene ninguna huella en nosotros.
Ni los dolores, ni los errores quedan atrás. Son parte de nuestro patrimonio y son ellos los que seguirán estando presentes, cuando “estemos a salvo”, me atrevería a decir que sólo a partir de integrarlos a nuestro presente, es que conseguiremos la salvación- la tierra que mane leche y miel.
Pero entre la amargura y la dulzura hay un trayecto obligatorio que cruzar: el desierto; esa etapa de vaciedad imprescindible para reconocer el rumbo, asimilar aprendizajes y tomar decisiones. Nadie podrá hacerlo por nosotros. Es imperativo pasar por él.
La redención, lejos de ser un acto mágico que llegará algún día por obra de algo o alguien más allá de nosotros, es la otra orilla del desierto; es la conclusión de una apuesta, es la recompensa por el coraje de enfrentarnos a nosotros mismos, sin bordes y sin garantías.
Si no, nos pasará lo que le sucedió al pueblo de Israel (texto que leeremos más adelante) cuando le reclama a Moshé sobre la hostilidad del desierto y le dicen:
“¿No es suficiente que nos hayas sacado de una tierra que mana leche y miel para que muramos en el desierto, sino que también quieras enseñorearte sobre nosotros?” (Bemidbar 16:13)
Cuando no hay elaboración en estado de desierto, es probable que el pasado, aún doloroso se transforme en un ideal y que perdamos el rumbo, porque no nos animamos a descubrir la senda.
A veces quedamos atados a nuestras frustraciones y luchas de tal modo que el horizonte es una meta inalcanzable. Nos ahogamos en un pensamiento dual que no nos permite ver que para unir dos extremos necesitamos reconocer la línea que los traza: ése es el desierto.
Las historias de esta parashá y de las que seguirán son parte de ese proceso, muchas veces resistido.
Exigimos resultados inmediatos.
No sabemos desapegarnos de lo que nos hace daño.
La tierra que mana leche y miel está allí, después del desierto.
Lo que nos queda es caminarlo.
Para reencontrarnos.
Allí en el desierto aparecerán las bellezas y las miserias, las dudas y las certezas. Allí escucharemos la voz de Dios y aprenderemos a ser pueblo. No hubiera habido mejor lugar que el desierto para escuchar la voz divina: allí donde no hay nada y hay posibilidad de todo.
Hoy no sólo el pueblo de Israel en su lectura está atravesando un desierto de incertezas, sino toda la humanidad.
Y estamos en el medio de la travesía con una gran oportunidad y un enorme riesgo. La oportunidad es llegar a una tierra que mane leche y miel, es decir, que pueda fructificar, producir, alimentarnos pero que a su vez nosotros aprendamos a no destrozarla nuevamente. La oportunidad de volver a nuestros vínculos amados, a nuestros desarrollos profesionales, a nuestros espacios de ocio. La oportunidad de encontrar una vacuna que nos proteja y podamos salir sin miedo, sin ocultar nuestras sonrisas.
Se avizoran muchas oportunidades: la posibilidad de un orden económico que revise a quiénes protege, sistemas políticos que equilibren el bienestar de la gente y los desarrollos económico, sistemas educativos con oportunidades más justas… estamos todos aprendiendo y confío que los cambios serán de crecimiento y mejoramiento de las condiciones de vida y del planeta.
El riesgo es la desmemoria. La falta de conectarnos con lo que causó que hoy estemos así. Y que creamos que la tierra que mana leche y miel depende de otros – escondidos en estadísticas – y no de cada uno de nosotros.
El riesgo es creer que volveremos a lo mismo que nos trajo hasta acá.
El riesgo es que dejen de importarnos los números de enfermos o muertos, porque no son de nuestro entorno.
Estamos “en desierto”, en estado anímico, físico, de desierto con todo por delante. O nada por delante.
Depende de cómo, en este tiempo, volvamos a educar nuestra mirada.
Shabat Shalóm,
Rabina Silvina Chemen.