Tendemos a pensar en el Tabernáculo como un espacio intimidante, un bastión de jerarquía y exclusividad. Gobernado por sacerdotes nacidos para servir como tales, y gravado con un tumulto de reglas, no era de fácil acceso para los israelitas comunes. Su santidad militaba en contra de cualquier espontaneidad o alejamiento de la norma. Y sin embargo, su construcción exhibió un impulso profundamente popular.
El material para la construcción de la institución se recogió basándose en regalos dados voluntariamente por todas las gamas de la población israelita. Se puede concebir, entonces, que si los israelitas se hubieran negado a contribuir, el santuario, símbolo de la presencia de Dios en el campamento, nunca hubiera existido. Lo que me llama la atención es la ausencia absoluta de coerción. Dios no hizo que Moisés exigiera un impuesto especial, sino que simplemente le hizo pedir contribuciones individuales: “Habla a los hijos de Israel para que Me traigan una ofrenda: de todo hombre cuyo corazón le mueva, tomaréis ofrenda para Mí” (Éxodo 25:2).
Y realmente trajeron ofrendas, con tanta exuberancia y desprendimiento que los encargados del proyecto le rogaron a Moisés detener la campaña: “El pueblo trae más de lo necesario para el desempeño de la obra que el Señor ha mandado hacer” (Éxodo 36:5). El diseño del Tabernáculo vino de lo alto, pero los materiales para hacerlo vinieron de abajo, ofrecidos libremente, sin rastro de apremio. La creación del espacio sagrado requirió del consentimiento de aquellos a quienes les serviría. La santidad no se puede fabricar ni imponer frente a la disensión masiva. La clave para traer a Dios al centro de una comunidad de fieles es el compromiso personal de cada uno de sus miembros.
Rabí Tarfón, quien siendo un niño alcanzó a ser testigo del culto del sacrificio en el Segundo Templo, enseñó la importancia de esta percepción en una sensible lectura de nuestro pasaje: “El trabajo ha de celebrarse, Dios no expondría Su presencia sobre Israel hasta tanto no hubieron trabajado, tal como dicen las Escrituras: ‘Y Me harán un santuario, y Yo habitaré en medio de ellos’ (Éxodo 25:8)”. En otras palabras: “Lo que fácil llega, fácil se va.” Lo que nos llueve del cielo sin esfuerzo pierde rápidamente su significado. Aunque los milagros abundaron en el desierto, el Tabernáculo no se construyó por mandato divino. La participación profunda de todos los israelitas en su construcción, como donantes y como artesanos, no solo expresó su consentimiento al principio sino que también reforzó su compromiso al final. El trabajo crea valor.
En el mismo tenor, Rabí Simeón ben Eleazar, dos generaciones después, observó que ni siquiera a Adán se le permitió comer nada del nuevo mundo de Dios hasta que no lo hubo mejorado con su propia labor. De nuevo, la percepción fluye a partir de una lectura cuidadosa del texto. La secuencia de la narración va derecha al grano. Primero, “Y tomó el Señor Dios al hombre, y lo puso en el Jardín del Edén, para que lo labrase y lo guardase.” Y solo después las Escrituras prosiguen su relato: “Y el Señor Dios mandó al hombre, diciendo: ‘De todo árbol del jardín podrás libremente comer’” (Génesis 2:15-16). O sea que, para apreciar algo en su totalidad, debemos trabajar por ello. Nuestro destino es completar el trabajo de la creación, convertir el trigo en pan o las uvas en vino, no porque Dios sea limitado sino porque nosotros los humanos lo somos. Tenemos demasiada propensión a menospreciar y descartar aquello que no hemos logrado con el sudor de nuestra frente. (Ambos midrashim aparecen en Avot deRabí Natan, edición Schechter, 44-45.)
Otro midrash sobre nuestra parashá alaba las virtudes de la participación. La primera dependencia del Tabernáculo en construirse fue el Arca, donde se guardarían las tablas de los Diez Mandamientos y se hospedaría la presencia de Dios. A diferencia de las instrucciones dadas para todas las demás dependencias, que le fueron dirigidas únicamente a Moisés en la segunda persona singular, las instrucciones para el Arca iban dirigidas a todo el pueblo, y por lo tanto emitidas en tercera persona plural (el imperativo plural): “Harán, pues, un arca de madera de acacia” (Éxodo 25:10). Aquí, como a menudo sucede, una pequeña anomalía nos lleva a una idea grande. Un maestro palestino posterior, Rabí Yehudá bar Shalom, profundizó en el significado de la diferencia. En contraste con la mesa (25:23) y el altar (27:1), que simbolizaban la monarquía (la riqueza y el poder de la realeza) y el sacerdocio, respectivamente, el arca, con su palabra divina encarnada, simbolizaba la extensión completa de la Torá. De aquí que Dios le dijera a Moisés: “Deja que todos vengan a participar en la elaboración del arca, para que todos puedan algún día merecer la corona de la Torá” (Shmot Rabá, 34:2).
Mientras que la monarquía y el sacerdocio estaban restringidos por la descendencia, la Torá definitivamente no lo estaba. Ella les daba la bienvenida a todos aquellos que se sintieran impulsados a abrazarla. Con la pérdida de la soberanía política y la destrucción del Templo, la centralidad de la Torá transformó al judaísmo en una meritocracia espiritual. Pero la apropiación requiere de iniciativa, compromiso y persistencia. La participación en la vida de la Torá es lo que convierte la propiedad o derecho en salvación. Y por extensión, apoyar las instituciones comunitarias judías que emanan de ella a través de ejemplos repetidos de auto sacrificio, también asegura una de sus inimitables bendiciones.