Estamos transitando la festividad de Sukot. Las emociones se contraponen. Tiempo de nuestra alegría – zman simjatenu, como se la llama, es un imperativo a la alegría que nos cuesta ubicar en este entramado de procesos de dolor, amargura, confusión, duelos, incertidumbres y preguntas por un futuro que no se lo ve con claridad.
“Vivirán en Sukot durante siete días. Todo israelita nacido en Israel vivirá en Sukot, para que sus descendientes sepan que yo hice que los israelitas vivieran en Sukot cuando los saqué de Egipto. Yo soy el Señor su Dios”. Vaikrá- Levítico 23:42-43
Acá podríamos, simplemente desde la literalidad, comprender que el precepto de cumplir con esta festividad es retornar simbólicamente, a esa sensación de fragilidad y vulnerabilidad con la que vivieron nuestros antepasados en el trayecto de la esclavitud a la tierra de la promesa, el camino entre la oscuridad a la luz; viviendas, que no son seguras, precarias, temporales, pero que al menos consiguieron frenar un poco el abrasador sol del desierto o el frío penetrante de la noche. Hoy sabemos que, al soportar esta transición, se llegó a la tierra, a la firme tierra, a las viviendas permanentes y a una vida en libertad.
Si pensamos un poco más allá, Sukot se inscribe en las tres fiestas de peregrinación. Las tres- indican nuestros sabios-, representan milagros. Pésaj, el milagro de la libertad. Shavuot, el milagro de la revelación y la Ley y Sukot; ¿qué milagro narra? El milagro del amor, del cuidado de Dios en la hostilidad. Y sí. En tiempos en los que el odio parece ser moneda corriente, somos invitados a celebrar el milagro de no dejar de sentir y dar amor, a través de nuestro alojo dentro de las sukot, de propiciar espacios de encuentro, con los nuestros, con amigos y con la naturaleza. En tiempos de explotación, el milagro de sabernos parte de la creación, y por tanto con la posibilidad de disfrutar y la responsabilidad de cuidar a nuestros “socios” de la creación.
Por un lado, la celebración de un capítulo transicional de nuestra historia. Por otro, el milagro de amar y ser amados. Y agrego una tercera lectura, gracias a la pluma y al espíritu del rabino Jonathan Sacks, de bendita memoria:
“Sukot se convierte en una metáfora de la condición judía no sólo durante los cuarenta años en el desierto, sino también durante los casi 2.000 años que pasaron en el exilio y la dispersión. Durante siglos, los judíos vivieron sin saber si el lugar en el que vivían resultaría ser una mera morada temporal. Por poner un solo ejemplo, los judíos fueron expulsados de Inglaterra en 1290 y durante los dos siglos siguientes de casi todos los países de Europa, culminando con la expulsión española en 1492 y la portuguesa en 1497. Vivían en un estado de inseguridad permanente. Sukot es la fiesta de la inseguridad.”
Duele esta mirada, aunque tan cierta. No fueron chozas, sino que fueron 2000 años de deambular los desiertos de la intolerancia y la ajenidad por los que transitamos como pueblo con todos nuestros petates y nuestras vicisitudes a cuestas.
Sin embargo, el libro místico Zohar, cuando habla de sentarse en la suká lo dice de este modo: sentarse betzila de-mehemnuta, “bajo la sombra de la fe” (Zohar, Emor, 103a).
Pareciera ser contradictorio, ¿verdad? Una suká representa el estado frágil de nuestro pueblo al mismo tiempo que es el símbolo de la fe; “la sombra de la fe”.
Tan hermoso como enigmático es este mandato de construir sukot. Nos enfrenta a nuestro dolor histórico, de exilio, de expulsiones, de odios y guerra que destruyen casas, y vidas y almas, mientras que al mismo tiempo nos conecta con esa fe que hace que cada año, cinco días después de Kipur, estemos nuevamente buscando un lugar donde asentar esa choza, porque somos un pueblo de fe.
Volveremos a bailar, dijeron los sobrevivientes de la tragedia en Nova.
Y nosotros, desde cada desierto “incierto”, decimos: -volveremos a levantar casas que alojen el amor, la historia, la vida y la alegría.
Hoy nuestras chozas serán un desafío; el desafío de seguir sintiendo que la fe ofrece un descanso para imaginar, como tantas veces, que volveremos a construir espacios que no vulneren los valores más esenciales de nuestro ser y que, a pesar de todo, resistimos celebrando la alegría, como sea, a girones, con los ojos cansados de esperar eso que no llega, con las sillas esperando a que vuelvan los que tienen que volver, con las almas unidas a quienes fueron arrojados de sus casas seguras y viven, como pueden, desplazados. Llegaremos nuevamente a la promesa en la que todos, sin excepción, se sientan seguros y que las únicas luces que se vean entre las ramas del techo sean las estrellas de noche y los rayos de sol de día.
Así lo describió en un poema llamado Un Salmo para Sukot la escritora Martha Hurwitz:
“Levanto los ojos y miro entre las ramas
Las estrellas están ahí, pero no las puedo ver.
Hay demasiada luz en los horizontes creados por el hombre,
Lámparas encendidas en vano para disipar una profunda oscuridad.
El aroma del etrog es cítrico, tan picante.
El lulav. Sus hojas son frágiles y están empezando a desmoronarse.
Los sacudo en todas direcciones, digo oraciones tradicionales,
pero mi corazón todavía se pregunta: ¿Estás realmente ahí?
Oigo ecos de días lejanos, mucho antes de que
nuestros antepasados dependieran solo de ti.
Susurros de esperanza y oraciones por buenas cosechas,
danzando en la noche para apaciguar a los dioses enojados.
Este año me cuesta elegir a quién invitar
a entrar en mi suká. Siéntate conmigo un rato.
Solo puedo pensar en quiénes nunca invitaría,
o quiénes no podrán venir de todos modos porque se han ido.
Perdóname este año por esforzarme en recordar
que, incluso en la oscuridad, tu luz sigue estando aquí.
Por traer cosas tan frágiles a mi suká
y pisotearlas desafiando la esperanza.
Tú eres mi esperanza, no te he olvidado.
Sólo la mía está debilitada y frágil.
Enséñame palabras nuevas para que pueda ser, oh, tan alegre,
y compartir todas mis cosechas en paz y con canciones.”
Ufros aleinu sukat shlomeja – extiende sobre nosotros, sobre todos nosotros, una suká de paz.
Rabina Silvina Chemen