Iom Hazikarón nos trae el recuerdo a los soldados caídos

«Entonces me dijo: Hijo del hombre, estos huesos son toda la casa de Israel, ellos dicen: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, ¡todo ha acabado para nosotros! Por eso, profetiza y les dirás: Así dice el Señor H’: Voy a abrir vuestras tumbas; les haré salir de sus sepulcros, pueblo mío, y les llevaré al suelo de Israel”. Ezequiel 37: 11-12
La muerte de un ser querido y amado, caído en la lucha por la defensa, construcción y subsistencia del hermano, del padre, del hijo, del vecino, de tantos conocidos y desconocidos, cae sin aviso. De pronto se oye el timbre y adentro de los muros, e, inadvertida, cambia la vida. No es necesario ver al oficial que viene con el anuncio. Ya se supo antes. Ya se percibió. Como por telepatía. Algunas madres lo sienten en su entrañas, en su rejem – que en hebreo es también raíz de misericordia. Como algo esperado y negado. Imposible pero real. Muerte que se produce en el mejor momento de la vida, y penetra los muros, y se filtra en cada rincón, dejando el dolor a madre, a padre, sin distinguir, a hermano, a hermana, a hijo o a hija. A veces, a abuelo y a abuela. Deja a madre sola aunque tenga muchos hijos. Solo a padre. Molido al hermano. Exhausta a hermana. Dolida la novia y la amiga, y la tía, y la esposa, y la hija, y la vecina. Sin respuestas. Sin preguntas. En la oscuridad. Llevándose la alegría de la vida. Sin día y sin noche. Cambia la cuenta del tiempo. Altera el espacio. “Ni lluvia ni rocío regarán los campos de perfidia”, dice el poeta bíblico.

Iom Hazikarón

Padres sepultan hijos. Rompiendo el equilibrio de la naturaleza.

No hay en el judaísmo ni en la cultura israelí de nuestros días, oda a la muerte, ni héroes porque que matan al otro. El culto a la muerte se ha vuelto común también en nuestros días en otras civilizaciones pero no entre nosotros.

Pocos días después de Iom Hashoá, cuando las lágrimas no se terminaron de secar, y el corazón sigue doliente por cada uno de los niños, niñas, ancianos y ancianas, per- sonas comunes y sabios de nuestro pueblo que fueran asesinados por la bestia nazi, nos volvemos a enfrentar con el duelo y el dolor, con el recuerdo y la memoria. Dos duelos diferentes, unidos por unos pocos días del destino común como nación. No puede ser casual que las fechas sean tan cercanas aunque nadie pensó en ellas cuando se fijaron. Ambas tienen que ver con nuestro destino común. Ambas presentan realidades sucedidas hace tan poco tiempo que no podemos verlas aún como parte de la Historia. Son nada más y nada menos, partes de nuestra realidad. De dos realidades distintas. De una sola.

Lloramos a los muertos que llenan los cementerios militares junto a las familias y ami- gos que no se resignan por las muertes de los luchadores. Israel es un país pequeño. Una sociedad en la que todos conocen a alguien que cayó, o a su novia, o a su madre. Las lápidas son todas parecidas, casi iguales, pero, los seres humanos todos únicos y distintos.

Recordamos a los que no están, los colocamos en el centro de nuestra vida, pero, no glorificamos a la muerte. En Israel decimos que, con su muerte, nos ordenaron la vida.

Ningún judío tiene hoy derecho de hallarse en Israel o en los países donde se encuentre, sin tener presente que para que puedan vivir como judíos, hubieron quienes regaron la tierra con su sangre y dejaron truncadas sus ilusiones, sus amores, que dieron su Vida para que otros pueda vivirla según su elección. Ellos son parte de nosotros. Con su muerte se llevaron parte nuestra. Y en nosotros, siguen viviendo.

El judaísmo tiene como orden superior la de Vivir. Y elegirán la vida ordena la Torá. La propia e incluso la del enemigo excepto sea por legítima defensa propia.

El rabino Abraham I. Kuk, de bendita memoria, nos enseñó: “los justos y los puros no se quejan por el mal, sino aplican justicia; no se lamentan por la herejía, sólo agregan fe, no lamentan la ignorancia, añaden sabiduría y conocimiento”. Nuestro deber es agregar vida y amor y construir la Tierra que nos legaron nuestros padres, como heredad eterna. Debemos crear justicia donde no la hay, y educar en la fe en nuestro Creador y en los valores de nuestro pueblo. Formarnos en nuestra cultura y compartirla con quienes deseen formar parte de la misma. Elaboraremos el duelo haciendo por el Otro, haciendo por nosotros, construyendo Israel.

Las lágrimas de Iom Hazicarón no son producto de debilidad, ni de resignación, sino de un corazón perceptivo, de un sentimiento afectivo. Lloramos la ausencia, y lloramos por nuestra soledad cuando ellos ya no están y sin ellos estamos solos. Solos. Lloramos por esos jóvenes que son cedros que fueron cortados cuando no habían terminado de desarrollarse, que se fueron antes de vivir la vida en su tierra. Sufrimos por sus sueños truncados. Que son nuestros. Por las flores que no darán frutos. Por cada ser humano creado a Imagen. Por esos hombres que crean el caos y la guerra y que son incapaces de detener la muerte. Suspiramos por las mechas apagadas cuando tenían mucha luz para darnos. Gemimos por el mundo que no puede ser paraíso aunque tenga la potencialidad. Lloramos por nuestro pueblo lleno de fe y de amor, que no desea empuñar espada, pero que sin ella no puede vivir. No cantamos. Lloramos.

Y desde la profundidad del sufrimiento imposible de resistir, desde la altura del dolor, viene la luz de Iom Haatzmaut, la que los caídos encienden en el lugar de su eterno descanso, de su últi- ma morada. Y, nos ilumina.

Autor: Rab Yerahmiel Barylka