PARASHAT BERESHIT: en el principio…

El primer capítulo de un libro es a menudo el último que se escribe. Al principio, el autor puede no tener una visión muy clara de la obra. Escribir es la etapa final del pensamiento y muchos cambios – en el orden, énfasis e interpretación – son el producto de batallar con un revoltijo de material. Solo cuando ya todo está en su lugar, pareciera aclararse el tipo de introducción que la obra reclama.

A menudo pienso que así fue como la Torá comenzó, haciendo un retrato austero y majestuoso de la creación del cosmos. Un acto de percepción retrospectivo añadió un segundo relato de la creación. Uno, en la forma del capítulo dos, que comienza más narrativamente con la historia de la tierra y de sus primeros habitantes, habría sido suficiente, especialmente al dejar en claro que el mal brotó de la debilidad humana. Todo lo demás es realmente secundario. Se podría sugerir que la inclusión de una segunda historia de la creación desde una perspectiva cósmica, con toda su redundancia poco elegante y sus contradicciones, fué provocada por la necesidad de paliar una falla profunda que apareció dentro del legado cada vez más grande de textos sagrados, que eventualmente constituyeron la Torá. El despliegue canónico se expresó mediante distintas voces. El capítulo uno de Génesis tenía la intención de reconciliar puntos de vista conflictivos acerca del mundo natural. ¿La reverencia por la naturaleza desemboca en la idolatría o en el monoteísmo?

La primera posición se identifica con la Torá, los cinco libros de Moisés, donde se exhibe una penetrante y profunda sospecha hacia el mundo de la naturaleza. Dios, por su carácter trascendente, no debe ser buscado ni experimentado entre las maravillas de la naturaleza. Ese es el mensaje de alerta del segundo de los Diez Mandamientos. La prohibición tajante de hacer imágenes representando fenómenos naturales es una protección contra la idolatría, contra la posibilidad de comenzar a adorar el símbolo mismo en lugar de lo que éste representa. El Deuteronomio insiste, en un largo discurso sobre la revelación pública en el Monte Sinaí, que la experiencia fué totalmente auditiva. Dios no asumió ninguna forma visible y por lo tanto, “ no sea que alces tus ojos a los cielos, y veas el sol, y la luna, y las estrellas, con todo el ejército de los cielos, y seas impulsado a postrarte ante ellos y darles culto; cosas que el Señor, tu Dios, ha dado como porción suya a todas las naciones debajo de todos los cielos.” (4:19) Queda claro, entonces, que la adoración de cualquier deidad astral sería castigada con la lapidación, como se afirma en el Deuteronomio más adelante, (17:3-7).

Con la naturaleza fuera de nuestros límites, como el dominio de la religión pagana, la Torá le concede a la historia el privilegio de ser el único reino válido donde descubrir el poder y la compasión de Dios. El primero de los Diez Mandamientos afirma contundentemente la existencia de Dios haciendo referencia a la redención de Egipto, un acontecimiento que se convertiría, no por casualidad, en la esencia misma de la conciencia religiosa de los israelitas. Del mismo modo, el Éxodo y el viaje en el desierto proporcionaron una capa de validación histórica a los antiguos festivales agrícolas de Pésaj y de Sucot. Algo aún más sorprendente, el sacrificio anual de los primeros frutos en el santuario central por parte de campesinos agradecidos, se convirtió en la oportunidad no de ofrecer una oración de agradecimiento por la abundancia de las cosechas de la tierra, sino de ofrecer una sinopsis de profesión de fe de la antigua historia de los israelitas, que culmina con la promesa de Dios de “una tierra que mana leche y miel” (Deut. 26:1-10), actualmente parte de la Hagadá de Pésaj. En resumen, las maravillosas proezas de Dios (niflaot) no se manifiestan en trabajos sublimes de la naturaleza, sino en milagros que marcan el curso de la historia (por ejemplo Ex. 3:20, 15:12, 34:10, Jueces 6:13, Salmos 96:3, 98:1, 106:7, 107:8).

No obstante, la segunda posición, con su apego a la naturaleza como un camino válido para llegar al Dios de Israel, no queda eliminada totalmente con la preferencia por la historia. Se refugia en la tercera sección del Tanaj, en Ketubím (los Escritos), donde se atreve a celebrar la grandeza y el misterio de la mano omnipresente de Dios en la naturaleza. En directa oposición a la admonición en el Deuteronomio, el autor de Tehilím 8 exclama: “Cuando contemplo Tus cielos, obra de Tus dedos, la luna y las estrellas que Tú estableciste, ¿qué es el hombre para que tengas de él memoria?” (versos 4-5). De igual manera, el autor de Tehilím 19 clama: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento manifiesta la obra de Sus manos” (verso 2). En estos sentimientos no hay el menor indicio de ansiedad de que la contemplación de la naturaleza pudiera seducirnos a abandonar el monoteísmo puro (Job 31:26-27).

Del mismo modo, el libro de Job es la articulación más extensa de asombro extremo ante el Dios de la naturaleza de la Torá. El tema se introduce muy pronto, cuando Job define a Dios como “el que hace cosas grandes e insondables, maravillas sin número” (Job 5:9), donde la palabra “maravillas” (niflaot) se expande ahora para incluir a las maravillas de la naturaleza (como lo hace también en Tehilím 136:3) Ante todo, es la sublimidad absoluta de la naturaleza desplegada por Dios, en un gran final que hace a Job humillarse en un silencio pasmado. El sufrimiento infinito de los humanos no es resultado de un mero caos, sino mas bien de un grado de orden que por siempre excederá la comprensión humana.

Teniendo en cuenta esta polaridad de puntos de vista sobre el mundo natural, ya sea como peligrosa o edificante, el capítulo introductorio del Génesis es un intento anticipatorio de reconciliación. La ambivalencia hacia la naturaleza se supera al imaginar un acto supremo de voluntad divina. Un universo creado es un milagro, porque se origina en un punto específico del tiempo, y es bueno porque es obra de Dios.

Al integrar la naturaleza al reino de la historia, la creación señala a un Señor Hacedor de Milagros (Adón ha-niflaot, nombre rabínico para Dios que aparece en el Sidur), cuyos cuidados animan tanto el mundo de la naturaleza como el de la humanidad. De hecho, el primer capítulo del Bereshit no es más que una reconciliación efímera y precaria, necesitada de renovación periódica dentro de la larga historia del judaísmo, y nunca tanto como en nuestros días.