A tres semanas del Seder de Pesaj sería útil encontrar simbología vinculada al número “tres”. Excepto que Pesaj es una de las tres festividades de peregrinación (antaño al Templo de Jerusalém), es más bien el número “cuatro” el que nos apela: cuatro copas; cuatro preguntas; cuatro hijos. Sí, hay cinco rabinos que discuten, y sí, son tres trozos de matzá que se guardan. Pero Pesaj es acerca del “cuatro”: una suerte de corte de dos ejes que genera cuatro espacios temporales a ser llenados, simbolizados por las cuatro copas; es acerca de cuatro preguntas cuyas respuestas definen la festividad; es acerca de cuatro hijos que representan nuestra actitud hacia ella. Por ser fundacional, acerca e cómo llenamos los espacios y el tiempo, cómo entendemos las respuestas, y qué clase de hijos representamos, hacen de Pesaj tal vez la festividad más metonímica del judaísmo: podemos tomar la parte por el todo. Transitar Pesaj es aproximarse a comprender la esencia de nuestro ser judío.
Pesaj nos presupone mayormente como un hijo entre los dos primeros: el “sabio” o inteligente, o el “malvado” o despectivo: ya sea desde el mayor compromiso e involucramiento posible o desde la más cruel y agresiva indiferencia, pasando por todos los matices, todos tendemos a comportarnos como esos dos hijos. Tal vez por eso el texto, en estos dos casos, es más extenso y detallado. Por otro lado, el hijo “ingenuo” o inocente y el hijo “que no sabe preguntar” o tonto, están narrados con menos lenguaje y vocabulario. Pesaj nos obliga a incluir el mero asombro o perplejidad, la lisa y llana incapacidad de expresión o comprensión con la que muchas veces debemos afrontar la realidad.
El hijo “sabio” que describe la Hagadá tiene mucho de pedante y poco de inteligente: quiere saber “testimonios, leyes, y juicios” ordenados por Dios. Una vez más nuestra tradición encuentra una respuesta que si bien contesta la pregunta, deja abiertas otras tantas preguntas y otras tantas respuestas: “no se finaliza la cena del Seder con el afikomán”. No sabemos si el “sabio” repregunta o si se conforma; después de todo, él pidió en plural y le contestaron en singular; él quería saberlo TODO, y le contestaron que, aún después del afikoman, había Seder para largo (lo cual nos sucede a todos en la vida real). Tal vez podamos pensar la contestación de la Hagadá como una respuesta inesperada a una pregunta sarcástica: si quieres saber todas las normas de Pesaj, primero entiende que tienes que transitar la totalidad del Seder; la ampulosidad de la pregunta resalta la simpleza y contundencia de la respuesta.
El hijo “malvado” demanda explicación: el texto define su “maldad”: el hijo “malvado” es aquel que en inglés llamamos “a self-hating Jew”, un judío que odia su origen, y por lo tanto, se autoexcluye del “servicio religioso” o Seder de Pesaj. Cabe preguntarse quién es más “malvado”: si el hijo preguntón o la respuesta que indica el texto. Porque si ese hijo ya se autoexcluye, el texto termina de empujarlo fuera. No sentirse parte del colectivo parece ser para la Hagadá tradicional, una falta que merece la expulsión; al punto de que, de haber estado en Egipto, ese hijo no se hubiera salvado. Un poco más tarde la Hagadá nos cuenta qué pasó con los hijos que no se salvaron… De modo que este segundo hijo no es tanto malo en sí mismo sino despectivo, pero provoca una respuesta malvada. Este hijo presenta todo un desafío.
Es curioso que la respuesta al hijo “malvado” hace hincapié en el uso de la tercera persona del plural por parte del hijo: “ustedes”. Está claro que en este caso refuerza el sentido de autoexclusión. Sin embargo, el hijo “sabio” usa la misma voz: Dios les mandó las normas a “ustedes”. ¿El hijo “sabio” también se autoexcluye? ¿Acaso él ya sabe y su pregunta es retórica? En todo caso podemos decir que el hijo “malvado” es agresivo pero directo, mientras que el hijo “sabio” es seductor pero engañoso.
El hijo “ingenuo” y el hijo “que no sabe preguntar” son carentes de sabiduría, maldad, y segundas intenciones; sus preguntas son breves o inexistentes: “¿Qué es esto?” pregunta el ingenuo, y recibe como respuesta un estímulo sensorial vinculado con la fuerza y lo milagroso, una respuesta que excede la sabiduría del “sabio” y responde a la activa indiferencia del “malvado”. El hijo “ingenuo” es nuestra capacidad de asombrarnos y creer.
El cuarto hijo “no puede preguntar”: ¿es mudo? Acaso no puede, acaso pregunta con la mirada, con su actitud. De la compleja sofisticación de los dos hijos que llamaremos mayores a estos dos que llamaremos menores, hay un proceso exactamente inverso a la maduración de un niño. El cuarto hijo es el recién nacido, y a él (o ella, claro), debemos “iniciarlo”, debemos educarlo. Algún día hará la pregunta breve e ingenua de su siguiente hermano, más adelante pasará la etapa de la rebeldía del “malvado”, hasta que algún día se convertirá en un hijo “sabio” a quién deberemos poner en su lugar. La etapa más frágil es la del hijo “malvado”: podemos perderlo del todo.
En cualquier caso, hay cuatro hijos, cuatro respuestas, e infinidad de interpretaciones, pero sólo tres hijos que pueden decir algo; el cuarto hijo siempre calla. Todos deberíamos ser, en algún momento, como el cuarto hijo; no saber preguntar de modo que nos cuenten, una vez más, la historia de Pesaj, de la salida de Egipto: “en aquel día le contarás a tu hijo diciéndole…”
Porque “todo lo que nos extendamos (y profundicemos) en el relato de la salida de Egipto, será digno de alabanza”.
Autor: Ianai Silberstein