Este Shabat Shuvá, el Shabat intermedio entre Rosh Hashaná y Iom Kipur, está coronado por la lectura de parashat Vaielej. Ya cerrando el libro de Devarim, y preparándonos para comenzar una vez más con el ciclo de la lectura. En esta parashá Dios – como en tantas otras- predice que el pueblo de Israel va a volver a equivocarse, se volverá hacia otros dioses y experimentará sufrimiento. Y uno podría decir que en estos días no estamos con el alma preparada para recibir noticias agoreras de un tiempo en el que vamos a fracasar. Sin embargo, con una cuota de sinceridad en el corazón podemos decir que con la mejor de las intenciones hemos trabajado nuestras acciones, aciertos y desvíos y que intentaremos no fallar. Pero a su vez, todos sabemos que habrá situaciones que no podremos resolver como corresponde, decisiones en las que tomaremos el camino fallido, quizás hiramos a alguien, no cuidemos a otro… en fin, la falibilidad de nuestras existencias es un dato que tenemos que tener presente aún en los momentos de mayor espiritualidad.
Y aquí Dios habla del “castigo” de un modo poético que a mí me lleva a pensar en estos días y nuestras actitudes.
Porque al anunciar las consecuencias de los pecados en los que el pueblo va a caer, Dios lo dice de esta manera:
וְאָנֹכִי, הַסְתֵּר אַסְתִּיר פָּנַי בַּיּוֹם הַהוּא
“Y yo ocultaré habré de ocultar mi rostro en aquél día”. Devarim 31:18
El ocultamiento del rostro de Dios es una metáfora utilizada para explicar su aparente ausencia, cuando de todos modos siempre es presencia. Así como lo dice Buber en su libro “Eclipse de Dios”:
“Eclipse de la luz del cielo, eclipse de Dios (…) no se trata de un proceso que pueda explicarse adecuadamente enumerando las transformaciones acaecidas en el espíritu humano. Un eclipse del Sol es algo que tiene lugar entre el Sol y nuestros ojos, no en el Sol mismo. (…) cuando, como en este caso, algo tiene lugar entre el cielo y la tierra, uno lo pierde todo cuando insiste en descubrir, dentro del pensamiento terrenal, el poder capaz de develar el misterio. Quien se rehúsa a someterse a la realidad efectiva de la trascendencia como tal (…) contribuye a la responsabilidad humana por el eclipse.”
La pregunta que me despierta este texto de Martin Buber, también me la hace esta parashá:
¿El ocultamiento del rostro de Dios es un atributo de Él o es producto de nuestra mirada/acciones? ¿Él se oculta, nosotros no lo vemos, nosotros nos ocultamos y nos hacemos invisibles a su mirada?
El maestro jasídico, Rabí Efraim de Sudylkow, se animó a leer este versículo recién citado de modo diferente modificando la puntuación del mismo:
“Y yo (me) ocultaré, (entonces yo- Dios) habré de ocultar mi rostro en aquel día”.
El problema acá no es el ocultamiento de Dios, sino que cuando uno mismo se oculta, cuando el “anojí- el yo” se esconde, entonces el cielo también tapa su rostro.
Es uno el que comienza con la dialéctica del eclipse. Uno se invisibiliza, el otro, por tanto ya no puede ser visto.
El ocultamiento también es una metáfora para hablar de nuestras acciones.
Nos ocultamos cuando somos indiferentes a lo que pasa a nuestro alrededor, en nuestra sociedad, y aún en los círculos más cercanos.
Nos ocultamos cuando nos desentendemos de nuestras responsabilidades y compromisos.
Nos ocultamos cuando tergiversamos la verdad para nuestro propio beneficio.
Nos ocultamos cuando callamos y no defendemos a quien merece ser protegido.
Nos ocultamos cuando mentimos, falsificamos, disfrazamos la realidad, nuestro ser, nuestras palabras.
Nos ocultamos cuando no nos jugamos por lo que creemos valioso por miedo a correr riesgos.
Nos ocultamos cuando tenemos vidas paralelas que dañan a todos los que de alguna manera están involucrados.
Nos ocultamos cuando para acceder a ciertos privilegios dejamos de ser quiénes somos para aparentar ser como los demás quieren.
Nos ocultamos cuando no peleamos por nuestras propias posiciones ideológicas y nos sumamos a una mayoría acrítica que tampoco nos representa.
Nos ocultamos cuando con la excusa del más trabajo no estamos presentes en el crecimiento de nuestros hijos y de nuestras parejas.
Nos ocultamos cuando creemos que cuidar a nuestros viejos es simplemente ayudarlos en su manutención económica.
Nos ocultamos cuando elegimos conductas y tomamos decisiones que sabemos que no son justas.
Nos ocultamos cuando no nos damos permiso para ser libres, amar libremente, reír libremente.
Cuando el “yo” se oculta, lo que viene es equívoco, inexorablemente. A eso la tradición de Israel llama pecado, error, transgresión. Y allí el castigo es mencionado con la misma metáfora que identifica nuestras fallas: si vos decidiste ocultarte de la responsabilidad y la oportunidad que te da la vida, el rostro de Dios no tiene cabida en tu mundo.
El rostro de Dios se revelará cuando nosotros nos animemos a mirarnos en el espejo y nos reconozcamos, sin máscaras ni falsedades.
Shabat Shuvá es el tiempo de serenidad que nos dan estos Iamim Noraím para evaluar nuestras presencias y nuestros ocultamientos.
Es el Shabat del retorno, para volver allí donde quedamos perdidos, inmóviles, confusos y decidir aparecer, para nosotros mismos y para los que nos rodean. Cuando nuestro auténtico yo reaparece, el auténtico Dios se hace visible sin necesidad de acudir a otros dioses que ya no llamamos paganos, pero sí, divinidades más pasatistas, fáciles, engañosas que nuestra realidad nos brinda por unas pocas monedas.
Más que el Shabat del retorno, me encantaría que podamos llamarlo como Shabat del reencuentro con nuestro verdadero ser, el Shabat de la revelación de nuestro rostro que decidió dejar de ocultarse, el Shabat de la conciencia de nuestro lugar en el mundo, en el propio y en el de los que tenemos cerca que tantas veces nos piden que estemos más presentes.
El cielo se encargará del resto.
Pero el trabajo empieza acá en la tierra.
Tizkú leshanim rabot. Gmar Jatimá Tová
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.