En Parashat Vayejí, Iaakov bendice a sus hijos mientras yace en su lecho de muerte. Uno a uno los llama, y proféticamente les augura su camino futuro, a veces promisoriamente, otras, como consecuencia de sus errores.
Es recurrente la asociación de Iaakov con sus 12 hijos, las 12 tribus, y el número 13 aparece pocas veces. Iaakov tuvo 13 hijos de sus dos mujeres, Lea y Rajel, y sus dos concubinas, Zilpa y Bilha.
De los 13, 12 fueron varones y una, mujer: Dina.
Dina que, aunque silenciada en el texto bíblico, ocupa las crónicas del capítulo 34 de Bereshit y alguna que otra mención magra en una lista de descendientes.
Dina que no habla, mientras es violada por un príncipe de un pueblo vecino.
Dina que no es abrazada, cuidada y protegida por su familia después de semejante vejamen.
Dina que ve cómo sus hermanos llevan a cabo una venganza para limpiar la mancha que produce en su familia una hermana mancillada. Por ellos, no por ella.
Iaakov está viejo. Se despide de sus hijos.
Iaakov que transitó todos los climas de la vida. Mintió. Fue engañado. Amó. Odió. Soñó. Estuvo de luto. Se equivocó. Reparó. Reencontró.
Al final de los días parece que todos los hilos que dejó sueltos desde su infancia, pudieron encontrar su rumbo.
Está convocando a cada uno de sus hijos.
Para bendecirlos.
Para autorizarlos como herederos de este mensaje.
Para darles autonomía y a su vez, legado.
Es tiempo de reencontrarse con Dina. Al menos, eso es lo que esperamos los lectores que seguimos creyendo en la justicia.
Pero no.
Dina desaparece de la Torá después del trágico y humillante episodio, del que vale la pena recordar cómo muchos de nuestros exégetas la culpan: por haber salido de la tienda, por ser tan irreverente con las costumbres que le corresponden a las mujeres y haberlas traspasado igual que su madre.
Es conocida la estrategia de culpar a la víctima de su propia tragedia. Exculpa a todos los que podrían haber hecho algo para salvarla…
Y este momento, del final de Bereshit, y del final de la vida del patriarca bien podría haber sido una oportunidad de sanación, de aprendizaje.
La historia sería otra si el patriarca de quien llevamos su nombre la hubiera incluido en sus pensamientos, en sus últimos pensamientos como padre.
Se vuelve a reeditar la herida que produce el silencio. La tremenda herida que provoca el no tener la posibilidad de hablar. De gritar. De relatar. De reparar. De pedir ayuda. De recomponer.
Bereshit es un entramado de silencios que hieren.
Iaakov lo sabe muy bien.
No cuenta que le compró la primogenitura a su hermano por un plato de lentejas.
No le dice a su padre que es él y no su hermano Esav, del que toma su identidad para robar una bendición.
Guarda silencio al enterarse de la violación de su única hija.
Se calla la boca cuando ve cómo su hijo Iosef se enseñorea ante sus hermanos y no lo corrige a tiempo.
Los hijos de Iaakov no le dicen la verdad y le muestran una túnica ensangrentada diciendo que Iosef fue atacado por una fiera.
Iosef no les dice a sus hermanos que es él, cuando van a buscar comida a Egipto.
Silencios.
Tramas, trampas que genera el silencio.
Hoy Iaakov vuelve a callar respecto de su hija.
Y vuelve a castigarla, por lo que le hicieron.
No merece ni siquiera ser mirada por sus ojos por última vez.
Dina no tiene derecho de hablar. Como si callar significara borrar lo ocurrido.
Y lo único que precisaba esta historia fatal, era la habilitación de la palabra.
Animarse a decir, poder contar, denunciar, gritar, y ser escuchada.
No puedo en estos días dejar de ver a Dina en todas aquellas mujeres que se animaron a hablar. Y no importa si sucedió hace poco o hace mucho.
La complicidad del silencio, la falta de espacios para poder decir verdades que a muchos incomodan y comprometen, no sucedió solamente en tiempos bíblicos, en los que muchos consideran que se vivía más primitivamente.
Dina está hablando.
Aunque nadie la convoque para bendecirla. Aunque su padre la niegue, la sociedad la haya invisibilizado y la opinión pública la haya culpabilizado.
La mejor bendición es haberse animado a ponerle voz al dolor.
A dejar de culparse.
A levantar la vista.
Y contar su verdad.
No dejemos fuera de la historia a ninguna Dina, nunca más. Invitémosla. Abracémosla. Escuchémosla.
Dina es nuestra hija, nuestra amiga, nuestra hermana.
Iaakov no pudo. Y no sabemos por qué.
Pero nosotros ya no podemos decir que no sabíamos.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.