PARASHAT NASÓ: la bendición no está compuesta sólo de palabras

“Adonai dijo a Moshé: Habla en estos términos a Aharón y a sus hijos: Así bendecirán a los israelitas. Ustedes les dirán:

Que Adonai te bendiga y te proteja.

Que Adonai haga brillar su rostro sobre ti y muestre su gracia.

Que Adonai eleve Su cara hacia ti y te conceda la paz.

Que ellos invoquen mi Nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré.” Bemidbar 6: 22-27

Volvemos a un texto que nos evoca los momentos más trascendentes de nuestra vida como judíos. El nacimiento de los hijos, los casamientos, los bnei Mitzvá y hasta cada Shabat son experiencias «meein Olam Habá», como si fueran propias de otra dimensión, de un Mundo Perfecto, por venir…tiempos sin tiempo que quisiéramos que nunca terminen.

Allí aparece esta brajá, esta fórmula inscripta en los momentos más trascendentes de nuestra pertenencia al pueblo judío.

Rashi, el mayor comentarista de la Torá intenta explicarla entendiendo que esta bendición tiene tres versículos que aluden a diferentes instancias de la vida de cada uno:

El primer versículo: “Que Adonai te bendiga y te proteja” alude a la protección material que viene de Dios quien vela por nosotros y nos protege de cualquier daño.

El segundo versículo, “Que Adonai haga brillar su rostro sobre ti y muestre su gracia” tiene que ver con la bendición y la promesa de iluminación y la realización espiritual.

Y el tercero: “Que Adonai eleve Su cara hacia ti y te conceda la paz” significa que Dios reprima su enojo y así poder tener un equilibrio físico y espiritual que nos lleve a la paz.

Qué interesante esta última interpretación de Rashi: elevar el rostro, es decir, levantar la vista, sostener la mirada, dirigirse voluntariamente al otro, controla el enojo, suaviza la ira y comienza un camino que dirige a la paz. Y si pensáramos en los pasos que devienen en un enfrentamiento, desde los más cotidianos hasta los más trágicos de la historia, nos daríamos cuenta de que tanto se podría haber evitado si se hubiera elevado el rostro, si se hubieran puesto a conversar las dos partes en conflicto, si se hubieran mirado y descubierto que hablamos de seres con los mismos miedos, las mismas dificultades…

Recordemos cómo era el ritual de la bendición sacerdotal:

Aharón y sus hijos, los primeros cohanim, debían extender sus manos como cubriendo las cabezas de los hijos de Israel para que, simbólicamente a través de ellos, el pueblo accediera a la emanación de la bendición de Dios.

Me imagino una escena muy conmovedora y concreta que les hacía percibir cerca cercanía con la fuente de bendición a través de la imposición de manos del cohén.

Y en esta línea quisiera compartirles una interpretación del libro del Zohar, un libro de la mística judía que nos enseña sobre esta brajá en parashat Nasó:

“Se nos dice que un sacerdote no querido por el pueblo no debe tomar parte en la bendición del pueblo En una ocasión, cuando un sacerdote se acercó y extendió sus manos, antes de completar la bendición se convirtió en un montón de huesos. Esto le pasó a él, porque no había amor entre él y el pueblo. Entonces otro sacerdote subió y pronunció la bendición y ese día transcurrió sin ningún daño. Un sacerdote que no le gusta la gente o que aman a las no, no puede pronunciar la bendición.”

Y acá me quiero quedar.

Los elementos técnicos de la bendición están todos a disposición.

Está Dios.

Está su palabra y su efecto.

Están los sacerdotes.

Están sus manos.

Está el pueblo.

Todo está preparado para el ritual de la bendición. Pero no es suficiente.

Cuando el sacerdote no es querido, confiado, cercano, no es vehículo de bendición. Es un funcionario de un trámite que actúa falsamente el traspaso de la bendición desde el cielo hacia la tierra. Y como tal, se convierte en una montaña de huesos, desaparece como canal de bendición. Porque lo que falta, dice el Zohar, es el verdadero amor, que, si se me permite, es todo lo que se necesita para entrar en estado de bendición.

Y así les pasaba a los sacerdotes.

Y por qué no, a nosotros.

Cuando cumplimos con todo lo que hay que hacer y no le agregamos esa parte incondicional que hace que todo fluya, nos desdibujamos como aquel cohen en una montaña de huesos.

Cuando enseñamos sin amor.

Cuando reprendemos por un error, sin amor.

Cuando ayudamos económicamente, sin amor.

Cuando visitamos a nuestros viejos, sin amor.

Cuando invitamos a casa, sin amor.

Cuando convocamos en nuestras comunidades, sin amor.

Cuando rezamos en la sinagoga, sin amor.

Somos como ese sacerdote, una osamenta «desinvestida» de lo más lindo que tiene el ser humano, su capacidad de afecto, de cercanía, de involucramiento y compromiso.

Tres versículos, que hacen toda la diferencia, si cuando los pronunciamos ponemos el corazón, la mejor intención y nuestra verdadera disposición.

Que nunca se nos haga rutina poner las manos sobre las cabezas de nuestros hijos y recitar esta potente fórmula que sólo tiene sentido si además de las palabras, nos ponemos nosotros mismos en ellas.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen