En Parashat Ki Tavó nos encontramos con la mitzvá de los Bikurím, de la ofrenda de las primicias. El campesino tenía la obligación de de traer los primeros frutos de ciertas especies que crecen del campo al Bet Hamikdash y ofrendarlos en un canasto. Al momento de presentar estos frutos delante del altar, el productor declaraba ante su Creador que retribuye el hecho de haber sido redimido de Egipto, de haber heredado la tierra de Israel y de haber sido bendecido con la abundancia de los frutos de la tierra.
El ritual debe haber sido más que interesante: Los primeros frutos eran traídos de las siete especies típicas de Israel: trigo, cebada, vid, higos, granadas, aceitunas y dátiles. Cuando un propietario de tierras se daba cuenta que el primer fruto de estas especies comenzaba a madurar en su campo o huerta, ataba un hilo alrededor del mismo para señalarlo como bikurím. Y cuando todas las especies maduraban las llevaban todas al Beit Hamikdash. Aunque la obligación era brindar un solo fruto de bikurím, cuanto más agregaban mayor era la mitzvá. Los Bikurím eran aceptados por el kohen entre la festividad de Shavuot y la festividad de Januka en forma anual.
Los frutos debían ser llevados al Beit Hamikdash en un recipiente, como una canasta y era preferible que cada especie fuera colocada por separado.
Los viajeros que venían de diferentes partes de Israel, descansaban en la noche a la intemperie. En la mañana el líder anunciaba, «Arriba, vayamos a Tzion, a la Casa de Dios». Un toro, que después sería ofrecido como sacrificio shlamím, caminaba delante de la procesión, sus cuernos cubiertos de oro y una corona de hojas de oliva decorando su cabeza.
Los viajeros recitaban versículos de salmos, los flautistas ofrecían acompañamientos musicales. Los viajeros se detenían en los portones para arreglar y decorar sus bikurím, mientras avisaban de su llegada a la ciudad. Eran bienvenidos por un número de kohaním, leviím y tesoreros del Beit Hamikdash, quienes salían a saludarlos. Los trabajadores de Ierushalaim dejaban de trabajar, se ponían de pie y saludaban a los recién llegados, «Nuestros hermanos de tal o cual ciudad, bienvenidos». Allí, cada uno, hasta el rey, colocaba su canasto sobre sus hombros y lo presentaba personalmente al kohen.
Con el canasto sobre su hombro, cada judío recitaba el versículo (Devarim, Deuteronomio 26:3), «He manifestado hoy ante Adonai, tu Dios, que he venido a la tierra que había prometido Dios a nuestros patriarcas conceder a nosotros«. Mientras el propietario sostenía el borde del canasto, el kohen colocaba sus manos debajo del mismo y juntos realizaban la ceremonia de mecedura (tenufá).
Si bien somos seres racionales actualmente; observadores y críticos, muchas veces, del ritual popular, creo que la ofrenda de los Bikurím debe haber sido emocionante y muy convocante.
La lógica de nuestro tiempo, que es la lógica del mercado hubiera prescrito un ritual inverso: si la cosecha ha sido provechosa, si la ganancia ha resultado ventajosa, entonces: “Marchemos a Ierushalaim” a agradecerle a Dios por el beneficio.
Sin embargo, la enseñanza acá es otra: Se agradece lo primero, se agradece la posibilidad de gestar, se agradece el atisbo de la concreción de un sueño. Se agradece aún antes de saber si saldremos victoriosos, por el sólo hecho de sabernos en el lugar donde queremos construir nuestro proyecto. Se agradece el ser los artífices de la realización de nuestras metas, ser actores y protagonistas. Vemos los primeros retoños de nuestro esfuerzo, y sabemos que el resto, está en nuestras manos. Se agradece por la capacidad de cultivar la fe y la esperanza de lo que va a venir.
Agradecer va de la mano con la gratuidad. Se agradece sin estrategias ni especulaciones. Agradecer por lo que vendrá, con lo poco que tenemos, es un dato de la confianza y del respeto por nosotros mismos cuando nos hacemos cargo de la vida que queremos.
Por eso el ritual era de tanta alegría. Porque se avizoraba el camino, aún sin haberlo transitado. Se podía soñar con los graneros llenos, con una simple canasta con higos y aceitunas. Se podía imaginar el futuro con un presente que comenzaba a acompañar.
Y por eso se traían los frutos, no para desprenderse de lo único que tenían hasta ese momento, sino porque el hombre de fe de entonces sabía que el dar no era restar, en absoluto. Muy por el contrario, ofrendar, traer, compartir, habla de la suma y la abundancia.
La gratitud no tiene que ver sólo con dar las gracias. Muchas veces es la forma políticamente correcta de decir algo amable que no compromete a una acción determinada.
La gratitud es una dimensión de la conciencia. Aprendí de una queridísima hermana mía en el diálogo interreligioso que gratitud comparte la raíz con lo gratuito, y gratis- me dijo- no es que no valga nada, sino que no tiene precio.
La gratitud es un a priori mucho más que un a posteriori. El hombre bíblico agradecía antes, como una condición quizás imprescindible para que le corresponda tener lo que anhela. Es un estado de conciencia, decía, que nos prepara para recibir lo que el devenir y nuestro trabajo hayan logrado, y ser felices con lo que tenemos, con lo que somos, con lo que vendrá…
Estos días, en los que somos llamados a pensar nuestra Teshuvá, se nos vuelven complejos; estamos en aislamiento, rodeados de temores, de escenas de dolor, de cuentas pendientes, de todo lo que hubiéramos querido hacer y no podemos.
¿Acaso no es impertinente hablar de gratitud?
La gratitud, pensada de otro modo, quizás puede ser una de las llaves para transitar este momento de la humanidad, y este tiempo particular en el año judío, en el que revisamos la vida en pos de comenzar un tiempo nuevo.
Reconocer nuestras maneras de agradecer, repensar cuánto bueno nos rodea entre tanta locura y dedicarle tiempo. ¿Cuántas veces nos dimos ese tiempo sagrado de decir y decirnos: “gracias”, de reconocer lo afortunados que somos, que no es un episodio en nuestras vidas, sino es el fruto de la siembra de todos nuestros tiempos?
La gratitud pone en juego nuestros mecanismos de confianza en nosotros mismos y los demás.
El tiempo sigue pasando, y Rosh Hashaná va a llegar de todos modos. Me pregunto: ¿Qué pondremos en nuestras canastas este año? ¿Qué iniciamos, qué inauguramos este año, que aunque aún no dio los frutos esperados, ya encierra una promesa de prosperidad? ¿Hemos agradecido por ello? ¿Quiénes han tenido nuevos hijos, nuevos nietos, nuevos embarazos? ¿Sentimos que eran Bikurím que auguraban el mejor de los sueños, aún en su plena potencia? ¿Agradecimos lo suficiente por ellos?
El resto de las preguntas se las dejo a Uds. Cada uno sabe qué nuevos frutos deberá traer este año al lugar más sagrado.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen