PARASHAT BO: Densa oscuridad

En la parashá de esta semana, Parashat Bo, leemos acerca de las últimas tres plagas que azotaron la tierra de Egipto (langostas, oscuridad y muerte de los primogénitos) y que culminan con la gloriosa salida de los hijos de Israel.

Un comentario sobre el significado de la novena plaga, la oscuridad. Como todo el texto de la Torá, el relato de las plagas también tiene un significado literal y otro metafórico, no siempre absolutamente claro. Me referiré a ambos tipos de interpretación, en lo que respecta a la plaga de la oscuridad.

La Torá dice: «Dijo Adonai a Moshé: `Extiende tu mano hacia los cielos y que haya oscuridad sobre la tierra de Egipto y que se palpe la oscuridad». Tendió Moshé su mano hacia los cielos y hubo oscuridad: tinieblas en toda la tierra de Egipto, tres días. No pudieron divisar hombre a su prójimo, ni se levantó alguno de su lugar, tres días. Empero, para todos los hijos de Israel hubo luz en sus moradas» (Éxodo 10:21-23).

Los comentaristas clásicos de la Torá, basándose en distintas pruebas textuales, intentan explicar en qué consistía esta oscuridad. La discusión se centra básicamente en el significado de la palabra veiamesh, que en la cita de arriba (tomada del Jumash del rabino Edery) se traduce como «que se palpe».

Rashi entiende que el texto se refiere a la palabra hebrea emesh, que significa «ayer». Por eso, él (y otros que como Rashbam siguen su camino) explica que la oscuridad natural de la noche permanecía durante el día, y así cada una de las tres noches la oscuridad se iba incrementando, sumándose la oscuridad de las noches anteriores a la de la noche corriente.

Otros exégetas, como Seforno, entienden que la Torá se refiere al verbo mish, que significa «quitar», «sacar». Por eso, la novena plaga habría consistido en que Dios quitó de Egipto la oscuridad natural de la noche y trajo sobre su territorio un tipo de oscuridad mucho más densa que la que percibimos por la noche, lo que hacía imposible ver nada ni producir luz alguna. Según esta explicación, entonces, mientras que la oscuridad habitual es susceptible de recibir luz y entonces dejar que podamos ver, la oscuridad de la novena plaga no permitía recibir luz, era una oscuridad impenetrable (de paso, esto explicaría por qué los egipcios no podían dejar sin efecto esta nociva plaga, simplemente encendiendo una candela).

Finalmente otros, como Ibn Ezra, creen que la oscuridad era tan concreta que se la podía palpar. Es decir, no era simplemente ausencia de luz, sino una especie de material sumamente denso, que habría descendido sobre Egipto. Esta interpretación se basa en la acepción de vaiamesh como «palpar», «tocar».

Más allá de cuál sea la interpretación que más se ajusta al texto el resultado concreto de esta oscuridad fuera de lo común fue que, durante tres días, los egipcios no pudieron ver a su prójimo ni levantarse de su lugar, según el versículo que cité más arriba. Dado que nos estamos refiriendo a una plaga, considerada como una sanción o amenaza, podemos concluir que para la Torá, el hecho de no poder ver al prójimo es visto como un duro castigo. Perder la capacidad de ver al que está enfrente es visto por la Torá como un gran castigo, como uno grave.

A propósito de este punto, hay un midrash que denomina a la novena plaga como geheinom, es decir, «infierno» (Bereshit Rabá 14:2). Además, este curioso midrash relaciona a la oscuridad de la novena plaga con la oscuridad primordial que existía en el mundo antes de la Creación, antes de que Dios dijera «hágase la luz». Al respecto, el Jumash Etz Jaim comenta que, así como disfrutar de la luz que trae cada Shabat es como probar una pizca del mundo por venir (la recompensa que aguarda a los justos), así también la oscuridad de la novena plaga fue una muestra del Geheinom, del castigo que espera a los malvados.

Según esta explicación rabínica, ¿qué quiere decir entonces poder ver al prójimo? ¿Por qué es un castigo no poder verlo? ¿Quiénes son aquí los malvados del midrash? Aquellos que no pueden reconocer el sufrimiento del prójimo, ni levantarse para ayudarlo, son los malvados merecedores del recio castigo.

Tener la capacidad de ver al otro es poder distinguir en él algo más que una figura humana que simplemente está allí, delante de nosotros. Poder ver al otro es reconocer en quien tengo enfrente a un ser humano, con sus alegrías y tristezas, con sus valores y miserias. Poder ver al otro es sentir su sufrimiento, aun cuando ese otro sea diferente a mí, incluso completamente diferente a mí.

No es extraño que los antiguos egipcios hayan sido castigados con la imposibilidad de ver al prójimo y permanecer inmóviles ante su amargura. De hecho, ellos decretaron ese castigo sobre ellos mismos. Cuando un pueblo esclaviza a otro y construye sobre él un imperio, es señal de que perdió toda capacidad de ver al otro. Solo cuando uno es absolutamente insensible a la naturaleza humana del prójimo, es que lo puede tratar como a un esclavo.

Salvando las distancias, también hoy en día es un buen ejercicio pensar en aquellas circunstancias en las cuales se produce este fenómeno, que podríamos denominar «ceguera temporal controlada». Esta extraña capacidad le permite al ser humano hacer de cuenta que la persona que tiene enfrente tiene una dignidad menor a la suya, o que no merece sus mismos derechos o que incluso merece ser despreciado: cuando la persona quiere, simplemente no lo ve y sigue su vida. Utilizando esta curiosa destreza, las sociedades logran convivir con el hambre, la desnutrición, las enfermedades evitables, la intolerancia, el desprecio a las libertades individuales, la flagrante negación de los derechos humanos, etc., que se desarrollan en su interior.

La Torá establece tajantemente que no ser sensible al sufrimiento del prójimo es una de las más oscuras bajezas humanas, e inclusive lo considera un castigo a la capacidad de un ser humano de desarrollarse en plenitud. Roguemos a Dios para que nosotros podamos aprender a ver a nuestro prójimo, a reconocer sus virtudes y también sus falencias, a ver en las personas que nos rodean seres humanos sensibles al dolor y la alegría. Poder ver al otro es iluminar nuestra propia vida.