El impacto de las plagas, el triunfo de la salida no surtieron el efecto esperado en el pueblo de Israel. Poco después del milagro del Mar de los Juncos, de las aguas abiertas para permitirles su paso, como dos columnas de cristal, el pueblo protesta. Se queja, lastima, impunemente. Debo confesarles que cada vez que paso por esta parte del texto me enojo y luego trato de comprender…
El pueblo se queja sobre la falta de agua después de viajar por tres días para encontrar sólo aguas amargas en Mará. Moshé milagrosamente produce agua potable para ellos.
Luego, el pueblo se queja a Moshé y a Aharón de que en Egipto tenían mejor comida. Dios les manda codornices para que tengan carne y los provee con el maná- como solemos llamarlo- el pan del cielo.
No solamente el relato me moviliza sino el discurso: “Y le decían los hijos de Israel: Ojalá hubiéramos muerto por mano de Adonai en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de las carnes, cuando comíamos pan en hartura; pues nos habéis sacado a este desierto, para matar de hambre a toda esta multitud.” Shemot (Éxodo) 16: 3.
Nada basta, ninguna prueba es suficiente cuando, pareciera ser. Maimónides en su libro Moré Nevujim (La Guía de los Descarriados) hace un comentario sobre esto: “No es natural que aquel hombre que crece en medio de la esclavitud fabricando ladrillos… de repente se sienta libre”. “La liberación no se consigue de una vez… tiene un recorrido continuo”.
Da igual, no termino de convencerme. Es cierto que la libertad es un bien que se va adquiriendo, es cierto que la inmensidad del desierto les daba incertidumbre, que todavía no habían desarrollado la fe en este Dios de los milagros… pero no puedo justificar la crueldad de las palabras y del modo del reclamo.
El Midrash Rabá nos trae una pista que creo que nos puede ayudar: Cuando Dios abre el Mar de los Juncos para que el pueblo de Israel no quede atrapado por el ejército egipcio, ellos decían; “En Egipto teníamos barro y aquí también tenemos barro”, haciendo referencia a que el lecho del río no se secó totalmente y caminaban por terreno fangoso.
Allá había barro, acá también, lo único que podemos ver es barro. Hay barro en los ojos, hay suciedad en la mirada y en el pensamiento. Fueron esclavos de una realidad que finalmente los llevó a la naturalización del maltrato y la opresión.
No importa cuán grande es el milagro que tienes ante tus ojos, si te hiciste esclavo de la comodidad y la pequeñez y no te animas a vivir en “grande”, si no puedes ver los alimentos que te “llueven” y te alimentan mucho más que el estómago, si no puedes ver en el suelo del pasaje entre el dolor y la esperanza, más que un lecho fangoso, es porque además de tus opresores, tú decidiste culpabilizar al otro, vestirte de “víctima con derecho a queja”.
Somos esclavos de lo obvio.
Somos esclavos de lo pautado.
Somos esclavos de lo cómodo.
Somos esclavos de la queja.
Somos esclavos de las limitaciones.
Somos esclavos del prejuicio.
Somos esclavos de la pasividad.
Somos esclavos del conformismo.
¿Para qué meter los pies en el barro? ¿Para qué animarte a cruzar del “otro lado”? No sea cosa que te des cuenta que hay realidades mejores, que hay brazos que te esperan, tierras fértiles dispuestas a ser sembradas, amores que te necesitan, horas de descanso merecidas, pequeñas libertades que te sacarían el yunque que te clavaste en el lomo.
¿Para qué? Es más trabajoso caminar la vida, que sentarte a culpar a otros por la desgracia. Es verdad, puede haber habido barro en Egipto y barro en el cruce del mar. La pregunta no es sobre el barro sino sobre lo que hacée con él. Con el barro de Egipto, nos agotábamos para construirles a otros. Con el barro del cruce del mar, el esfuerzo de cada pisada nos llevaba a construirnos a nosotros mismos. Y justo allí, cuando nos pusieron a prueba, salimos a quejarnos. Es mucho esfuerzo, las aguas no nos gustan, la comida nos aburre…
La esclavitud es el mejor disfraz que a veces elegimos para no hacernos cargo de nuestras propias pisadas. Ya no había nadie que nos oprimiera, entonces nosotros comenzamos a hostigar, con la misma impunidad y agresividad que los verdugos egipcios.
El tema es que a veces, nosotros, hacemos lo mismo. Nos pasamos el día haciendo ladrillos para otros y cuando llegamos a nuestra tierra, nos quejamos y hostigamos cuando lo que tenemos que construir es lo propio…
En fin, el pueblo de Israel pagó 40 años en el desierto, deambulando, hasta que descubrió que nadie más que uno hará de su vida la tierra de Egipto o la de la Promesa.
Nosotros estamos a tiempo de achicar la brecha.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.