PARASHAT BEHAALOTJÁ: El sinfín de la codicia

El libro de Bemidbar nos sumerge en las temáticas del desierto, las rituales, las humanas, las divinas, las sociales… todas las dimensiones se ponen en juego a la hora de transitarlo…

Hoy nos quedaremos en esta escena: Recordemos que Dios mandaba pan del cielo; maná – con el que el pueblo se alimentaba. Y así habla del maná esta parashá:

“El maná era como semilla de culantro, y su color como color de bedelio. El pueblo se esparcía y lo recogía, lo molía en molinos o lo majaba en morteros, y lo cocía en caldera o hacía de él tortas. Su sabor era como sabor de aceite nuevo. Cuando descendía el rocío sobre el campamento de noche, el maná descendía sobre él.” (Bemidbar 11:7-9)

Pero parece ser que al pueblo no le era suficiente:

Moshé oyó al pueblo que lloraba, cada uno con su familia a la entrada de su tienda. La ira de Adonai se encendió mucho, y también le pareció mal a Moshé, quien dijo a Adonai:

— ¿Por qué has hecho mal a tu siervo? ¿Y por qué no he hallado gracia a tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo, para que me digas: “Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama, a la tierra que juraste dar a sus padres”? ¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo? Porque vienen a mí llorando y diciendo: “Danos carne para comer.” (Bemidbar 11:10-13)

Y así fue como se resolvió la controversia; Dios les envió un viento fuerte con codornices que comenzaron a comer ávidamente, hasta que la Torá nos cuenta:

«Aún tenían la carne entre sus dientes, antes de haberla masticado, cuando la ira de Adonai se encendió contra el pueblo, y lo hirió Adonai con una plaga muy grande. Y llamaron a aquel lugar Kivrot-hataava, las tumbas de la codicia, por cuanto allí sepultaron al pueblo codicioso… » (Bemidbar 11: 33-35)

Ésta no es la primera vez que vemos a un nombre de lugar significativo en la Torá. Recordemos cuando Iaakov establece un pilar para marcar el lugar donde tuvo su increíble visión de la escalera al cielo; que llamó «Bet-El,» «Casa de Dios», el lugar donde pudo ver la presencia de Dios.

Y acá, Kivrot-hataava lleva ese nombre por los codiciosos de carne, aquellos que no pudieron ni valorar ni reconocer el milagro que Dios les estaba dando. Murieron de codicia.

Y ¿cómo funciona la codicia?

El filósofo Friedrich Nietzsche escribe en La Gaya Ciencia:

Cansados poco a poco de lo antiguo, de lo que poseemos con seguridad, extendemos las manos para recibir lo nuevo; ni siquiera el paisaje más hermoso en el que acabamos de pasar tres meses está completamente seguro de nuestro amor, pues un horizonte más lejano excita nuestras ansias. Es que generalmente despreciamos el bien poseído por el hecho mismo de la posesión.

Nuestra autosatisfacción trata de ser tan intensa que continuamente está convirtiendo cualquier cosa nueva en parte de nosotros mismos, y en esto consiste la posesión.

Todo se disuelve y se indistingue automáticamente. Y nos hartamos tan rápido hasta de nosotros mismos.

Cuántos no pueden resistir el impulso de llenar una y otra vez su granero ya atiborrado de riqueza.  Cuánta gente está angustiada- sí, angustiada por no tener lo que otro tiene, por no haber conquistado las alturas que el otro habita, porque viven comprobando que siempre es posible poseer más. Cómo se han construido generaciones de adictos a la novedad por la novedad misma, a una vida que se transforma en una continua expectativa, en una continua demanda.

Nos aburrimos rápidamente.  Nos cansamos de nuestras rutinas, de los ritmos cotidianos y cuando luchamos por conseguir algo y lo obtenemos, volvemos a sentirnos vacíos porque ya no nos sirve. Siempre llega tarde. Así sucede con los objetos, con los proyectos, con los trabajos y lamentablemente también con las personas con quienes vivimos.

Hoy en día la codicia se disfraza de otras palabras pero que no dejan de provocar la misma desazón: ambición, competitividad, reglas del mercado, status, … sólo disfraces que pretenden presentar como un bien personal o social lo que no es más que un incontrolable apetito.

Y siento que seguimos exigiendo más carne, obstinados en no registrar lo que tenemos, fascinados por el espejismo de un bienestar que está construido en su evanescencia, porque nunca llega.

Nos quejamos estando llenos, pero no podemos parar de comer…

Y allí se termina todo el sentido de estar vivos. Cuando nada nos basta ni nos da saciedad, plenitud, calma. Kivrot Hataavá, las sepulturas de la codicia deberían ser- como explicaba el maestro jasídico Baal Shem Tov- el lugar donde vayamos a sepultar nuestras ambiciones desmedidas, aquéllas que nos corroen el sentido mismo de la vida. Si no, nos iremos con ellas. Porque nuestros nombres desaparecerán porque no habremos construido una huella que valga la pena ser transitada por los que nos siguen.

Nuestros espacios quedan nombrados por nuestros actos y nuestras luchas.

Ojalá que nuestros memoriales tengan nombres de solidaridad, generosidad, humildad, compromiso, afectos y entrega. Así habremos aprendido el mensaje profundo de la Torá de esta semana.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen.