PARASHAT TOLEDOT: la ceguera nuestra de cada día

De todas las parashot del libro de Bereshit ésta es la que más he dedicado a estudiar y a su vez es la que más me exaspera. Por lo que narra y por el uso del relato a posteriori con otros fines.

En una sola parashá se condensan capítulos trascendentes de la vida de nuestros patriarcas y matriarcas.

Después de años de esterilidad, Rivká e Itsjak tienen mellizos, Esav (el mayor) y Yaakov (el menor). Rivká recibe la profecía de que los dos hijos se separarán y el más poderoso servirá al menor. Luego asistimos a un dudoso trueque de un plato de comida por el derecho a la primogenitura. Cuando Itsjak está viejo y ciego, Iaakov, con la ayuda de su madre Rivká, se disfraza para hacerse pasar por Esav y así recibir la bendición de primogénito. Rivká le pone pieles de cabra en los brazos para imitar el vello de Esav. Al descubrir el engaño, Esav se enfurece y amenaza con matar a Iaakov, quien debe huir a Jarán para salvar su vida.

Todo lo que sucede en este derrotero de situaciones familiares está mal. No es una palabra que suelo usar porque mal o bien dependen de mi total subjetividad. Sin embargo, esta historia hace agua por todos sus costados. Y peor serán las interpretaciones rabínicas que reforzarán y hasta justificarán esta diferencia de preferencias entre hermanos, haciendo crecer la perfección (fallida, por cierto) de uno, en detrimento del deterioro del otro. (también fallido).

Me alejo del enojo que me provoca esta polarización forzada de los hermanos y esta defensa injustificable de Yaakov por sobre Esav para ir a otro personaje, aparentemente secundario en esta saga; Itsjak.

La costumbre de aquel entonces era impartir bendiciones a los hijos, cuando el final de la vida se acercara. Y así dice la Torá:

“Aconteció que cuando Itsjak envejeció, y sus ojos se oscurecieron quedando sin vista, llamó a Esav su hijo mayor, y le dijo: Hijo mío. Y él respondió: Heme aquí.”

וַיְהִי כִּי זָקֵן יִצְחָק וַתִּכְהֶיןָ עֵינָיו מֵרְאֹת וַיִּקְרָא אֶת עֵשָׂו בְּנוֹ הַגָּדֹל וַיֹּאמֶר אֵלָיו בְּנִי וַיֹּאמֶר אֵלָיו הִנֵּנִי.

Es interesante cómo en la traducción nos hace perder a veces la riqueza del texto original. En hebreo dice que sus ojos se oscurecieron “mereot”- que en esta versión al español lo entienden como “quedando sin vista”, a lo que yo podría objetar y  decir que “mereot” podría llegar a ser “de mirar” … Se quedó ciego de mirar…

Vayamos a buscar algunas de las exégesis que nos iluminen este momento. En general cuando los personajes bíblicos mueren no se explica su causa, ni el estado con el que llegan al final de la vida. Aquí, el detalle de ojos oscurecidos “de ver” no nos puede dejar indiferentes.

Rashi (s. XI) explica la ceguera de Itsjak de este modo: “Cuando Itsjak estaba atado al altar y su padre estaba a punto de sacrificarlo, en ese preciso instante se abrieron los cielos, los ángeles que lo servían lo vieron y lloraron, y sus lágrimas fluyeron y cayeron sobre los ojos de Itsjak, que así se oscurecieron (Bereshit Rabá 65:10).”

Un midrash conmovedor. Los ángeles lloraron y esas lágrimas dañaron la vista de Itjzak quien no debe haber podido liberarse de la imagen de ese padre- a quien no verá jamás- con un cuchillo en alto a punto de sacrificarlo.

Pero Rashi continúa con otra de las interpretaciones: “Otra explicación es: Se oscurecieron precisamente para que Iaakov pudiera recibir las bendiciones (Bereshit Rabá 65:8).

Rashi recoge de diversas fuentes alternativas para entender la ceguera de Itsjak. En esta segunda versión deja entrever que “hace la vista gorda” – como decimos coloquialmente- al engaño de Iaakov, porque su verdadero propósito era bendecirlo a él.

Miren qué interesante lo que escribe el rabino Burton L. Visotzky:

“La ceguera sumió a Itsjak en una oscuridad más profunda que la que asolaba Egipto. Itsjak, quien de joven fue ciego a las maquinaciones de su medio hermano, quien al crecer fue ciego a la peligrosa devoción de su padre a Dios, quien al casarse fue ciego a la corrupción de su cuñado, quien al engendrar hijos fue ciego a las mezquinas adulación de estos, quien al envejecer fue ciego a la preferencia de su esposa por uno de sus hijos y a sus intrigas para que este prevaleciera sobre el otro, en verdad, Itsjak no podía ver.”

Una modo profundo de repasar a vida de Itsjak que no puede ver casi nada en las diferentes etapas de su vida.

Volver a leer este pasaje en estos tiempos de turbulencia me despierta otros sentidos.

Recordemos que Itjsak amaba más a Esav- según dice la Torá- porque traía la caza en su boca y Rivká amaba más a Yaakov, porque era quien permanecía en las tiendas…  Acá empieza la ceguera. La incapacidad de poder ver a los hijos, a cada uno de ellos con sus luces y sombras, sus talentos y flaquezas. No es casual que el texto bíblico nos haya desafiado con un par de mellizos. Desde entonces hemos fracasado. La inevitabilidad de tener que ponderar a uno por sobre el otro, de recalcar las virtudes de uno en detrimento de las capacidades del otro, en reforzar esos lugares fijos, esos sesgos únicos que entronizan a unos y demonizan a otros.

Ambos hijos nacieron de ese vientre, concebidos con amor. Y la familia como un todo no puede alojarlos a los dos en su diversidad. Las exegesis posteriores, que pretenden mostrar a Yaakov como el inmaculado y a Esav como la representación del mal han reforzado la ceguera; la de no poder ver a quienes tenemos adelante, porque a priori, debemos elegir por uno de ellos.

Pasaron los años, los siglos y los milenios y seguimos replicando la forzada y enceguecida lectura de los Yaakov y los Esav de la historia. Ubicándolos a cada uno en un polo, opuesto, contrario e irreconciliable como si la vida fuera una cincha en la que el más tira se lleva todo el premio. Nadie gana si la propuesta es unos u otros. Sin embargo, así hemos aprendido la historia: los vencedores y los vencidos, los colonizadores y los colonizados… cuando alguien gana es porque el otro pierde. Y así jugamos al “gallito ciego” para no desafiarnos a fondo en la maravillosa y trabajosa tarea de abrir el lente de nuestras perspectivas y animarnos a mirar a todos. Ninguna sociedad que se sostiene sobre la teoría de ángeles absolutos y demonios absolutos consigue una cima verdadera. Las fracturas sociales, y la erosión de la posibilidad de una vida compartida en situaciones agravadas terminan en tragedia.

Y cuando perdemos la complejidad, perdemos la libertad. Y cuando perdemos la libertad, abrimos la puerta a algo mucho más peligroso.

Necesitamos recuperar la confianza y volver a mirar con nuestros ojos. Cada uno, del lado que esté tiene sueños, aspiraciones, temores, flaquezas, desconfianzas, narrativas, pendientes e imposibles.

Quien elige confiar se abre a la mirada plural y compleja de los demás, una mirada que devuelve afecto y misericordia.

Les propongo volver a ese vientre de Rivká y contar nuevamente la historia de esos hermanos que nacieron juntos y diversos para complementarse, para aportar cada uno a una construcción compartida. Sin necesidad de confrontarlos artificialmente, de someterlos a paradigmas que los obligan a ser primeros, mejores, y únicos.

No es tiempo de echar culpas sino de echar luz. De animarnos a aprender a ver nuevamente. A dejar las opciones excluyentes y darle oportunidad a la complejidad y por qué no, a la posibilidad de leer la historia con ojos más abiertos.

Quiero contarles que como pudieron, y víctimas de las cerrazones de sus padres y la distancia impuesta por el odio y la competencia, estos hermanos volverán a mirarse a la cara, viéndose más allá de las etiquetas que les impusieron las miradas de sus progenitores y se abrazarán.

Elijo creer que otras miradas son posibles, para intentar un nuevo comienzo.

Por ahora, todos así de ciegos, estamos perdiendo.

Rabina Silvina Chemen.