PARASHAT VAIETZÉ : ¿Recolectar trofeos?

Y habló el Eterno a Iaakov: Vuelve a la tierra de tus padres, y a tu parentela, y Yo estaré contigo” Bereshit XXI:3

Continuamos con las peripecias de nuestro patriarca Iaakov, quien tiene una vida, por decirlo de alguna manera, tormentosa, llena de marchas y contramarchas.

Hacía más de 20 años que había huido de la casa de sus padres, por haber engañado a su padre y a su hermano. Vivió en la tierra de su madre, en el seno de su propia familia, sirviendo a su tío y a la vez suegro, Laván, quien también lo engañó obligándolo a unirse a una hija que él no quería y luego haciéndolo trabajar para conseguir a la segunda, su amada Rajel.

Hijos de Lea, su primera esposa y esterilidad de su mujer amada, son parte de los acontecimientos atribulados de su vida.

Ha pasado ya mucho tiempo y recibe el llamado del Dios de su padre y de su abuelo que le dice que es tiempo de volver a la tierra de sus antepasados.

Iaakov tiene una actitud que a mí me sorprende, pero que probablemente, hable de su madurez: les pregunta a sus mujeres qué opinan sobre la decisión de volver.

Y respondieron Rajel y Leá, y le dijeron: “¿Acaso nos queda todavía a nosotras parte ni herencia en la casa de nuestro padre? Ciertamente extrañas fuimos consideradas por él, porque nos vendió y se ha comido por completo nuestra plata. De manera que toda la riqueza que ha quitado Dios a nuestro padre, de nosotras es y de nuestros hijos. Ahora, pues, haz todo lo que te ha dicho Dios. Y se levantó Iaakov e hizo subir a sus hijos y sus mujeres sobre los camellos, y condujo a todo su ganado y toda su hacienda que había adquirido, los bienes de su ganancia que había adquirido en Paddán Aram, para volver con Itzjak, su padre, a la tierra de Canaán .Mas Laván había ido a esquilar su rebaño, y Rajel hurtó los ídolos que tenía su padre.” Bereshit 31:14-19

Es interesante vincularnos con la respuesta de las mujeres: no tenemos nada que hacer aquí. Nuestro padre ha ganado mucho dinero con la excusa de “vendernos” a ti. No nos queda nada en esta tierra, sólo la familia que hemos formado. Pero lo que siempre me atrajo es la actitud de Rajel: robarle los ídolos (trafim, en hebreo) a su padre.

Pienso; ¿qué gana Rajel que robarle los trafim a Laván, si ya no lo vería más? ¿Acaso será una respuesta tardía a la vil decisión de poner a su hermana en lugar de a ella en la tienda del hombre al que amaba y con quien ella estaba dispuesta a unirse? Rajel espera, premeditadamente a que su padre está esquilando su rebaño y le roba lo que más le importa.

La historia continúa con una persecución de Laván a Iaakov y sus hijas. Entendiendo que no podrá recuperarlas para que vuelvan a su casa, decide descubrir quién le robó sus ídolos. Primero lo acusa a Iaakov quien no tiene idea de lo sucedido y luego entra a las tiendas de sus hijas; primero a la de Lea, luego a la de Rajel, quien le dice que no puede ponerse de pie: “Y ella dijo a su padre: No se enoje mi señor de que no pueda levantarme delante de ti, porque estoy con la costumbre de las mujeres. Y él buscó, mas no halló los ídolos”. Bereshit XXXI:35

Pienso en cuánta habrá meditado Rajel para organizar la escena, decidir lo que le iría a responder con no poco cinismo… era una revancha perfecta por haberle arruinado la vida; quitarle los trafim, lo que más le encolerizaba perder.

¿Qué son los trafim, exactamente?

En el Tanaj hay un par de versículos que mencionan trafim, como ídolos, como el caso de Shoftim, el libro de los jueces: ¿No sabéis que en estas casas hay un efod, “trafim” (ídolos domésticos), una imagen tallada y una imagen de fundición? Shoftim XVIII:14

Pero… ¿de dónde viene la palabra trafim? ¿De qué tipo de ídolos o deidades estamos hablando? Hay una explicación que como casi siempre sirve de excusa para pensarnos a nosotros mismos y nuestras propias adoraciones.

Es interesante el parecido de la palabra trafim, con “trofeo”, en español, trophy en inglés, trophée en francés, trophäe alemán, трофей (que se escucha “trofey”) en ruso.

Si buscáramos su definición: trofeo, del lat. trophaeum, y éste del gr. Trophaion

  1. (s. m.) Objeto que recibe el ganador, y a veces también los primeros clasificados, en una competición de cualquier clase, como premio o como recuerdo.
  2. (s. m.) Objeto perteneciente al enemigo del cual se apodera el vencedor en una guerra o batalla.
  3. (s. m.) Cabeza disecada, cornamenta, etc., de un animal, que posee alguien como recuerdo de haberlo cazado.
  4. (s. m.) Adorno formado por armas u otros objetos militares colocados de una determinada manera.
  5. (s. m.) Monumento, objeto, etc., que conmemora o recuerda una victoria.

Todas mencionan la competencia, el haberle ganado a otros, el quedarse con algo del vencido y exhibirlo, el mostrar una victoria en la que otros no ganaron. A eso se lo llama trofeo. Y esos se convierten en ídolos que enloquecemos si alguien nos los quita: porque no sólo que son nuestros, sino que son a veces hasta nosotros mismos. Ellos hablan de nosotros, nos dejan en un lugar diferencial frente a los ojos de los demás, sólo tenemos que exponerlos, y a ellos les debemos (o creemos deberle) nuestra reputación. Somos adoradores de trofeos que nos dicen en la frialdad de su metal y la impersonalidad de sus inscripciones, que valemos algo.

Y no sólo necesitamos de trofeos materiales, que nos muestren vencedores, de lo que sea.

A veces usamos trofeos humanos, como nuestros hijos en una contienda de pareja, a personas en nuestros trabajos que las mostramos como extensiones de nosotros mismos, etc.

Todo lo que se idolatra y se “trofeíza” nos pone en el lugar de Laván. Un adorador de sí mismo, que cuando ve sus vitrinas vacías, ya no le importa que está perdiendo a sus hijas, sino que lo que necesita es recuperar ese espejo falso que le dicen que él es el ganador. El trofeo te hace creer que estás siempre en aquél primer puesto que te hizo sentir superior a otros. Y por eso nos hacemos idólatras del paraíso de la superioridad.

Porque en algún momento de nuestras vidas, alguien nos hizo creer que la meta de la existencia es recolectar trofeos que finalmente te transforman cada vez en más dependiente de ellos. Nos enseñaron quizás que a la vida hay que ganarla, más que vivirla, y que el clima de guerra- que aparentemente es el único que conocemos- se lleva ganadores y derrotados. Y nadie quiere ser el derrotado.

Y no estoy hablando sólo de Laván, el padre de Rajel y Lea. Creo que quedó claro.

Autor: Moré Adi Benabraham Cangado