“Y dijeron a Moshé: ¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto? ¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto.
Y Moshé dijo al pueblo: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Adonai hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis.
Adonai peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos.
Entonces Adonai dijo a Moshé: ¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen.
Y tú alza tu vara, y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco.” Shemot 14:11-16
La situación es apremiante. Siglos de esclavitud y después de mucho penar- y no con pocas dudas supongo- el pueblo de Israel deja Egipto hacia un destino inimaginable. No había posibilidad de representación mental de lo que significaba ser libre y llegar a una tierra con la que no habían tenido ningún tipo de contacto o relato.
La aridez del desierto. La confusión. La adecuación a una vida sin látigo ni tareas rutinarias fijas, obligadas. La ausencia de castigo y de humillación. Todo transformaba a esa escena en un hervidero, un caldo de cultivo en el que cualquier dificultad se transformaría en una tragedia.
Siglos de no quejarse. De no tener derecho a reclamar. De no saber lo que es otra cosa más que el barro, la paja, los azotes y un nuevo día cada día, que les auguraba lo mismo.
Lo nuevo daba pánico. El desierto, más que planicie era un gran abismo.
En este contexto, a pocos días de haber salido, el ejército egipcio avanza sobre ellos. El Faraón se arrepiente. Quiere recuperar la mano de obra esclava. Y cuando el pueblo de Israel ve a esa escena: a sus amos, que los tenían aún sometidos sicológicamente, acercándose con todo su poderío, mientras ellos cargan unos cuantos ganados y sacos harapientos con sus pertenencias lo menos que pueden hacer es reclamarle a Moshé. A ese líder “fantasioso” que suponía que iba a derrotar a la maquinaria egipcia.
Finalmente, es mejor morirse en tierra conocida, aunque esclavizante, que un desierto masacrados a mansalva por sus patrones de siempre…
Moshé utiliza su fórmula tranquilizadora: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Adonai hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Adonai peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos.
Otra vez la ilusión que ese Dios invisible, intangible y absolutamente nuevo para ellos, responderá por ellos y peleará por ellos y los salvará. Y Moshé les pide que “estén tranquilos”.
Todos sabemos que intervenciones como éstas son difíciles de tomar en serio o por lo menos es complicado sosegar el pánico con este tipo de respuestas.
Pero acá lo interesante no sigue entre el pueblo y Moshé, sino en la reacción de Dios, que es donde hoy quiero que nos focalicemos. Dios escucha el argumento de Moshé al pueblo, que lo involucra. Y le dice:
Entonces Adonai dijo a Moshé: ¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen.
Acá intuyo que estamos ante un mensaje clave.
Rashi (Siglo XI, Francia) interpreta que Dios está diciendo, “Ahora no es el momento de prolongar la plegaria porque el pueblo de Israel está atribulado.” Rashi, como otros comentaristas, entienden que hay momentos que se “resuelven” con plegarias y otros que no.
Pero permítanme, con todo respeto ampliar lo que para mí es el significado de esta escena:
Dios está enseñando algo esencial a la hora de encontrarnos en un momento de miedo, de desazón y confusión.
Hay momentos en los que es bueno reclamar. En los que la queja, el pedido de que otro se haga cargo de lo que está sucediendo, corresponde y produce efecto. Si se quiere, en términos religiosos y siguiendo a Rashi podríamos decir que hay situaciones en las que rezar ayuda, fortalece y da ánimos. Pero hay otras en las que no es suficiente.
Acá Dios le da a Moshé una vuelta a su argumento y le dice: ¡Basta de reclamarme a mí, sin mover un dedo! ¡Basta de seguir esperando que las soluciones lleguen de “arriba”! ¡Basta de no asumir la libertad como las acciones que voluntariamente cada uno debe hacer para cruzar del otro lado! ¡Basta de esa posición cómoda de esperar que otro te lo resuelva y culparlo para no responsabilizarte de lo que no estás haciendo!
¡Di a los hijos de Israel que marchen! La solución es encarar la marcha, avanzar, hacerse lugar y camino, ponerse la historia al hombro y hacer algo con ella. Que caminen, que se arriesguen, que prueben. Es tiempo de hacer no de seguir reclamando.
Y acá me parece que este texto pone luz a un tema que nos convoca cotidianamente. Cuando estamos ante un peligro, ante una situación difícil, cuando por atrás sentimos que alguien nos acosa y por delante tenemos un mar que nos impide aparentemente seguir la marcha, hay dos opciones: o seguimos reclamando, ateridos de miedo, que alguien – que nos somos nosotros- nos resuelva en entuerto. O nos ponemos las botas y buscamos caminos para resolver la situación que nos apremia. O marchamos o reclamamos.
Lo que dice Dios es que, para esto, la respuesta no está en el cielo sino en la marcha.
Será cuestión de intentarlo. El pueblo de Israel pudo llegar del otro lado y los egipcios no cumplieron su cometido.
Shabat Shalom,
Rabina Silvina Chemen.