El otro día se acercó un estudiante rabínico y me preguntó cómo toma la gente que me escucha, mi posición a veces un tanto dura respecto de los personajes que marcan el origen de nuestra tradición. Cómo me atrevo a criticar a los patriarcas y matriarcas… cosa que él también piensa pero que a veces evita decirlo, como si le diera pudor develar los aspectos oscuros de nuestros fundadores.
Y la verdad es que nunca me puse a pensar que tomar el texto bíblico y sus historias y mirarlo con las gafas de mi tiempo y con la lectura desde mi realidad le hiciera daño a alguien.
Es más, me parece que obviar lo que incomoda o no hacer hincapié en lo que no nos gusta, para salvaguardar el buen honor de un origen perfecto, hace daño y nos aleja de Torat Jayím, de una Torá para la vida, porque la vida es eso: una mezcla de brillos y sinsabores, de mezquindades y amores, un cúmulo de ilusiones y de tropiezos. Como las vidas de nuestros patriarcas en el libro de Bereshit.
Y así me pasa hoy con Yaakov, a quien no puedo justificar como intentan Rashi, Ibn Ezra, el midrash… en esta parashá en particular…
Estamos recién empezando esta genealogía a la que pertenecemos.
Abraham no pudo pasar sus últimos días al lado de sus hijos: Yshmael e Ytsjak. A uno le echó por pedido de Sará. Al otro lo perdió- dado que nunca más lo vio después de la Akedá- por pedido aparente de Dios. Lo cierto es que no hubo lecho de muerte, reunión de hijos, bendiciones y palabras de sabiduría, de un padre anciano a sus herederos.
Ahora el anciano es Ytsjak y con él, al final de sus días se estaría por inaugurar esta tradición de un padre viejo y respetado, entregando su bendición y su legado a sus hijos…
Pero tampoco pudo ser. No existió tal reunión, como estamos acostumbrados a ver o leer en los cuentos. Ytsjak no se va a ir en paz. Sus hijos no lo van a llorar en paz. Los hermanos no van a vivir en paz.
Uno de los filósofos más queridos para mí, Walter Benjamin tiene un trabajo que llamó “Experiencia y Pobreza” y allí él comienza diciendo:
En nuestros libros de cuentos, dice Benjamin, está la fábula del anciano que en su lecho de muerte hace saber a sus hijos que en su viña hay un tesoro escondido. Sólo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo cuando llega el otoño, la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro, sino en la laboriosidad.
Todos, de una u otra manera escuchamos o leímos infinitas versiones de este mensaje de sabiduría de vida. La riqueza no es el tesoro sino la capacidad de trabajarlo, de merecerlo, de esperar los procesos, de acompañar al tiempo…monedas de oro, perlas, cofres, mapas…Y todas terminan con una moraleja similar: La mejor herencia que nos dejan los ancianos, los viejos sabios, es el aprendizaje, es la experiencia de la vida y no el monto.
Yaakov no lo entendió así. O confundió el concepto de primogenitura con el de privilegio, el poder, el status, o la posición…
Está bien.
Algunos me dirán que fue incitado por su madre, a robarle la bendición que se le otorgaba a los primogénitos, a su hermano Esav- a quien le correspondía. Algunos me dirán que Rivká sabía que el menor iba a ser el continuador de esta incipiente nueva cultura. Algunos me dirán que Yaakov temió que su padre se diera cuenta que era un embaucador. Sí. Tienen razón.
Comprendemos a Rivka. A Yaakov. Al enojo de Esav. A la obediencia de Yaakov. Pero hoy no vengo a comprenderlos a ellos, sino a apoyarme en el texto para comprendernos a nosotros.
Y vuelvo al autor de “Experiencia y Pobreza”. Walter Benjamin cuenta con estupor cómo la generación de 1914 a 1918, aquellos que volvían de la guerra, regresaban muda de los campos de batalla. No tenían palabras para comunicar lo que habían vivido. Y esto los hacía pobres, dice el autor. Porque el no poder poner palabras a lo que vivimos, nos empobrece.
Y aquí tenemos a una madre que disfraza a un hijo del otro. Que casi no lo deja titubear ante tamaño engaño al padre casi ciego.
Y aquí tenemos a un hijo que no tiene palabras de verdad ante su padre. Dice que es Esav, dice que es quien no es, una y otra vez. Se quedó sin decir de él, para ganar el tesoro, el cofre, el status, la posición.
“Hakol kol Iaakov”– la voz es la voz de Iaakov, dice Ytsjak, que creo que se da cuenta de que los brazos velludos que está tocando, no corresponden a esa voz que está escuchando.
Hakol Kol Iaakov, la voz, es de Yaakov. Iaakov, ponle palabras a tu voz- escucha susurrar a Ytsjak. Entra en tu voz. Hazla texto. Hablemos. Dejame que te diga. Dime. Qué te pasa, qué sientes, qué quieres, qué piensas. Te vaciaste de palabras para hacerte rico. Y te vas haciendo cada vez más pobre…
Hemos dejado de hablar. Hemos dejado de darles la palabra a los viejos sabios. Hemos dejado de decir de nosotros; por cansancio, por incredulidad, por soledad, por moda.
Nos refugiamos en las pantallas llenas de colores, en los teclados llenos de letras, para no decir. ¿Para qué ocupar el tiempo en palabras que relaten nuestra vivencia si tenemos que producir, y ganar y conseguir, y arrebatar, y acopiar y seguir y seguir y seguir?
La riqueza de la creación fue el que Dios nos haya puesto aquí para nombrar cada cosa del universo. Nombrar es la capacidad de decir de otros y de nosotros. Y cada vez que decimos de nosotros, nos revelamos- con v corta- algo del velo que nos oculta de nosotros mismos se corre y nos descubrimos una y otra vez.
Iaakov se escondió detrás de pieles olorosas que no le correspondían. Muchos de nosotros nos escondemos detrás de otras pieles, quizás mejormente perfumadas, pero escondites, al fin.
Y también pretendió esconderse en una voz que decía que él no era él. Como tantas veces nosotros, decimos que somos quienes no somos. Que no nos afecta lo que sí nos afecta. Que no necesitamos cuando sí necesitamos…
Yaakov fue a buscar riqueza. Y salió empobrecido. No volverá a ver a su madre viva. A su padre vivo. A su hermano por 20 años. Huirá a un lugar en el que será él mismo víctima de engaño.
La falta de palabras para relatar lo que nos pasa, la falta de tiempo para decir de nosotros, la falta de valor para decir lo que pensamos y nombrar a la realidad como nosotros creemos que debe ser nombrada y no como se nos impone por los líderes de opinión de turno, la relativización de la verdad, la justicia, lo correcto y lo bueno, nos ha empobrecido, aunque tengamos las arcas llenas.
Estoy segura de que Yaakov hubiera sido de una u otra manera nuestro tercer patriarca. El costo de hacerlo de este modo fue inmenso. Le llevó toda la vida poder entenderlo. La tradición no se arrebata. Las posiciones en una familia no se roban. Lo mejor de heredar un árbol es tener la capacidad de esperar y disfrutar su fruto. Y la mejor herramienta para tener una vida plena es saber y animarse a decir de uno, con la propia palabra; hacer coincidir nuestra voz con nuestra apariencia, nuestro decir con nuestro compromiso.
Shabat Shalom
Rabina Silvina Chemen