PARASHAT EKEV: Necesitábamos volver al desierto

Me es difícil desviar mis lecturas de los ojos de la realidad que estamos viviendo. Busco en los intersticios del texto alguna llave para transitar este tiempo, analizar lo vivido en el pasado y animarme a dibujar un futuro que por ahora se ve difuso.

Y debo confesarles que el fenómeno de una pandemia, el saber que esto aqueja a toda la humanidad, en todas sus variaciones y matices me hace volver al texto sagrado, no ya desde la particularidad de una lectura judía, sino como punto de partida hacia una comprensión más amplia y existencial.

Parashat Ekev, como todas las del libro de Devarim es un texto conclusivo y transicional. Conclusivo porque Moshé en sus últimos días con la visión sabia y el límite de sus fuerzas transita la historia vivida en los 40 años para que la memoria sea una de las semillas que florezcan en este nuevo pueblo que ingresa a la tierra; y transicional porque estos discursos sirven también de puente entre la realidad del desierto y la de la tierra fija, firme, habitada, trabajada y construida. Entre el movimiento característico del nomadismo, a la fijación de la civilización instalada. Moshé en Devarim traza un puente: recuerda, registra y advierte.

Y lo que quiero comentar hoy (que casualmente fue la parte de la parashá que también me convocó en mi comentario del año pasado en otras circunstancias) tiene que ver con esta advertencia, en la transición.

Así está escrito:

Cuídate de no olvidarte de Adonai tu Dios, para cumplir sus mandamientos, sus decretos y sus estatutos que yo te ordeno hoy; no suceda que comas y te sacies, y edifiques buenas casas en que habites, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se aumente; y se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Adonai tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de servidumbre; que te hizo caminar por un desierto grande y espantoso, lleno de serpientes ardientes, y de escorpiones, y de sed, donde no había agua, y él te sacó agua de la roca del pedernal; que te sustentó con maná en el desierto, comida que tus padres no habían conocido, afligiéndote y probándote, para a la postre hacerte bien; y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza.” Devarim 8:11-17

Uno podría hacer una lectura local, pequeña y circunscribirlo a los preceptos que este grupo de gente recibió antes de entrar a la tierra o uno puede leerlo desde una visión global a la luz de lo que estamos viviendo.

Porque no podemos desentendernos de que esta locura que sucede en el mundo tuvo que ver con el desinterés, la indiferencia, la desigualdad y el olvido. Esta pandemia deja al desnudo la inequidad, la falta de contacto con los que no tienen los mínimos derechos y a su vez, muestra cómo los imperios no se salvan cuando el planeta grita. Necesitábamos un virus que nos enferme a todos para entender que somos todos, parte de una humanidad interconectada, y que no podemos desprendernos los unos de los otros. Muchos olvidaron sus orígenes, el valor del esfuerzo, las construcciones les taparon los ojos, la competitividad les borró la ética, el mercado se trasformó en el nuevo ídolo… nos olvidamos de quienes nos sostienen, dejamos la fe confinada a los muros de los santuarios y creímos que la riqueza nos correspondía.

No puedo leer este texto de otro modo en este tiempo. Pero no me puedo quedar con la angustia y el reclamo. Llegamos hasta acá y se supone que en algún momento esto acabará. La pregunta es qué haremos con todo este bagaje de aprendizajes y reflexiones que hemos generado durante estos larguísimos meses de aislamiento, dudas y confusiones.

El sufrimiento profundo que experimentaban – escribió Albert Camus en “La Peste”- era el de todos los prisioneros y el de todos los exiliados, el sufrimiento de vivir en un recuerdo inútil. Ese pasado mismo en el que pensaban continuamente sólo tenía el sabor de la nostalgia. Hubieran querido poder añadirle todo lo que sentían no haber hecho cuando podían hacerlo, con aquel o aquellas que esperaban, e igualmente mezclaban a todas las circunstancias relativamente dichosas de sus vidas de prisioneros la imagen del ausente, no pudiendo satisfacerse con lo que en la realidad vivían. Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos que la justicia o el odio de los hombres tienen entre rejas.

“Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir”- me conmueve esta frase. Y me pregunto cómo pensar ese porvenir. Algunos sueñan en volver a lo que era antes, otros piensan desquitarse por todo lo que no pudieron y muchos pensamos que tenemos que volver a empezar. Que el dolor por las pérdidas y el miedo a la muerte nos tiene que haber llevado a pensar el valor de la vida, de la tierra y de los que habitamos en ella.

Por eso es tan importante este texto en el desierto. Porque quizás este tiempo de encierro es una especie de desierto, de espacio en el que no nos queda claro dónde está el horizonte, una experiencia de soledades e incertidumbres que nos hace aprender tanto de nosotros mismos.

Edmond Jabes, escritor egipcio dedica la gran parte de su obra literaria a la metáfora del desierto como matriz desde la que nacimos pueblo. Él escribe:

“La experiencia del desierto fue, para mí, predominante. Entre el cielo y la arena, entre el Todo y la Nada, la pregunta es quemante. Arde y no se consume. Arde por sí misma en el vacío. La experiencia del desierto es también la escucha, la extrema escucha. No solamente se oye lo que en ninguna otra parte se oiría, el verdadero silencio cruel y doloroso, porque incluso pareciera reprocharle al corazón sus latidos; sino, igual, cuando por ejemplo está uno acostado sobre la arena y sucede que, de pronto, un ruido insólito nos intriga; un ruido como el de un paso humano o de un animal, más cercano a cada instante, o que se aleja o parece alejarse, que sigue de largo.”

Volver al desierto es despojarnos para recuperar memorias.

Es volver a escuchar el silencio que nos conecta, aún con dolor, a los latidos de nuestros corazones.

Es reparar en lo pequeño y planificar lo grande. O volver a entender que nada grande sinceramente puede suceder si no cuidamos lo pequeño.

Con derecho a todas las alturas pero sin desentendernos de nuestros suelos, que son los fundamentos que nos sostienen.

Suelos que nos sostienen a todos, y que cuando alguno cae, en definitiva caemos todos.

Estamos en el desierto-sin certeza. Y tenemos delante una promesa que será realidad si entramos a ella con memoria y conciencia colectiva. Sólo así esto habrá tenido sentido.

Shabat Shalóm,

Rabina Silvina Chemen