PARASHAT BEMIDBAR: pueblo sin dueño

“Habló Adonai a Moshé en el desierto de Sinaí, en el tabernáculo de reunión, en el día primero del mes segundo, en el segundo año de su salida de la tierra de Egipto, diciendo: Tomad el censo de toda la congregación de los hijos de Israel por sus familias, por las casas de sus padres, con la cuenta de los nombres, todos los varones por sus cabezas.” Bemidbar-Números 1:1-2

Así comienza el cuarto libro de la Torá, en español llamado Números y en hebreo llamado Bemidbar.

El primero nombre alude al motivo que inicia este libro, como lo es el censo, la necesidad de saber con cuántas personas se contaba en aquél entonces.

El segundo nombre tiene que ver con un detalle que marcará toda la diferencia en nuestra constitución como pueblo: en el desierto de Sinai.

La primera pregunta que surge es por qué la necesidad de aclarar que Dios habló en el desierto de Sinai. Porque si recorren el texto bíblico, salvo los momentos en los que Dios habla en lugares particulares como por ejemplo el monte Sinai; no se menciona el lugar geográfico donde Moshé recibía los mensajes divinos.

Pero no sólo nosotros nos preguntamos por ello.

El midrash Bemidbar Rabá 1:7 trae una respuesta que me gustaría compartir:

“…Y habló Dios a Moshé en el desierto de Sinaí. ¿Por qué en el desierto del Sinaí? …- quien no se abre a todos [lit. sin dueño], como un desierto no es capaz de adquirir sabiduría y Torá, por eso está escrito ‘en el desierto del Sinaí’…”

Me parece novedosa esta interpretación que inaugura una concepción totalmente distinta de lo que significa en la mayoría de nosotros ser parte de una nación sostenida por una preceptiva, por un mandato de acción cotidiana en el mundo sostenido por la fe en Dios. La imagen más usual de la fe y de la obediencia a sus mandamientos tiene que ver con perder de algún modo la autonomía para pasar a subsumirse en una práctica reglada por un superior.

Sin embargo, el midrash me sorprende.

Hay que transitar el desierto porque sólo así entenderán que no estamos hablando de un pueblo que tiene un Dios que los guía por un camino de verdadera libertad. Dios, libertad y ley nada tiene que ver con un dios-dueño de las vidas de sus fieles.

Para ser sabios hay que elegir no tener dueños; aunque a veces estos liderazgos absolutos te fascinen y te brinden ciertas garantías. ¡Qué lejos está de la imagen que nos hemos forjado de una legalidad y una práctica que someten! La sabiduría vendrá de la capacidad de tener amplitud infinita de pensamiento para poder llegar a destino.

El desierto es el vacío con más contenido de toda la historia de la humanidad.

«En el desierto, -relata el genio escritor egipcio-francés Edmond Jabés- uno se vuelve otro: aquel que conoce el peso del cielo y la sed de la tierra; aquel que ha aprendido a contar con su propia soledad. Lejos de excluirnos, el desierto nos envuelve. Nos volvemos inmensidad de arena al igual que, escribiendo, somos libro»

Somos el desierto. En sus silencios aprendimos a ponerle palabras a nuestra incipiente historia.

Somos desierto porque aprendimos a leer el vacío de las letras. Somos nosotros los que aprendimos a encontrar sentido en los espacios sin grafía.

Rabí Pinjás en nombre de Rabí Shimón ben Lakish dijo: La Torá que el Santo Bendito Sea le dio a Moshé fue entregada como fuego blanco grabado en fuego negro” Talmud Ierushalmi, Shekalim 25b

La Torá se escribió con la misma premisa con la que estamos intentando comprender el contenido del desierto. fuego blanco es aquél que deja los espacios en blanco para que las puras formas, que son las letras, signifiquen.

No hay palabras ni letras que por sí mismas tengan sentido.

Se necesita de la idoneidad y del hálito de quien las lee, fuego blanco sobre negro, para conectarse con el significado único de lo que allí está escrito.

Y quizás no en vano la festividad de Shavuot esté tan cerca de la lectura de esta parashá.

Porque no hay Torá si no repactamos con el desierto en el cual habitan las palabras y la huella que heredamos de ser pueblo en tránsito por la inmensidad. En el vacío, justamente, hemos aprendido a encontrar significados.

Por tanto, las verdades enlatadas y las certidumbres absolutas e impuestas obstruyen el método que hemos recibido.

Acostumbrados a una realidad en la que no toleramos el silencio, no nos damos cuenta de cuán apabullados y cuán ocupados tenemos todos los espacios para encontrar ese fuego blanco que hace que el texto vuelva a ser nuestro cuando lo pronunciamos.

Para eso necesitamos el desierto. Para darnos lugar. Para volver a la oportunidad de ser “en tránsito” a la promesa porque siempre estamos caminamos hacia la infinidad. Somos el desierto porque no nos asfixiamos en ninguna forma fija que, aunque segura, nos limita la conciencia.

Estamos transitando tiempos de cerrazones y coartadas, habitando espacios sobrecargados y en búsqueda de gurúes de lo absoluto que nos enseñen a vivir.

Ser parte de esta tradición es un gesto de resistencia a todo esto que parece la normalidad.

La consigna es el espacio disponible para la marcha y el entendimiento. Abrir el corazón a la posibilidad de escuchar nuestras voces en el momento de recibir el texto. Transitar lo insondable en búsqueda de nuevos misterios que nos volverán a las nuevas preguntas.

¿Acaso habremos salido del desierto?

Espero que no.

A pesar de los intentos de algunos de encerrarnos en interpretaciones acabadas y sin salida, nosotros somos el desierto. Y con los pies llenos de arena por la caminata nos encontraremos este Shavuot para honrar la palabra y sus sentidos a lo largo de las generaciones.

¡Shabat Shalom y Jag Sameaj!

Silvina Chemen.