He enseñado parashat Noaj durante muchos como relatos mitológicos fundacionales fácilmente ubicables en otros contextos culturales de épocas similares, con variaciones, por supuesto. Historias que aplican para dejar volar la imaginación narrativa de los niños, plenas de imágenes para dibujar y colorear, y por qué no, con un contenido concreto que nos permitía reflexionar en profundidad.
Sin embargo, a la luz de los acontecimientos de la historia mundial en general y como pueblo judío en particular, estas imágenes, lejos de ubicarlas en un mito primitivo o en una ficción amigable con la infancia, me llevaron a pensar el derrotero en el que estamos viviendo.
Fíjense.
La tierra habitada por la corrupción. “Y la tierra se había corrompido delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia.” Bereshit – Génesis 6:11
Ante un descalabro masivo, el relato indica que Dios decide “barajar y dar de nuevo un diluvio que le dé a la humanidad la oportunidad de comenzar desde cero y elegir otros caminos. No voy a entrar en polémicas ni en la controversial (para mí) figura de Noaj que se salva solo y no se inmuta por nadie… no es el tema. El cuento no es lo que me importa sino un análisis global. – ¿Cómo puede ser?, me dirán algunos. – ¿Estás criticando la voluntad de Dios al mandar el diluvio? Si lo sienten así, entonces SÍ. No puedo, por más fe que tenga, recibir y enorgullecerme de esta narrativa que lo pone a Dios en el lugar de los autoritarios que encuentran que hay que “arrasar con todo lo que molesta” para llegar a una reparación. Porque los males, los conflictos, las disidencias, no se resuelvan borrando del mapa a los que incomodan, porque luego nacen otros, que aprenden a ser más fuertes, más resistentes, más odiadores, más vengativos… nada bueno sucede cuando cierto poder (ni siquiera en nombre de Dios) arrasa con todo, dejando sólo a uno, que es quien promete salvar a la tierra… No funciona así.
Tanta razón tengo -y disculpen mi falta de humildad- que acto seguido en la misma parashá leemos la construcción de la torre de Babel, digna hija de los hijos del diluvio. Construir una torre que llegue al cielo y ser ese dios del que aprendieron la angurria del poder absoluto en las alturas cuando no importa nada de los que quedan abajo. Para eso hay que uniformar a todos con una sola lengua (llámese bandera, ideología, definición de enemigo…) y usarlos en nombre de ese ideal para que ellos se entronicen en la cima, esa que compite con el poder de Dios… porque se creen dios.
En unos pocos y contundentes versículos se resume esta saga:
“Y dijeron: «Vengan, construyámonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo, para hacernos un nombre; de lo contrario, nos dispersaremos por todo el mundo». Dios descendió para contemplar la ciudad y la torre que la humanidad había construido, y dijo: «Si, como un solo pueblo con un solo idioma para todos, así han comenzado a actuar, entonces nada de lo que se propongan estará fuera de su alcance. Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua, para que no se entiendan entre sí”. Bereshit – Génesis 11:3-7
Hacerse de un nombre, ése el propósito, y concentrar el poder.
La consecuencia: El fracaso de la torre, la dispersión de las personas en toda la tierra, y la confusión de lenguas. En otras palabras, fracasa el proyecto de la supremacía hegemónica para dar lugar a otra visión de la humanidad: el valor por la pluralidad, por la diversidad y por la necesidad que habrá de tener que aprender la lengua del otro para poder comprenderlo.
Los proyectos de entronización de poder para llegar a la máxima expresión absoluta necesitan de una gran deshumanización. Entonces, en la historia y ahora. Ya el midrash lo explica:
“Rabí Pinjás dijo en nombre de Rabí Reuven: Durante la construcción de la torre, si un hombre caía y moría, no le daban importancia; pero si un ladrillo caía, se lamentaban y decían: ‘¡Ay de nosotros! ¿Cuándo vendrá otro en su lugar?” Bereshit Rabá 38:6
Y la confusión de lenguas como castigo o como consecuencia es, como lo explica Filón de Alejandría, una evidencia de cuán alejados están del propósito trascendente los que se encaminan en esta dirección.
“La confusión de las lenguas no es un castigo impuesto desde fuera, sino la consecuencia natural de haber abandonado el Logos. Pues cuando el alma deja de atender al Logos divino, pierde la armonía interior y se llena de voces discordantes.”
Philo of Alexandria, De Confusione Linguarum §§11–12
La ceguera de los que pretenden atornillarse en el despotismo de su poder arrastra a quienes los siguen, quizás por fragilidad, quizás por convicción, quizás por miedo… a perder contacto con lo que llamamos Dios, armonía, espiritualidad. No es que se confundieron los idiomas, sino que el mismo lenguaje se llenó de voces discordantes, que los sumieron en confusión, en justificación del odio y en aceptación de la locura.
Y de hecho la historia de la humanidad no estuvo muy alejada de otros “babeles” que dañaron infinitamente, que dejaron secuelas irreparables y que sembraron semillas que reeditan estas posturas a lo largo de la historia.
Sin ir más lejos, el intento de crear un idioma único como el esperanto, el proyecto del nazismo, la globalización… Cada intento de una lengua única encierra el sueño y el peligro del poder absoluto, allí el impuesto que se paga es la muerte de la libertad.
No tenemos que venir al hoy, ya el midrash reconoció que la torre jamás terminó por destruirse:
“Rabí Ḥiyya bar Abba dijo: La torre que construyeron, un tercio de ella se quemó, un tercio de ella se hundió [en el suelo], y un tercio de ella todavía existe.” Bereshit Raba 38:8
Estamos todos atónitos ante este tercer tercio que se impone a las horizontalidades y las diversidades, este pedazo de torre que sigue pregonando el absolutismo por sobre la pluralidad democrática y el derecho de todos a vivir sobre la misma tierra.
La Torá no nos deja sin recursos…
Después de la destrucción total de la humanidad con el diluvio, el fracaso de los hijos de Noaj como proyecto humano reparador y la caída de la torre de Babel vendrá en la próxima parashá quien nos ofrezca un alivio a esta sin-salida. Nos encontraremos con Abraham, quien se animará a caminar sin garantías hacia la promesa. Caminar una tierra, no exigir alturas, no pedir recompensas, no seguir al monigote de turno que te lleve por las narices, hacer silencio y escuchar esa voz que te habla y te llama por tu nombre.
Cuando podamos conseguir esa paz interior, sabremos qué camino tomar.
¿La seguimos la semana que viene?
Rabina Silvina Chemen
