Judaísmo y ecología (1)
Nuestro planeta enfrenta serios peligros ambientales. Y a pesar del escepticismo de algunos, la evidencia científica con respecto al cambio climático global, es contundente. La creciente extinción de especies de flora y fauna, la destrucción de hábitats, la sobreexplotación de recursos naturales, la crisis energética y la contaminación, son sólo algunos ejemplos de los temas que actualmente debemos enfrentar.
Si bien estos problemas resultan intimidantes y solemos pensar que no hay nada que podamos hacer como individuos, es justamente en nuestra vida cotidiana donde podemos encontrar las respuestas, y predicar con el ejemplo de una vida consecuente con una conciencia ambiental.
El vivir una vida judía puede ayudarnos a conseguir estos logros desde una perspectiva personal y, si lo aplicamos a nuestras comunidades, puede generar una impacto masivo que puede ser imitado tanto por otras comunidades judías, como por otros credos.
Kashrut y vegetarianismo
Algunos estudiosos señalan que el fin último de la kashrut es el vegetarianismo, y algunos más osados señalan que es el veganismo, que prohíbe también el consumo de cualquier producto de origen animal, incluyendo huevos y leche. En la kashrut la ingesta de carne está particularmente regulada, y no es compatible con el consumo de leche. En el judaísmo alimentarse con ciertas especies animales no está permitido, ni tampoco comer animales salvajes o sangre, que representa la vida. Sólo es posible consumir la carne de ciertos animales, y de hacerlo se deben seguir estrictas normas en la forma en que se sacrifica al animal. Por una parte esto refleja una actitud de respeto frente a otras criaturas, ya que alimentarnos de la carne de otro animal debe ser un acto consciente. Es por eso que tradicionalmente los platos preparados con carnes rojas o blancas, estaban reservados sólo para ocasiones especiales, como el Shabat.
Esta costumbre también denota una actitud de humildad del ser humano, a través de la aceptación de que no todas las criaturas vivientes están a nuestra disposición. La prohibición de mezclar la “carne del hijo con la leche de la madre”, es también un concepto de respeto, que a su vez nos obliga a tomar conciencia de lo que vamos a comer, de reflexionar sobre lo que tenemos en el plato antes de tomarlo sin cuestionamientos. La kashrut nos habla de moderación, de reflexión, de días para comer en abundancia y otros para guardar ayuno o frugalidad. La kashrut tiende al equilibrio físico y mental, y al respeto por todas las criaturas vivientes.
Actualmente el consumo masivo e indiscriminado de carne y lácteos es una de las principales causas del efecto invernadero. Los gases producidos por la industria ganadera, la que además ocupa grandes extensiones de tierra para la crianza y alimentación de los animales, generan serios problemas por la liberación de gas metano en el ambiente. Según un informe realizado por la ONU esta industria es responsable del 18% de la emisión de gases. Tan sólo un bovino adulto libera diariamente entre 200 y 250 litros de gas metano, y es el aumento de la demanda de consumo de carne vacuna, la que genera la expansión de esta industria a niveles no sustentables. Moderar nuestro consumo de carne, como lo indica la kashrut, puede ser un aporte directo a la sustentabilidad del planeta.
La kashrut también ordena lavar bien las verduras para estar seguros que no contengan insectos. Esta medida de higiene, se puede extrapolar a preferir productos orgánicos, limpios de pesticidas. Una alimentación sana y responsable también es una forma de honrar nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestro entorno. Para el judaísmo nuestro cuerpo merece respeto: los baños rituales son un claro ejemplo de la necesidad de mantenernos en un estado de purificación, siendo la mikve una de las estructuras más antiguas presentes en los asentamientos judíos. La mikve, para su funcionamiento requiere de agua limpia, por ende el procurar la limpieza de las aguas es también crucial para poder realizar la mikvah del baño ritual.
Shabat: un respiro para el planeta
La alimentación no es solamente una acción mecánica y una necesidad fisiológica, sino una forma de diferenciarse éticamente de otros, un código de valores manifestado a través de la comida, que nos invita también a agradecer nuestros alimentos y considerarlos un regalo de la voluntad divina. Qué mejor ejemplo que el Shabat, para hablar del agradecimiento por el fruto de la tierra, de la vid y de todo aquello que bendice nuestras vidas. El Shabat es una instancia de descanso para el ser humano, para los seres vivientes y para la tierra. Cada siete días nos detenemos a agradecer y a pensar en nuestra semana, dejamos revitalizar nuestro cuerpo y nuestro espíritu en forma comunitaria e individual. En Shabat no está permitido hacer fuego ni trabajar, todo debe mantenerse en paz y en equilibrio.
En esta actitud subyace una profunda conciencia ecológica, que se remonta a tiempos en que el pueblo judío mantenía una relación más estrecha con la tierra. En Shabat no se siembra ni se cosecha, porque no se trabajan los campos, ni se fuerza a los animales a hacerlo. Con el tiempo nos hemos distanciado del valor ecológico del Shabat, reemplazándolo por tecnicismos de la vida moderna, que nos alejan del sentido espiritual de la más importante festividad del calendario judío. El Shabat termina con la Havdalá, momento en que simbólicamente se despiertan nuevamente los sentidos de la visión, el tacto, la audición, la vista y el olfato. A través de las bendiciones del vino y las especias, y con una vela trenzada, se prende nuevamente el fuego, dando partida a una nueva semana de movimiento y trabajo.
Es también desde el judaísmo de donde proviene el concepto del año sabático – hoy practicado principalmente en el mundo académico – que consiste en que cada siete años la tierra debe descansar y renovarse. Esta práctica bíblica nos habla de una realidad agrícola, donde el suelo debe descansar para recuperar los nutrientes necesarios para las siguientes cosechas. También es una forma de anticiparse y planificar, ya que obliga a guardar año a año el alimento necesario para el año sabático, lo que eventualmente puede ser utilizado en caso de una catástrofe natural, como una plaga o inundaciones.
Nuevamente es la mesura, la planificación y el equilibrio los temas que vuelven a repetirse desde una perspectiva judía de la vida. Muchas veces en la historia, el pueblo judío se vio obligado a migrar en forma repentina, y el poseer reservas de alimentos daba también cierta seguridad al momento de partir. El año Sabático, mirado desde los ojos de la ecología, es un intento por situarnos conceptualmente en una escala mayor al ciclo anual, de ir más allá de nuestra sesgada perspectiva humana.
Un intento de visión de largo plazo aún más complejo es el jubileo, que contempla ciclos de cuarenta y nueve años, siendo al año número cincuenta el momento en que se pierde toda propiedad sobre la tierra, se condonan las deudas y nadie puede ser esclavo, como un eco de la salida de Egipto. No está claro si el concepto del año jubilar se practicó realmente, pero al menos el intento intelectual de generar una renovación total de las estructuras sociales y de la posesión y uso de la tierra, viene a dar un ejemplo increíble de un razonamiento en escalas de tiempo equivalentes a dos generaciones. Es en la actualidad nuestra incapacidad de planificar en escalas de tiempo superiores a cinco años o incluso al ciclo anual, es lo que ha llevado a agudizar y acelerar la catástrofe ambiental en la que vivimos. Los seres humanos rara vez somos capaces de pensar y planificar con visión, lo que explica el fallo sistemático de los planes de trabajo multilaterales, como los protocolos ambientales diseñados a nivel internacional. Una declaración de buenas intenciones no es suficiente para alcanzar metas ambiciosas. Se precisa de un trabajo en cadena y de voluntad política e individual para hacerlo.
En nuestras comunidades, podemos predicar con el ejemplo, e incluir en las directrices del funcionamiento institucional el compromiso con el medio ambiente. Situar la conciencia ambiental como una de los objetivos de nuestras comunidades es, sin duda, un forma de respaldar un comportamiento ecológico de nuestros miembros. Este compromiso en el papel, debe a su vez traducirse en acciones concretas, que transformen la ideología en resultados tangibles. Para realizar acciones ambientales de nuestras comunidades existen procedimientos estándar con respecto al ahorro de energía, consumo de agua, compra de productos de aseo biodegradables, reducción del uso de papel o consumo preferente de alimentos locales, evitando incentivar el transporte de productos y por ende el uso adicional de energía y carburantes.
El objetivo final debería ser convertir las sedes comunitarias en edificios verdes, abiertos a innovar en el uso de tecnologías alternativas, como paneles solares, energía eólica o riego sistematizado, conscientes de la huella de carbono –por el uso directo o indirecto de combustibles fósiles- y la huella verde –por el uso de productos provenientes de la naturaleza, lo que actualmente se denomina “servicios ambientales”. Un “edificio verde” es también un espacio propicio para desarrollar “actividades verdes”, ya que la política del edificio debe aplicarse también a los eventos realizados, disminuyendo el uso de plástico o incentivando la cultura del reciclaje, por nombrar algunos ejemplos.
Esta nueva actitud comunitaria, materializada a través de espacios amistosos con nuestro entorno en los cuales desenvolverse, generará un efecto dominó, que contagiará a los miembros a cambiar viejos hábitos, tanto a nivel comunitario como individual. Una comunidad que se comporta a nivel institucional en forma coherente, no debería limitarse a un edificio comunitario, un colegio o un centro deportivo, debería extenderse a los cientos de hogares de las familias que la conforman.
Autora: Daniela Rusowsky