«El último de los injustos», documental de Claude Lanzmann
Es un documental pero empieza como las canciones, a punto de que rompa a llover en el andén de una estación de tren medio desierta. Un gran cartel azul relámpago anuncia vigorosamente que estamos en Bohušovice, en la República Checa, pero a su vera Claude Lanzmann se pregunta si «en el mundo de hoy» —y cuidado que no dice «hoy», sino «en el mundo de hoy»— alguien sabe siquiera dónde queda esta pequeña localidad. Al cineasta y director de la revista Les Temps Modernes desde la muerte de Beauvoir se le notan los años. Tiene el francés ralentizado y la presencia atortugada aunque conserva pese a su edad, como se dice en estos casos, el mismo genio que cuando dirigió Shoah en 1985, seguramente el mayor y más celebrado reportaje sobre el holocausto que jamás se ha hecho.
En El último de los injustos, el documental que estrena en España el próximo 10 de enero, Lanzmann habla de nuevo sobre el exterminio pero sobre todo de Benjamin Murmelstein, el rabino vienés y uno de los Judenräte —los Presidente de Consejo judíos designados en los guetos por los nazis— a quien sus correligionarios primero y la propia historia después acusaron de colaboracionismo y monstruosidad. Por eso empieza en Bohušovice, que aunque pocos caigan en la cuenta fue donde los nazis perpetraron no su mayor atrocidad numérica, pero sí una de las peores en términos poéticos. «Entre noviembre de 1941 y la primavera de 1945, ciento cuarenta mil judíos desembarcaron en este mismo andén», reprocha Lanzmann a los espectadores olvidadizos, que son prácticamente todos. «O fueron desembarcados, mejor dicho, para ser conducidos a Theresienstadt o, como aún la llaman los checos, Terezin: la ciudad que Hitler le había regalado a los judíos».
Theresienstadt no es como Austwitz, Majdanek o Dachau. No ilustra el horror cuantitativo que somos capaces de ejecutar, sino que devuelve refleja una imagen incluso peor, la de su cualidad endiablada. Si esta pequeña ciudad fortificada no se conservase fosilizada como museo, a lo mejor ni siquiera creeríamos lo que ocurrió en ella. Hasta 1941 no tenía más fama que el preso más célebre de su cárcel, Gavrilo Princip, acusado de asesinar al archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y de desatar formalmente la Primera Guerra Mundial. Ese año, sin embargo, la propaganda alemana comenzó a anunciar que el Reich había transformado esta ciudad en una colonia judía, un «gueto modelo» —en palabras de Adolf Eichmann— donde acoger junto a sus familias a los ancianos y enfermos que no pudiesen participar en la Segunda Guerra Mundial.
Como atestigua El último de los injustos con filmaciones originales de la campaña propagandística, el despliegue hasta incluyó una película, Der Führer schenkt den Juden eine Stadt —El Führer regala una ciudad a los judíos—, en la que un apresurado locutor chillón de los de la época cantaba las excelencias de este pequeño paraíso que las imágenes ilustraban ideal, utópico y rebosante de vida. Los jóvenes jugaban al fútbol, los mayores al ajedrez y las mujeres paseaban con sus hijos por las calles de Theresienstadt, y todos acudían por la tarde a charlas sobre arte y ciencia celebradas en cálidos centros comunitarios, protegidos de la Guerra que infectaba el mundo y liberados por fin de la represión contra los de su clase que se vivía desde hacía años en las calles de Alemania. Si los campos de concentración y exterminio nazis se comparan frecuentemente con los modernos mataderos industriales, Theresienstadt podría compararse con uno que además presentase por fuera el aspecto de Disneylandia. Por esa razón muchos pasaron por su propia voluntad bajo el umbral de su puerta, pese a que rezase, como en Auschwitz, Arbeit macht frei —«El trabajo os hace libres».
«En Alemania corrió el rumor de que se había concedido una ciudad a los judíos con aguas termales, con hoteles y pensiones», escribió años después el propio Benjamin Murmelstein en su libro Terezin, il ghetto modelo di Eichmann. «Dicho lugar idílico acogería a cualquiera que por su edad o por haber resultado inválido en la guerra no estuviera capacitado para trabajar. Las organizaciones judías estaban autorizadas a redactar contratos para conceder alojamiento vitalicio en ese spa de Terezin a cambio de renunciar a todas sus propiedades y dirigirlas al fondo de Eichmann».
Pero Theresienstadt, por supuesto, no era el paréntesis prometido contra los horrores del mundo, sino un campo de concentración. Uno equipado con cuatro hornos crematorios donde la muerte, según Murmelstein, «no atacaba a sus víctimas por sorpresa sino más bien de forma ralentizada, como una fiera decrépita y desdentada. No hería: arañaba, dejaba pudrir». El rabino, que fue el único Judenrat que sobrevivió a Theresienstadt y que pasó dieciocho meses en la cárcel acusado de contribuir al asesinato sistemático de sus fieles, también especificó sobre el campo que «en la atmósfera abrasadora del verano, invadidos por los piojos y saturados por un hedor sofocante, uno podía encontrar en el suelo, sobre sus propios excrementos, a profesores universitarios, inválidos, condecorados de guerra, conocidos industriales y otros muchos que se habían llevado su documentación para probar que habían fundado escuelas, financiado hospitales, creado becas de estudios y ocupado funciones honorables». Es un pasaje que el propio Claude Lanzmann lee en el documental mientras la cámara muestra las imágenes de la fortificación, hoy conservada como museo.
En 1975, absuelto de los cargos y exiliado en Roma, Murmelstein explicó a Lanzmann su supervivencia judicial después de que el Ejército Rojo liberase Theresienstadt en 1945 comparándose con Sherezade, la cuentista de las Mil y una noches que conseguía evitar que el sultán la ejecutara dejando cada noche una historia inconclusa. «Yo sobreviví porque tenía que contar un cuento», le confesó al francés ante la cámara. «Tenía que contar el cuento del paraíso de los judíos, Theresienstadt». Lanzmann grababa por aquel entonces entrevistas para su monumental Shoah —un trabajo que tardó una década en completar—, pero finalmente no incluyó el testimonio de Murmelstein, que murió en 1989. Shoah duraba casi diez horas y en él tenía lugar casi cualquier particular acontecido en el holocausto, de lo que se deduce que muy buenas razones tenía Lanzmann para dejar aparte al controvertido Judenrat. Son las mismas por las que hoy lo recupera y le consagra su propia pieza. Tras la muerte del rabino ha comprendido, dice, que no tiene derecho a guardarse para sí sus valiosas palabras.
Porque las palabras de Murmelstein tienen valor, de eso no cabe duda, y no solo porque el papel de los Presidentes de Consejo durante el holocausto siga siendo objeto de polémica. En El último de los injustos, por ejemplo, el de Theresienstadt se sorprende por que el tribunal que condenó a muerte a Adolf Eichmann en 1962 lo encontrase culpable solo participar activamente en la solución final, pero no de involucrarse en hechos singulares como la Noche de los cristales rotos. El antiguo rabino, que confiesa sin miedo haber colaborado con el que fue responsable de la logística del holocausto durante más de siete años, denuncia que aquella noche histórica, la del 9 al 10 de noviembre de 1938, vio con sus propios ojos a Eichmann, cuando no era aún teniente coronel de las SS, abandonar Stadttempel —la Gran Sinagoga de Viena— con una palanca en la mano, después de participar físicamente en el destrozo del edificio. Documentada ahora con fotografías por la pieza documental, la de Stadttempel es una historia que también nos contó el único hijo del rabino, Wolf Murmelstein, cuando fue entrevistado en Jot Down.
No es lo único que Murmelstein le reprocha a Gideon Hausner, el fiscal durante el proceso judicial al que fue sometido Eichmann tras ser descubierto por el Mossad en Buenos Aires. También que en su libro Justice in Jerusalem pintase a los Judenräte —como él mismo o como el célebre Chaim Rumkowski, el Presidente del Consejo judío del campo de Lodz— como «herramientas, marionetas» de los nazis, una acusación que acabó por reverberar el trabajo filosófico de Hannah Arendt a raíz también de aquel proceso. Es por supuesto de lo que va El último de los injustos y la razón por la que este documental oscuro, brillantemente hilado y acertadamente calmado, se hace pertinente incluso cuando han pasado casi siete décadas desde el terror y parece que ya todo está contado. En particular en lo que concierne a los Presidentes de Consejo judíos, clasificados por la historia convencional como basura colaboracionista. Murmelstein fue el único conocido que sobrevivió a los campos y durante treinta años, hasta su entrevista con Lanzmann, se negó a hablar sobre su papel en la planificación del exterminio de los judíos.
No revelaremos aquí, porque sería traicionarlo, en qué pormenores confesó haber participado este anciano ni a qué términos llegan sus explicaciones en los materiales de 1975 que compila El último de los injustos, que se estrena el próximo 10 de enero en salas de cine y simultáneamente en internet —en las plataformas Yomvi y Filmin—. Sirva para hacerse una idea el concepto metafórico que defiende Murmelstein de la vilipendiada condición de los Judenräte como él. «Le diré algo fundamental sobre la tarea del Presidente de Consejo», le espeta a Lanzmann en un momento de la cinta. «El Presidente del Consejo estaba en posición de ser una marioneta, pero hasta esta marioneta debía actuar de forma que su posición le permitiera influir en el curso de las cosas. Nadie lo entendía ni debía entenderlo. De lo contrario, se habría llegado a la sangre».
Autor: Rubén Díaz Caviedes