El concepto del hombre en el judaísmo (2)
Una de las muchas paradojas de nuestra era moderna pareciera ser, que el hombre ha perdido su identidad. Al mismo tiempo, cuando el hombre moderno está buscando su «ego», para identificarse y relacionar su personalidad con el cosmos y con sus semejantes de una manera significativa, parece que tropieza contra una pared. Hay muchas evidencias de eso en la literatura científica y también en las novelas modernas. El antropólogo, ya fallecido, Ralph Linton, escribió que los hombres «…son, realmente, simios antropoides. Tratando de vivir como hormigas y, como cualquier observador filosófico puede atestiguar, que no lo hacen muy bien». Un perceptivo crítico literario contemporáneo comprobó esta preocupación por la presentación del «pánico y del vacío», con la «desesperanza» del hombre de nuestra época, en la novela moderna.
El problema fundamental es la soledad – no la soledad del hombre que está sin compañero, sino su terror incomparable del autoalejamiento. El hombre se encuentra reducido a sí mismo a «una unidad» de la historia o de la biología – que «responde» a los «estímulos», comunicando, sin prestar atención a lo comunicado». Se da cuenta que está manipulado para la ventaja política o económica de alguien, que tiene poco o nada de control de su destino, que sus sufrimientos carecen de propósito y de dignidad. Se considera cada vez más, como «un montaje de funciones», para utilizar una frase de Gabriel Marcel.
Su situación puede ser atribuida a la naturaleza de nuestro mundo moderno. No se puede pasar por alto el hecho que la civilización tecnológica de nuestra época ha creado condiciones que empequeñecen al individuo y fomentan un sentimiento de impotencia y de sin-importancia, cuyo similar no ha sido experimentado desde la época antigua, cuando un «fracaso de nervios» sumía al mundo y, como necesidad, apareció la religión bíblica en el escenario del mundo, con su mensaje de esperanza y redención para toda la humanidad.
Entonces, la situación actual presenta un llamado serio a los dirigentes espirituales de nuestra época. El líder no puede olvidar que él representa una tradición que ha mantenido, durante siglos, la dignidad del individuo, la santidad de todo ser humano como hijo de Dios, y cuyas enseñanzas han sido expresadas muchas veces en un idioma difícil de entender para el hombre contemporáneo, y que debía ser traducido a un programa de acción en la vida cotidiana de todos. Dentro de este marco de referencia se ofrecen unas breves observaciones sobre la naturaleza del hombre y cómo está considerado en las fuentes judías.
La pregunta «¿Qué es el hombre?» es uno de los temas más intrigantes de las especulaciones teológicas, filosóficas y sociológicas desde hace 2.500 años o más. La respuesta que damos a esta pregunta, determina nuestra actitud hacia nosotros mismos, hacia nuestros semejantes, hacia la sociedad, e influye nuestro criterio con respecto a la democracia, a la convivencia nacional e internacional, y, por último, demuestra nuestra esperanza o desesperanza en el futuro físico y ético de nuestra civilización.
Dos conceptos están en juego. El primero: el hombre es un animal, un bruto insensible, una bestia de carne, de huesos y de fibras, una combinación de átomos y de moléculas, un robot, una esponja que absorbe sólo aquello, que lo rodea; que no tiene capacidad de crear sino sólo de imitar, y devuelve lo que ya había absorbido. Según el segundo concepto, es un ser espiritual, dotado por una potencialidad sagrada, capaz de elegir entre el bien y el mal, y aceptar la responsabilidad por su elección, hijo no carnal de Dios, creado a Su imagen, y como tal, con un enorme poder creador.
Si fuera aceptada la primera opinión, significaría que el hombre es controlado por su medio ambiente físico y social. Su desarrollo o progreso dependería de aquellos que lo rodean, de la sociedad, la que dispone de él y define, qué es lo que tiene que hacer, incluso matar a los «enemigos» de cierto tipo de sociedad; se le indica qué es bueno, qué es correcto, qué es justo. No necesita tomar decisiones, debe estar convencido de que si la sociedad o sus autoridades tornan las decisiones, dictan normas de conducta, son las únicas adecuadas. Recibe instrucciones: cómo tiene que vestirse, qué tipo de pasta dental tiene que usar, que tipo de auto tiene que comprar, con qué tipo de mujer tendrá que casarse, cuál debe ser su opinión con respecto a la moral, etc., y toda esta orientación viene por los medios de comunicación masiva, dirigida y mantenida por la «sociedad». Este hombre no tiene propósitos u objetivos personales, ni control sobre su propio destino y tampoco tiene juicio moral. Es un animal socializado.
Si el hombre está creado a la imagen y semejanza de Dios, o como el Salmista dice: «es un poco menor que los ángeles», significa que está dotado de fe y esperanza, del deseo de la perfección, de sensibilidad por lo bello y lo ético. Es parte creadora de la naturaleza, es parte activa del propósito divino. Es un ser participativo con libre albedrío; es un ser moral, capaz de mejorarse, de establecer una relación espiritual con Dios y con sus semejantes. Puede estudiar, aprender y discernir, es limitado en su existencia física pero ilimitado en lo espiritual; mortal en su cuerpo, pero inmortal en su alma; creado a la semejanza espiritual de Dios con un enorme potencial de ser justo y correcto, es capaz de brindar y recibir amor.
Lamentablemente, muchos de los pensadores de nuestra época, quizás los más populares, se inclinan hacia el primer criterio. Jean Paul Sartre dice que «el hombre es el idiota inconmensurable del universo». Según Bertrand Russel, «el hombre, con su capacidad de discernir entre el bien y el mal, no es más que un átomo inútil». Mencken escribe que «el hombre es una mosca enferma, que viaja haciendo gran ruido en un volante gigantesco».
Si el hombre es el idiota inconmensurable del universo, se le puede dejar retorcido en su camisa de fuerza y dejarlo luchar contra su propia miseria. Eso es lo que le corresponde.
Si el hombre, con su capacidad de discernir, no es más que un átomo inútil, un huérfano cósmico en un universo hostil, tambalearía sin libertad de actuar, de amar, de participar en la creación de una sociedad moral. Al fin, para él no existe la ética, ni hay objetivos ni metas. El viento lo lleva, sin sentido del tiempo.
Si el hombre es una mosca enferma, se le puede golpear, aplastar, destrozar como se quiera, pues hay tantas moscas sanas en el universo.
Si el hombre es sólo un instrumento, ¿para qué necesita derechos? El utensilio no necesita libertad. Se puede usarlo mientras sirva, y luego botarlo.
Si el hombre es una cosa, una máquina, un robot condicionado por el medio ambiente, determinado por sus genes, formado por sus impulsos bestiales, o compuesto por elementos químicos, o es sólo el conglomerado de moléculas, ¿por qué rechazamos instintivamente que se pueda eliminarlo con bombas atómicas, o se pueda utilizar su cuerpo para preparar jabón, como lo hicieron en la Alemania nazi?.
Si aceptáramos la opinión de estos pensadores modernos, y diéramos crédito a sus ideas, seríamos, en el mejor de los casos, cínicos, y en el peor, copartícipes del malestar de nuestro mundo.
El concepto del hombre en el judaísmo se basa en la creencia, de que el hombre ha sido creado a la imagen espiritual de Dios.
Según la Biblia, hay tres nociones sobre la existencia humana: la noción de que el hombre fue creado a la imagen espiritual de Dios; la noción de que él no es más que polvo; y la noción que él es el objeto de preocupación divina.
En los primeros capítulos del Génesis hay dos descripciones sobre la creación del hombre. El primero describe al hombre creado a «la imagen y a la semejanza» de Dios. Estos versículos detallan la singularidad del hombre frente a las otras criaturas de Dios.
La segunda narración sobre la creación del hombre no es tan sublime. Nos cuenta que el hombre fue creado «del polvo de la tierra», y su función en el Jardín del Edén era «trabajarlo y guardarlo».
Varios científicos han argumentado, con cierta plausibilidad, que las dos descripciones acerca de la creación del hombre son independientes. Esta teoría podría ser acertada. Sin embargo, no explica cómo tienen lugar ambas descripciones en el mismo libro. La respuesta puede ser la dualidad deliberada del mensaje bíblico con respecto al hombre: de un lado, él está creado realmente a la imagen divina, pero, al mismo tiempo, no debe olvidar que no es más que polvo.
Para entender mejor esta polaridad, se debe aclarar un poco el mismo texto. Se sabe que la religión de Israel no permite representar a Dios en la forma de una imagen. Esta prohibición tiene fuerza no sólo en el Segundo Mandamiento, sino también en muchos versículos del Deuteronomio y en los Escritos de los Profetas. Sin embargo, la Biblia nos dice que el HOMBRE – TODOS LOS SERES HUMANOS – son la imagen de Dios en la tierra. Este concepto no puede ser explicado en los términos del antropomorfismo bíblico.
Tampoco podemos sacar la conclusión de esta observación como si la Biblia no estuviera consciente de la fragilidad del hombre y de su inclinación hacia el pecado. Nadie podrá acusar jamás a la Biblia de este tipo de optimismo extravagante.
Lo que la Biblia quiere decirnos es, que el punto de vista bíblico siempre apoya la noción de que el hombre es la imagen de Dios en la tierra. De esta manera, la reverencia hacia Dios se demuestra en nuestra reverencia también hacia el hombre. Si se lo trata con arrogancia, es un acto de blasfemia hacia Dios, como si lo asaltara físicamente en un acto de violación. Con las palabras de los Proverbios: «Ofende a su Creador quien oprime al pobre, pero lo honra quien le tiene compasión». (Proverbios 14:31.).
Al mismo tiempo, este pasaje indica en forma imperativa, que cada individuo debe tratarse a sí mismo como un símbolo de Dios en el mundo, y ayudar a entender el mandato extraordinario: «Santos seréis, pues Yo tu Dios, soy santo». (Lev.19.2.).
Eso no se refiere únicamente al así llamado espíritu o alma, lo que hará presuponer como una forma de dualismo, que no existe en las Escrituras. Toda persona, en su totalidad, debe ser tratada con sumo respeto. De ahí la enseñanza posterior del rabinismo, según la cual cualquiera que haya derramado sangre humana, se considera como si «disminuyera o destruyera la Presencia de Dios en la Tierra». De ahí la insistencia de los sabios antiguos, que ningún hombre tiene derecho de disponer de su propia vida, pues ésta no le pertenece, sino a Dios. (Maimónides). Esta es la base ética de la prohibición del suicidio.
Sin embargo, al mismo tiempo tenemos que tomar en consideración las palabras de Dios a Adán: «pues de la tierra eres, en tierra te convertirás» (Génesis 3:19).
Para que el hombre no olvide su calidad de criatura, está la advertencia desde los principios de su historia. Según los sabios, Dios le dijo así: «El desafío que he puesto delante de ti es infinito, pues fuiste creado a Mi imagen. Para que tú seas realmente humano, tendrás que trabajar y esforzarte durante toda tu vida. En caso opuesto, perderás esta única distinción que tienes. Al mismo tiempo tendrás que reconocer que tus posibilidades tienen sus límites y no puedes desanimarte por tus inevitables fallas y errores».