PARASHAT TZAV: una lección de equilibrio

8 Habló aún Adonai a Moshé, diciendo: 9 Manda a Aharón y a sus hijos, y diles: Esta es la ley de la Olá (NT: ofrenda que se consumía completamente): la Olá estará sobre el fuego encendido sobre el altar toda la noche, hasta la mañana; el fuego del altar arderá en él. 10 Y el sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá calzoncillos de lino sobre su cuerpo; y cuando el fuego hubiere consumido el holocausto, apartará él las cenizas de sobre el altar, y las pondrá junto al altar. 11 Después se quitará sus vestiduras y se pondrá otras ropas, y sacará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio. 12 Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el animal para la ofrenda sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz. 13 El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará. 14 Esta es la ley de la ofrenda: La ofrecerán los hijos de Aharón delante de Adonai ante el altar. (Vaikrá Cap. 69).

Debemos superar la ajenidad que nos provoca la lectura de todos estos capítulos de Vaikrá, del libro de Levítico, en los que pareciera que repiten obsesivamente detalles de los rituales sacrificiales.

Pero una vez elaborado el primer impacto, podríamos reemplazar algunos términos por otros, más cercanos y veríamos cuánto mensaje tiene cada movimiento descripto en éste y tantos otros textos.

Pongámonos en contexto.

Hay una ofrenda que se llama olá, עולה, que se ofrecía todos los días por la mañana. Los sacerdotes sacrificaban un cordero y lo ponían en el fuego del altar como el primer sacrificio del día. El cordero se quemaba en el fuego durante todo el día.

Imaginemos esa escena. Todos los días- además de todas las otras ofrendas- un cordero se quemaba en el altar. Imagino llamas, olores y  la cantidad de ceniza que dejaba todo ese fuego que se necesitaba durante todo el día para terminar de quemar este animal.

Por lo que en algún momento había que preparar el altar para comenzar todo de nuevo al día siguiente.

Y de esto habla el párrafo que elegí para pensar aquel tiempo y el nuestro.

Los restos de cenizas y otros “residuos” debían ser removidos no por los asistentes, ni los de menor rango de la tribu de Leví, sino por los mismos sacerdotes e incluso por el Sumo Sacerdote, como lo fue Aharón en un comienzo.

«y cuando el fuego hubiere consumido el holocausto, apartará él las cenizas de sobre el altar, y las pondrá junto al altar. Después se quitará sus vestiduras y se pondrá otras ropas, y sacará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio.»

Rashi y otros comentaristas van a insistir en el tema de la vestimenta. Explican que para entrar al lugar sagrado deben vestirse con los ropajes correspondientes. Y que luego, para manipular las cenizas, deberán cambiarse las ropas, -(ponerse vestidos que puedan ensuciarse)- para salir del Santuario al espacio exterior.

Traducido en nuestro lenguaje: La persona con más poder, se ocupará de vaciar de suciedad sus espacios protegidos por su investidura, y él mismo se ocupará- vestido “de civil” sin atuendos que lo resguarden- de salir al exterior, allí donde la vida real se pone en juego, y sacar con sus propias manos lo que contamina el lugar en el que debe llevar a cabo su responsabilidad.

Dos imágenes.

1- “In”-vestiduras que refuerzan el lugar del poder vs. “Des”- vestiduras que lo vuelven uno más entre el pueblo.

2- El altar, espacio cerrado, sagrado, extraordinario vs. El exterior, la realidad, la vida de todos los días.

Ambos atuendos y ambas jurisdicciones conforman la tarea sagrada (del sacerdote y de cualquiera que detente una responsabilidad religiosa, social, política): El fuego ardiendo y las vestimentas de oro; y la pala llena de cenizas y presentarse vestido como cualquier otro.

En esos dos movimientos se juega la legitimidad del/la líder. Tener la constancia diaria de preparar el espacio para lo que se considera sagrado y esto implica, aunque no sea lo más glamoroso, revisar lo que ensucia, lo que pervierte el lugar en el que tengo que desarrollar la función que se me ha encomendado. Limpiar todo lo que no pertenece a ese espacio, quitar lo residual, hacerse cargo de lo que mal se llama “trabajo sucio”. Y hacerlo vestido como cualquier mortal.

Porque los puestos, los trabajos, las funciones institucionales son pasajeras. Por un rato nos investimos. Y el riesgo es no habernos dejado disponibles nuestras ropas “de todos los días”. Ésas que nos vuelven a estar sentados en el piso jugando con nuestros hijos, removiendo la tierra de nuestras macetas para plantar flores, ir a comprar un libro porque sí o sentarnos a tomar sol en una plaza.

Las ropas son eso. Ropas. No somos nosotros. Nuestras funciones y puestos son eso. Funciones y puestos. No somos nosotros.

Si perdemos la sensibilidad de conectarnos con el espacio al que todos volvemos cuando las luces se apagan.

Si dejamos que otros se ocupen de lo pequeño porque nosotros nos ocupamos sólo de lo que brilla.

Habremos sido arrastrados por la fascinación de un poder que nos hace arrogantes y soberbios.

Los gestos pequeños, cotidianos, silenciosos y hasta a veces imperceptibles son los que transforman nuestras vidas en sagradas y trascendentes. Y nos tenemos que ocupar de ellos, todos los días, con la misma dedicación y vocación con la que cumplimos nuestras grandes hazañas.

Shabat shalóm,

Rabina Silvina Chemen