Klezmer: música espiritual de Ashkenaz

La palabra espíritu, en español, tiene la misma raíz etimológica que el aliento, lo respirable. Pero su verdadero origen está en una traducción del hebreo de la palabra neshamá, a la vez espíritu, alma, aliento, respiración. Y de ese mismo tronco común arranca la historia de la música de los klezmer: los sonidos espirituales de los judíos de Europa Oriental.
A su vez, la palabra klezmer no podía ser más elocuente; en hebreo es un vocablo compuesto (kli-zemer) que significa instrumento melódico. Pero ése es el nombre con que se ha generalizado esa música lánguida, salpicada de referencias orientales, generalmente interpretada al clarinete o el violín, que es característica de aquella parte del judaísmo que se instaló en la Edad Media en tierras de lo que hoy sería Rusia, Polonia, Alemania, Ucrania y Moldavia (o Besarabia). Las tierras de Ashkenaz.
Banda de Klezmer
Los judíos tendrían una larga historia de gozos y sinsabores en aquellos lares, sometidos a esporádicos y frecuentes pogromos y ataques contra sus poblaciones, generalmente villorios integrados en su totalidad por judíos. En esa historia se enredaría también la del gran rabino Baal Shem Tov (literalmente, «el del buen nombre»), fundador de la corriente del jasidismo, que pretendía experimentar el gozo divino de forma directa, a través de la música y el éxtasis del baile, en lugar de hacerlo a través de las fórmulas milenarias del estudio minucioso de los textos sagrados en las yeshivot (escuelas teológicas).
Esta «línea directa» con Dios, que explotara el personaje Tuvia del conocido musical «El Violinista en el Tejado», encontraría su camino y a la vez sería vehículo en la música. Hasta entonces, la rígida prescripción rabínica apenas permitía más jolgorio sonoro que el que se hacía en alabanza a Dios en fechas señaladas. El resquicio para el placer sonoro, tal como sucede en muchas comunidades orientales, estaba en las ceremonias de transición, especialmente bodas, circuncisiones (brit milá) y bar mitzvá (ritos de paso a la mayoría de edad a los trece años de los varones judíos, sometidos a partir de entonces al cumplimiento de todas las obligaciones y preceptos de la religión).
De estas circunstancias surge el músico ambulante y ocasional, que anima la fiesta del pueblo arrancando unas notas que a otros puedan parecer tristes y que, por el contrario, son la máxima expresión de alegría por la vida, como lo atestiguan los nombres de algunos estilos, o palos, como el freilaj (alegre), siempre en tonalidad menor, pese a que los manuales de los conservatorios de Occidente califican a esta tonalidad como «triste, mórbida o serena». Nada más lejos de la realidad de la música del klezmer.
Una música que hunde sus raíces en los guetos y poblados de una zona hoy polaca y llamada Galizia, que hace un par de siglos estaba bajo dominio de Rusia. Pronto, estos sonidos se expandirían por Ucrania. Los klezmerim (plural de klezmer) se reunían y formaban pequeñas orquestinas de instrumentación variada. A veces les acompañaba un marshalik (cómico) o un cantante de temas populares interpretados en lengua yidish, el idioma de los ashkenazís, basado en el alemán, salpicado de expresiones en hebreo (lenguaje reservado únicamente para uso litúrgico) y con su alfabeto. Estos mismos cantantes y contadores de cuentos sentarían la base para la formación de un incipiente teatro judío.
En un principio, cantantes e instrumentistas coincidían en la misma persona.
El canto folclórico pronto comenzó a empaparse también de melodías para el baile. De esa manera, la música se acercó al alma del pueblo. Como dice en su libro Klezmorim (Jewish Folk Musicians) el autor Joachim Stutchewsky, «La cuna de la música klezmer no está en las cortes de los nobles, ni en los salones de los aristócratas y ricos, ni en las aulas junto al piano y, por supuesto, que tampoco lo está en las partituras». Stutchewsky reniega también de la identificación de esta música con ciertas características musicales, como los intervalos melódicos de segundo aumentada (más propios de las músicas orientales y mediterráneas), los pasos de cuarta perfecta y los saltos de séptima.
Ese autor, heredero en su propia historia personal de la tradición de los klezmerim, reconoce como rasgos fundamentales de esta música la expresión lírica, la fuerza de la emoción; el ritmo llevadero; las particularidades de las escalas musicales utilizadas; la preponderancia de tonalidades menores sobre las mayores, incluso en piezas alegres de baile; la esbeltez de la sensación formal siendo como son piezas musicales diminutas y perfectas. Y, por último, y por supuesto, el movimiento pulsátil, cercano al ritmo del corazón.
Su carácter popular le impidió durante mucho tiempo el adquirir intenciones centrífugas de abrirse a influencias externas, superando el círculo de sus practicantes. Por ello, no se sucedieron procesos de desarrollo especiales, aunque ello nos traiga a reflexión el paradigma moderno del «desarrollo sostenible» en economía, y aplicable con modificaciones a las músicas tradicionales: no siempre el progreso y el mestizaje con las culturas más tecnologizadas supone una verdadera mejora para las condiciones del producto artístico de una etnia.
De esta manera, en la música klezmer se establece un estilo propio, un acento, duende o feeling definido como shtaiguer, que le es indisociable. Como en el flamenco y en tantas otras músicas del alma popular, el instrumentista klezmer heredaba su profesión de su padre, a la vez que su repertorio, compuesto por múltiples piezas (shtíkalaj). El poeta I.L. Peretz llegó a decir que si uno quiere saber cuántos hijos varones hay en casa de un klezmer, no tiene más que mirar en las paredes, donde cuelga un número idéntico de violines al de retoños.
La autoría de la mayoría de las piezas es anónima y, hasta hace muy poco, había escapado de las ataduras de su notación definitiva en partituras. El departamento de folklore adjunto a la rama de literatura, lengua y folklore judíos de la Academia de las Ciencias de la URSS llegó a reunir unas 700 composiciones de klezmer: conciertos, marchas, alboradas, nocturnos, distintos bailes, aunque en su mayoría se refieren a klezmerim que actuaron en Ucrania.
Klezmerim siglo XIX
Yidishe neshúme (alma judía)
Definir un estilo musical no es tarea fácil, ya que uno debe recurrir a un medio expresivo (en este caso, el lenguaje escrito) mucho más pobre en comunicabilidad que el original, la melodía. Pero cabría agregar a lo dicho algunos rasgos más, como la intensidad expresiva de su lenguaje sonoro y el colorismo exótico de las escalas musicales. A veces se cree que ello se debe a un crisol de influencias foráneas: rusas, polacas, balcánicas, gitanas, caucásicas. Pero la verdad posiblemente esté en el opuesto: las músicas judías han tenido una gran influencia en los folklores eslavos y llegó a hacerse predilecta de la escuela nacionalista rusa: compositores como Glinka, Balakirev, Borodin, Rimsky-Korsakov, Mussorgsky y hasta el mismo neoclasicismo de Prokofiev quedaron subyugados por la magia de esos sonidos.
En la música klezmer, al contrario de lo que sucede en otros estilos, no es tan importante QUÉ se toca, sino CÓMO TOCA. La improvisación es una condición sin la cual es imposible el afloramiento del alma judía, de la yidishe neshúme. La improvisación es fruto de imágenes de estados anímicos pasajeros, de invenciones repentinas que dominan a sus amos sin prejuicios ni ideas preconcebidas, sino sometidos únicamente a la imaginación creativa.
El klezmer crea en el tiempo real de la interpretación. En esta danza de la pérdida del ego consciente, aflora la magia romántica, una fuerza sugestiva que era el don del músico. Libertad rítmica, melismas melódicos, fraseos y prolongaciones, encadenamientos de nota a nota (¿quién dice que el famoso trémolo y glisando de clarinete que abre la Rhapsody in Blue de George Gershwin es música negra?), los saltos y sincopas sobre un machacante compás de dos tiempos, las citas (paráfrasis), son los adornos esenciales y consustanciales al melos, a la singular percepción del devenir sonoro de los ashkenazís.
La constancia rítmica y el pulso marcado diferencian la música de celebraciones de la de liturgia, en la que el progreso del tiempo siempre está dictado por los símbolos del canto sagrado, los ta’améi mikrá que jalonan el texto bíblico a modo de partitura sólo sugerida. El jazán, el cantor de la liturgia en la sinagoga, llena el aire de florituras vocales en tono recitativo, a palo seco, sin más accesorios musicales que el cuerno de carnero (shofar), que es más una llamada a las puertas del cielo que una herramienta para la música.
Aunque en los grupos de klezmerim es inevitable que surja cierto juego de polifonía, esta música es eminentemente monódica. Pero se registran ciertos procedimientos de armonías paralelas (terceras y sextas), posiblemente de origen alemán, bohemio y rumano, e inclusos bordones sostenidos como el de las gaitas. La voz superior determina la conducción de las voces, mientras que el bajo se limita a servir de soporte armónico, y el resto de las cuerdas completan el pedal del acorde.
La estructura se construye mediante la repetición de motivos similares. La división regular y simétrica de los pulsos en tiempos bailables de dos o tres pulsos lleva a una abundancia de síncopas y prolongaciones de un sonido hasta el tiempo fuerte del compás siguiente. Prima la ornamentación, particularmente en piezas de lucimiento (kunst shtíkalaj).
Varios son los bailes que utilizan esta música como soporte. Quizás el más conocido es el freilaj, que puede ser rápido o lento, en compás de 2/4 y con dos o cuatro partes. El sher o shérale es parecido al anterior, pero con un tempo menos alegre y pícaro. El jasidl es un baile jasídico sólo para hombres: lento, con inclinación a lo grotesco y la ironía. El kosher tantz, a pesar de su nombre que significa «baile puro», se basa en las danzas polonesas de ¾ y con un tempo de marcha; la pieza «Adiós a la patria» de Oginsky (1765-1833) era el kosher tantz más famoso. También se denominan de forma similar las adaptaciones de minuetos y gavotas a los que se le agregarían los dreidalaj, las ornamentaciones y variaciones propias de la música klezmer.
Otro baile es la scochena, de carácter saltarín, en 2/4 o ¾, y cuyo origen etimológico está en la danza ucraniana del skoczek. La kozachtka proviene de Ucrania y Polonia, mientras que la patch tantz se caracteriza por sus palmadas y zapateos. Otro subgénero lo constituyen los gasn nigún, melodías callejeras aptas para el desfile de personalidades y de los novios hasta el altar.
Vida triste, música alegre
El genocidio del pueblo judío en el Holocausto a manos del nazismo segó las bases de ese desarrollo imperturbable. Pero su huella no se perdió definitivamente gracias a la firmeza de las tradiciones en el seno de la comunidad superviviente. Unas músicas que han sonado en EE.UU. y Canadá, en Argentina, Brasil y allí donde emigraran, y que ahora es posible conocer a través de ejemplos discográficos y alguna que otra actuación en directo.
Giora Feidman
El mejor exponente actual de la música espiritual ashkenazí es el clarinetista Guiora Feidman, nacido en Argentina y Radicado en los EE.UU. Su colaboración más sonada ha sido en la banda sonora de la película «La lista de Schindler» en una partitura escrita en parte por John Williams, autor años ha de las melodías de «El Violinista en el Tejado». De formación erudita, Feidman comenzó a perder la visión a la vez que descubría la riqueza del legado klezmer, lo que le hizo variar su carrera de virtuoso clásico a mago del sonido klezmer. En sentido contrario, son varios los ejemplos de músicos clásicos cuyas primeras melodías salen del legado judío tradicional; entre ellos, el violinista Yasha Heifetz, el pianista Vladimir Horowitz, el cellista Emmanuel Feuerman y los más contemporáneos Isaac Stern, Brunoslav Huberman y Efraim Zimbalist.
Una música que es testigo presencial y moldeador de la supervivencia cultural de un pueblo.
Autor: Jorge Luis Rozemblum Sloin