«Días de dos», un cuento de David Grossman
Con motivo de la celebración del Día del Libro, hoy publicamos un cuento de David Grossman, escritor y ensayista israelí nacido en Jerusalém en 1954.
Estudió filosofía y teatro en la Universidad Hebrea de Yerushaláim y trabajó como corresponsal y actor en la radio Kol Israel. En 1984 obtuvo el Premio del Primer Ministro al trabajo creativo. En el 2007 recibió el premio Emet y un Doctorado Honoris Causa del Katholieke Universiteit Leuven de Bélgica. En 2010 recibióe el Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán por su defensa del diálogo israelí-palestino.
Comenzó escribiendo literatura para niños y jóvenes y su primera novela para adultos fue La sonrisa del cordero, publicada en 1983. Grossman es considerado uno de los más importantes escritores de la literatura contemporánea israelí y sus obras, traducidas a muchos idiomas, han sido distinguidas con numerosos premios. Ha escrito, entre otras, las novelas: Duelo, La sonrisa del cordero, Véase: Amor, El libro de la gramática interna, El chico zigzag, Un niño y su papá, Tú serás mi cuchillo, Llévame contigo, La memoria de la piel, La vida entera, Más allá del tiempo, Delirio, El abrazo, Sexto Piso, y los Ensayos: El viento amarillo, Presencias ausentes, La muerte como forma de vida, Los tres mundos, La miel del león. El mito de Sansón y Escribir en la oscuridad.
Varias de sus novelas han sido llevadas al cine, como La sonrisa del cordero (Shimon Dotan, 1986), Alguien con quien correr (Oded Davidoff, 2006), El libro de la gramática interna (Nir Bergman, 2010) y El chico zigzag (Vincent Bal, 2012).
Hoy traemos este cuento intimista y universal:
«Esta noche, después de hacer el amor, Tamar lloró. Qué más podría agregar a esto. Las heridas de la almohada desgarrada por su boca, la turbia savia fluyendo de sus propias heridas, tal vez la erizada tensión de mis músculos y el rechinar de todas mis hendiduras al cerrarse apresuradamente ante las moléculas de dolor que revoloteaban por la habitación. Quizás también el estar allí, tendido a su lado sobre mi espalda, roncando suave y rítmicamente, irradiando toda mi presencia física. Un hombre desnudo, atontado por el placer y el agotamiento, junto a la mujer fantaseada, junto a los nueve rostros que ahora se funden nuevamente en los plácidos rasgos de su cara, y que antes se habían revolcado entre los gemidos que él emitía, con los dientes apretados, cuidando de gritar el nombre correcto entre los nueve, entre los noventa, para desplomarse después con la saciedad final dibujada en su rostro.
Tamar lloraba silenciosamente. Yo sentía los pinchazos del sudor detrás de las rodillas y en el cuello, mientras roncaba entregado.
Cuando nos acostamos todo estaba como de costumbre. También antes de eso. Habíamos traído a las mellizas de lo de la madre de Tamar; los rituales para ponerlas a dormir, las gárgaras junto al lavabo, los arreglos relativos al transporte escolar para el día siguiente, y después de todo eso, los sollozos.
Me muevo suavemente en la cama. Suspiro por el eco de un sueño desagradable. En él una mujer llora. Enseguida se va a calmar. Ese hipar profundo destroza su cuerpo, y sobre la cubierta glaseada del lecho se van abriendo y extendiendo grietas. Tamar llora. Siete años de matrimonio. Al mediodía llevé a las niñas desde el jardín de infantes a lo de la madre de Tamar.
La camarera sonrió cuando le dije que festejábamos una fecha íntima y que por esa razón ordenaría alguno de los vinos más finos que tuvieran. Tamar hizo una mueca de descontento, pero yo la miré fijamente, forzándola a sonreír. Hoy no vamos a ahorrar. No es por el dinero, dijo Tamar, no bebas hoy.
La camarera nos trajo dos amapolas de color lila. Sus dedos eran largos y frágiles. Un obsequio de la casa, dijo, y felicidades. Mientras comíamos no dejó de dirigirnos miradas afectuosas, húmedas. Ella está escribiendo nuestra historia, dije, y sorbí el vino agriado. Tamar frenó mi brazo. Pedí el mejor vino, dije, y ella me trae este vino ordinario. No hagas cuestiones, dijo Tamar. Me serví otra copa.
Tamar dividió el pastel cuidadosamente: una porción para papá, una porción para la abuela y una muy pequeñita para Dana. El cabello de Tamar es corto y fino, y su frente es blanca y despejada. Por qué me miras así. Los gestos característicos habituales ya comenzaron a trazar delicadas líneas sobre la piel de sus mejillas. ¿Cómo «así»? Ya se insinúan rasgos de aislamiento. Incluso en ella. Así, como si nunca me hubieras visto. Y hay que señalar también: un aleteo fatigado hace incipientes estragos en su mentón aniñado. La tierra atrae suavemente hacia abajo las comisuras de los labios. Ah, eres adorable, Tamy.
En este restaurante vegetariano estuvimos hace siete años, el día de nuestra boda. Tamar tenía entonces veintitrés años y yo veintiséis. Pero te amo mucho más hoy, le digo al reflejo rojo de mi cara en la copa de vino. Éramos tan niños, dice Tamar. Yo bebo mi reflejo líquido. Niños, repitió Tamar.
Comimos. Hoy por la mañana me insinuaron en la universidad que el próximo mes podrían suspender mi trabajo por causa de los recortes presupuestarios. No se lo transmití a Tamar. Ya en otras oportunidades circularon rumores de esa naturaleza que no llegaron a concretarse. No quería ver sus fosas nasales dilatándose como anticipando un peligro inminente, ni sus ojos desbordando tenaz responsabilidad. Sirvieron la sopa.
Acerca de qué conversábamos entonces. Te prometí que ya durante el primer año te engañaría. Dije que ni siquiera ese día actuaría hipócritamente, y que detestaba la idea de que alguien me subestimara hasta el punto de confiar en mí. Palabras que realmente daba gusto oír el día de la boda, dijo Tamar. Con el mentón apoyado en su mano me miró fijamente. Y hoy, dije mientras tomaba la sopa y su vapor empañaba mis anteojos, estoy dispuesto a renovar esa promesa. Pero yo te conozco, dijo, y ahora confío más en ti. Ella sonrió. Yo sonreí.
Las cucharas rozaron los platos. Por esos días yo defendía la absoluta honestidad del mal. Las cosas deben decirse, incluso aquellas que duelen. Especialmente ésas. Terrible, dijo Tamar y sonrió, eras un niño terrible y no entiendo cómo me enamoré de ti. Fue por mi dinero, dije. En alguna parte, en el fondo de mi cerebro, comenzó a latir un dolor. También por la carta de recomendación de mi mamá. Y eras jactancioso, tenías cierta arrogancia de niño mimado por todos. Ah, ah, dije alzando un dedo. Esa actitud segura fue la que te conquistó. No, dijo ella dulcemente, fue el miedo que se ocultaba detrás de ella.
Fueron siete años. Ahora el cuerpo está pulido. Los anillos que van señalando la edad sólo le agregan belleza, facilitan nuestros movimientos, uno dentro del otro. El sábado en lo de tus padres Maia tomó sola su medicina; ve a acostarte, Tamar, yo voy a continuar escribiendo por un rato. De repente resulta fácil.
Pero estoy mintiendo, dijo ella sonriendo, porque no percibí tu miedo. Eras mil años mayor que yo, además de inteligente, talentoso y atrevido. Ahora, la constante alegría afectuosa en sus ojos, su convencimiento ingenuo, radiante, de que juntos logramos doblegarlo, a él, a mí. A mi buceo interior, al dejarme arrastrar, inerme, por el remolino, hacia los latidos del dolor. Y te burlabas de mí, ella sonríe, porque yo creía que Osnat era la mejor y la más perfecta entre mis amigas, y porque dejé que me torturara durante años con su falsa apariencia de cariño; y tú te estremecías al oírme hablar sobre mis padres y también sobre nosotros, empleando las palabras como un frío bisturí, así lo definías; y tú disfrutabas sintiéndote un hombre maldito, extraño y apartado de todos; y tú; y tú.
La mesera nos trajo té de hierbas aromáticas. Nos vamos a casar esta noche, le dije sonriendo. Por debajo del delgado brazo de la muchacha vi cómo se tensaban los labios de Tamar. Me moví un poco y los divisé a través del asa de la tetera. Lo sabía, dijo la mesera, se les nota. Y sus ojos acuosos parecieron desbordar levemente. Tomé unos sorbos de vino.
Y tus pequeñas mentiras compulsivas, dijo Tamar con rabia, y el constante escribir la vida, la malicia por la malicia en sí misma; y también, dije reposadamente, tu rechazo hacia mi escritura, tu hostilidad infantil durante los días en que me ocupo de un cuento. Por qué peleamos hoy, preguntó Tamar y sus ojos se opacaron repentinamente. Alcé mi brazo y bebí directamente de la botella. Las celebraciones me deprimen, dijo Tamar. Yo en cambio estoy contento, dije. A cada latido de dolor se sumaba ahora un fugaz ardor en mis sienes. Alguien había anudado allí erróneamente mis terminaciones nerviosas. Me dije, rimando ligero: «El profesor ayudante ha quedado cesante»; «Se permite echar al que no es titular»; y también (no está para nada mal): «Se ha revelado que el profesor fue relevado».
Tamar advirtió mi parpadeo nervioso, pero no dijo nada. Acercó su dedo hasta tocar el mío. Te sientes mal porque últimamente no escribes.
Ahora ahoga su llanto en la almohada. Derrama una gota ininterrumpida, como de miel, que se evapora por su propio calor hasta transformarse en un imperceptible sonido sibilante apenas un pensamiento, y se va enfriando hasta quedar congelada, como una astilla de vidrio brillante y filosa encima de mis ojos firmemente cerrados. Nos amamos, me digo una y otra vez, y ningún factor externo puede perturbar la dinámica de este sistema, porque entre nosotros funciona un tipo de amor perpetuo. Cada tanto genera angustias y dudas -voy grabando las palabras en la delicada piel interior de mis párpados- sólo para que las resolvamos sabiamente, con una cuota contenida de ardor y deseo, e incluye, me digo temeroso, una amplia capacidad de comprensión y una profunda percepción de todo el proceso.
Después paseamos por las calles empedradas de Iemín Moshé. Caminamos tomados de la mano, y cada tres pasos balanceábamos a una niña imaginaria que encogía sus suaves piernitas, sólo que hoy no teníamos niñas. Me senté sobre un banco de piedra. El pico de un mirlo brilló en la hierba.
Tú cambiaste mucho, dije, de los dos tú eres quien más ha cambiado. Pero gracias a ti, dijo ella, mientras se sentaba y colocaba su bolso entre nosotros. Su cabello fino se levantó en el viento como un diminuto muro, y sus ojos se veían más grises que azules. Era por efecto de las nubes. Gracias a ti, volvió a decir, y a pesar tuyo, porque en un comienzo me perdí a tu lado. Todo en ti era claro y terminante, incluso los miedos. Sólo después que hubo pasado el impacto de los primeros años comencé a luchar. Y todavía continúas luchando, dije, y está demás, ya que estoy totalmente civilizado. No, porque contigo hay que luchar siempre, dijo ella sonriendo con picardía, y aprendí a hacerlo sin cansarme demasiado. Yo rebusqué con mano fatigada en mi interior tratando de hallar el enojo y la amargura, pero no di con nada.
Y eras, dijo ella con sabia tristeza, tan agresivo y demandante. Tuve que luchar para ser yo misma -que no sabía lo que era. Y ahora, dije, a veces me asusta lo que he conseguido. Ya lo sé, dijo, pero sólo así es posible, y realmente aprendí, agregó maravillada. Has cambiado mucho, dije.
Después nos levantamos, nos acercamos y nos abrazamos. El cielo se iba cubriendo de gris. Qué te parece si vamos a una función diurna y nos besuqueamos en la oscuridad, dijo Tamar dentro de mi gabán. Qué te parece si vamos a la estación y tomamos el tren, dije yo. Espero que mi madre se arregle con las niñas, por hoy no tenemos niñas.
De camino hacia la cafetería pasamos por un parque. Se hallaba desierto. Los arbustos y los bancos estaban ensimismados. El tobogán brillaba como la lengua burlona de un niño, respirando y arqueándose con lentitud metálica. Nos sentamos en los columpios suspendidos de las sogas, uno al lado del otro. El viento susurraba a nuestras espaldas. Los columpios oscilaron suavemente y las húmedas sogas chirriaron. Inundé mi cabeza con un espeso olor a puerto y cerré los ojos. Leves roces sobre la grava; los músculos se tensaron desde el vientre hasta la punta de los pies y aún más allá; el aire se sintió de pronto más fresco.
Le fui anticuadamente fiel. Aun cuando el mundo a mi alrededor era un húmedo y denso invernadero. Aun cuando los tules perfumados de las miradas y de los mensajes implícitos revoloteaban alrededor de mi rostro, yo mantuve mi deseo ligado a ella. Sólo que el calor del cuerpo derrite las ligaduras, y las partículas que no se consumen totalmente navegan por las venas y lastiman. Heridas de ojos femeninos, de su perfume. Heridas de un amante que se abroquela frente a las heridas de las mujeres. Y sumado a esto: qué poderosa flexibilidad posee la conciencia sexual de la imaginación; el anhelo de una sensación de repugnancia que encierra la posibilidad de un alarido; el cuerpo que se rebela contra ti, que brama de deseo. ¿Qué queda de ti mismo? Sólo el exilio enconado en el regazo apacible de Tamar, sólo tu amor por ella, el amor de ella por ti, un remedio infantil para el olvido, que tragas dudando.
Estirarse, flexionar las rodillas, encorvarse. Tamar pasa a mi lado, balanceándose con gozosa lentitud, su cabeza echada hacia atrás, sus ojos cerrados. Yo percibo la trama que entretejen en este vuelo todas las cuerdas de mis músculos, contrayéndose en ovillos de fuego que se parten en mis entrañas, en mis caderas, en mis axilas. Ahora estoy siendo arrebatado, levantado, estoy en el ojo de la tormenta, me desgarro. Arrastro conmigo lo débil y lo putrefacto, devuelvo a mi cuerpo los fragmentos dispersos. Aunque oigo que Tamar frena pesadamente y camina sobre la grava e imagino su mirada sorprendida, aún sonriente, dejo que mi lamento salvaje recorra los pasadizos de mi garganta, permito que el peso de las partículas que navegan por mi cuerpo se concentre hasta transformarme en un péndulo gigantesco. Con mi movimiento corto el aire, el espacio y el tiempo, en este semicírculo que describe el columpio, golpeándome una y otra vez cuando las sogas se rinden en la cima de su vuelo y me arrojan flojamente hacia atrás.
Pero ahora, dijo Tamar en la cafetería, somos a pesar de todo mucho más parecidos. Porque lograste contagiarme algo de tu visión sombría y yo te enseñé a amar. Y tú ya no eres todo ángulos agudos y yo ya no soy toda redondeces.
Insistimos en seguir sentados en el jardín de la cafetería. Embriones de lluvia correteaban en los vientres de las nubes. (Debo anotar esta frase.) Una camarera ya mayor, corta de estatura y de genio, limpió la mesa de plástico azul que habían ensuciado los pájaros. Más allá del cerco la calle estaba sumida en su humedad. Tamar sopló sobre las palmas de sus manos. Ordené dos tazas de chocolate y una copa de cognac. Me duele la muela, dije. Frunció los labios, fastidiada. No tuve la energía necesaria para explicarle el significado del dolor. Unos minutos antes comprendí asombrado el mensaje que me transmitían mis nervios: era hambre, un hambre vital, leonina. Ya mencioné que algunas terminaciones en mi interior habían sido anudadas erróneamente. Tamar desvió su mirada y sonrió incómoda.
Ella había aprendido rápidamente. Era muy ingenua cuando la conocí y sí fue atrapada en el túnel de los vientos donde yo rugía. Se ahogó con el polvo de mis palabras quebradizas y fue arrastrada hacia la espuma de la violencia atemorizada, en un aparente último gemido, como una botella sellada y ciega hundiéndose en el remolino de mis pupilas.
Pero no era así, porque de su momentáneo abandono brotó la gracia del matador: un leve movimiento de su delgada espalda, y el peligro que se proyectaba es aprisionado en las redes flexibles de un divertido aire burlón. Una chalina transparente aparta suavemente el humo que exhalan las fosas nasales. Tú eres de un modo y yo de otro, pero aun así es posible estar juntos. Un rodeo evasivo, una sonrisa. No te voy a dejar, mi niño grande. Un grueso tendón palpita en el cuello hinchado. Tú me haces el amor como si hicieras la guerra. En Ramá se escucha una voz (1) , un amargo bramido: el toro ama al matador.
La camarera sirvió el cacao caliente y una medida de cognac. Tenía una cartera de cuero sujeta sobre su vientre por una correa de cuero grasiento. Hoy nos vamos a casar, dijo repentinamente Tamar, y me miró con picardía infantil. Sí, así son las cosas, respondió la camarera echándonos una rápida mirada sorprendida antes de retirarse.
Bebimos. Si me despiden volveré a escribir slogans publicitarios y folletos explicativos. En las oficinas de Peled-Arnón me van a recontratar gustosos. «Es mejor el remedio que la enfermedad.» «El cigarrillo hará que te hagas humo.» Esos dos son míos, y yo pierdo el tiempo enseñando literatura en la Universidad. También la Oficina de Turismo paga bien por la creatividad. «Follow the gun -come to Israel.»(2)
Quien nos observe de lejos pensará que nos comportamos como dos extraños, dijo Tamar. Y de cerca, murmuré dentro de la copa. Me lanzó una mirada inquieta. Siempre tienes que decirlo todo, sus labios empalidecieron, probar el efecto de cuanta combinación de palabras sea posible. Las palabras son mi trabajo, dije sin mucho énfasis. No, es por el placer de dañar, recuerdo las cosas que me decías durante mi embarazo, las oscuras profecías acerca del odio inevitable entre padres e hijos. También me lastimo a mí mismo, tú lo sabes, hay cosas que debo decir. Enojado por mis propias palabras, me dejé llevar y agregué: ya sabes que justamente los aspectos banales son los que me duelen más y los que nunca aceptaré, como eso que dijiste antes.
¿Qué, que siempre debes decirlo todo? No, que nos parecemos.
A veces me apena que ella esté condenada a mí. La senda que le estaba asignada era tan clara. Debía encontrarse conmigo sólo como con un faro que indica peligro, como con una leve quemadura. Digamos, un amigo de su esposo y de ella, una curiosidad divertida, para conversar acerca de él con los conocidos, arreglarle una cita con alguna amiga soltera y suspirar afectuosamente: va a madurar, ya lo verán. Pero debía cuidarse del alambre de púas candente que lo atraviesa. Esas nubes, dijo Tamar, el parque desierto y la camarera con su pelo teñido nos provocan esta melancolía y nos hacen olvidar que en realidad en la vida diaria estamos muy bien juntos. Que tenemos dos hijas sanas y maravillosas, que a mí me va bien en el trabajo y que a ti te da placer enseñar y escribir. Y tenemos amigos, y una vida plena e intensa que nos permite hablar con tanta sinceridad sobre nuestra relación. Creo que estamos olvidando demasiadas cosas, y que disfrutas un tanto siendo nuevamente el niño que eras a los veinte años.
Aplasté con la cucharita el azúcar humedecida en el fondo de la taza. Ese niño todavía oprime mi garganta reclamando una reivindicación, y yo lo desprecio porque así fui educado, pero lo cuido y lo alimento en secreto. Y cuando termine la guerra permitiré que se dé a conocer. Los minúsculos cristales rechinaron bajo la presión de la cucharita.
Cuando nos encontramos éramos absolutamente diferentes. Pero el amor nos desvió, uniéndonos. Por eso peleamos juntos para cambiar nuestros sueños, y de ahí el increíble milagro de nuestras hijas floreciendo, el código descifrado de nuestros cuerpos.
Sólo que todo eso, qué es todo eso, un fraude, un rodeo que Tamar aprendió a hacer. Las quemaduras que sufrió al pasar a través de mí; a partir de eso, sus pasos medidos y las delgadas, transparentes rebanadas que separa de sí misma para entregarlas al mundo. Sus ojos serenos. Sólo a través de mis celos comprendí que la botella sellada encerraba un mensaje, una obstinada y oculta consigna: yo, yo, yo.
Y ahora, de repente, su llanto amargo, el secreto de Tamar en una lágrima. ¿Qué somos nosotros dos? ¿Qué ha quedado? En realidad estamos bien, digo. Tomo su mano en la mía y la beso en la boca. En verdad no es necesario decirse todo, y qué tonto de nuestra parte pensar que justamente en un día como éste destilaríamos amor y optimismo por encargo. En realidad, dijo ella, me gustas bastante y tal vez renueve el contrato con tus padres y te arriende por otros siete años (3). Reí. Sentí que mi jaqueca aflojaba. Reí nuevamente. Es extraño, tal vez David venga a reír frente al rey para aliviarlo (4). Tamar me miró sin comprender, dispuesta a sonreír. Reí en forma exagerada. Tal vez descubrí el remedio, dije. No entendió. Ven, dije con un guiño, volvamos a casa. Hay cerezas en el congelador.
Es preciso recordar que la casa estaba muy vacía. Había pequeñas prendas desparramadas por todas partes y también cubos, dibujos, lápices y muñecas. Nos quitamos los abrigos. Me dolían los ojos. Parado frente al refrigerador comencé a atracarme atropelladamente. Tamar tarareaba en una de las habitaciones. Me sorprendió oír su voz junto a mí. Qué manera agresiva de comer, dijo, y desapareció. Cerré con un golpe la puerta del refrigerador. Y ahora qué. Me puse a buscar entre los discos. Pedro y el Lobo, Cincuenta canciones infantiles, Rondas y canciones de cuna. Debajo de la pila comenzaron a aparecer capas antiguas: Leonard Cohen, Theodorakis, Carole King. Allá lejos una púa abandonó su letargo mecánico y comenzó a girar dentro de mi cabeza en círculos acompasados, transformando los arañazos en sonidos e imágenes alojados en mi memoria. Una habitación rentada, sin baño. Una dedicatoria en un libro de poemas. Manos encontrándose en la oscuridad. Yo cedí.
Mientras colocaba un disco en la bandeja sostenía un pickle en mi boca, tratando de equilibrarlo entre mis dientes, con la cabeza levantada y mis brazos extendidos a ambos lados. Uno, dos, derecha e izquierda, los brazos sobre los hombros de los compañeros (5). Shlomit (6) construye una «suká» (7) verde e iluminada, por eso hoy está ocupada. Por eso yo soy ahora un delfín amaestrado que se exhibe sonriente, un lobo marino emergiendo de un hueco en el hielo, con el arpón sabiendo a pepino en vinagre clavado en su cabeza. Y no es una «suká» cualquiera. Un pie sobre el otro, atrapados en el ritmo de la música, en las lacerantes puñaladas de dolor. Shlomit construye una «suká» de paz (8); mi nuca se arquea en dirección al cielo raso y me atraganto con el zumo avinagrado. Repentinamente me envuelve el silencio. Tamar está junto al tocadiscos con sus ojos muy abiertos, y el pepino sale volando como una especie de pájaro cómico.
Más tarde trajimos de vuelta a las mellizas, asombradas, y Tamar trató de ponerlas a dormir. Entré en la habitación: acostadas una al lado de la otra, tan parecidas y entrelazadas las tres, fueron por un instante como una visión. Sonreí y salí. Presioné mis ojos con fuerza. Eso suele aliviarme por un rato, pero esta vez no funcionó. Creo que también estaba un poco bebido, porque los pinchazos de hambre se mezclaban con una persistente náusea. Me quedé parado en el pasillo e intenté reír silenciosamente. Contraje los músculos del estómago y escarbé en mi mente en busca de algo jocoso. Por ejemplo el vuelo del pepino, o la mirada de Tamar en ese momento. Traté de expulsar así, en silencio, con una apacible expresión en mi rostro, todo el veneno que se fue acumulando dentro de mí desde esa mañana en la universidad. Fue inútil. De repente supe que estaba maduro para una gran derrota. Tamar salió del cuarto de las niñas cerrando la puerta tras de sí. Me vio y lanzó una risita atemorizada. Dijo que parecía uno de esos perros mansos que rondan por las estaciones de servicio. El símil me agradó. Lo apliqué a mi cuerpo y fue como un alivio.
Luego, aunque estábamos un poco decaídos y recelosos, hicimos el amor con el mismo deseo de siempre. Y el cuerpo de Tamar fue para mí la única casa posible. Ella estaba tensa y cuando terminamos me dijo que esta vez se había acostado en contra de mí. A los pocos minutos se durmió.
Esta noche, después de hacer el amor, Tamar lloró. Ése fue sólo un lazo imaginario de palabras que me atrapó y exprimió de mi cuerpo extraños fluidos de dolor. El zumbido en el interior de mi cabeza se volvió una línea ininterrumpida y fulgurante. Sabía que debía descansar, evitar transformarme en un blanco fijo. No obstante, permanecí acostado, esperando.»
1 Alusión bíblica: Jeremías; 31, 15.
2 «Siga a las armas, venga a Israel». Parafrasea irónicamente el conocido slogan: «Follow the sun – come to Israel» («Siga al sol, venga a Israel»).
3 Alusión bíblica: Libro del Génesis; 29, 18.
4 Alusión bíblica: Libro de Samuel; I, 23.
5 Describe los movimientos de una danza muy popular en Israel -«Hora»- que se bailaba en ronda, tomándose por los hombros.
6 Nombre derivado de la palabra «shalom», paz.
7 Cabaña simbólica que rememora la vida del pueblo de Israel en el desierto después del éxodo de Egipto, y que se construye todos los años, durante la Fiesta de Sukot o de las Cabañas.
8 Alude a la plegaria que reza: «Y extiende sobre nosotros Tu Suká de Paz»