Parashat Ekev (Deut. 7:12-11:25: Los huesos de Yosef

Comentada por Adi Cangado.

Viñedos en Israel
“¡Ay de los que se sienten cómodos en Sión y de los que están seguros en los montes de Samaria! Los llamados la primera de las naciones; que se acuestan en sofás de marfil y se tumban en sus camas, y comen corderos del rebaño y terneros del establo. Cantan según el tono del laúd, beben de las vasijas el vino y con los primeros aceites se ungen, pero no sienten dolor por la destrucción de Yosef.” (Amós cap. 6)
Con estas palabras protesta Amós ante las clases pudientes de Judea e Israel mientras la mayoría de la población sufre. Él era también sumamente pobre, un pastor de ganado del siglo 8º a.e.c., algunos años antes de la destrucción del reino del norte de Israel. El joven Yosef es aquí la metáfora del desamparado.
Esta semana leemos la Parashat Ekev, plenamente inmersos en el segundo discurso de Moisés antes de que el pueblo de Israel entre en la tierra de Canaán. Dos arcas han acompañado al pueblo en su travesía por el desierto: en una, que salió con ellos de la tierra de Egipto, están los huesos de Yosef, el niño, el hijo más amado de Israel (Jacob), con quien empezó la historia de aquellos hombres y mujeres. El joven fue a buscar a sus hermanos que estaban pastoreando; ellos lo despojaron de su túnica, de su ropa, y lo arrojaron a un pozo. Pensad en la terrible situación del niño: en un pozo, desnudo, sin comida ni bebida. Fueron unos mercaderes (las “mafias” de la época) quienes lo encontraron para finalmente venderlo en Egipto a Potifar. El relato concluye precisamente aquí, antes de entrar en Canaán. A hombros de Yosef el pueblo descendió a Egipto y a hombros del pueblo los restos de Yosef regresan a casa.
El profeta Moisés les dice: “Recordarás todo el camino por el cual el Eterno, tu Dios, te guió estos cuarenta años en el desierto” (Deut. 8:2). Están cansados. El viaje ha sido muy duro. En el desierto pasaron hambre. “Y te afligió y te dejó pasar hambre” (Deut. 8:3). A veces caían en el desánimo, pero el anciano guía les hablaba de las maravillas de la tierra a donde les llevaba (Deut. 8:7-9). La tierra buena, llena de arroyos de agua, de fuentes y manantiales que emergen en valles y en montañas, con la que sueñan todos los sedientos. La tierra buena que da su fruto sin sudor ni esfuerzo con la que fantasea quien está cansado de caminar. La tierra plena en la que nada falta que desean todos los desposeídos, todos los desamparados. La tierra buena del trigo y de la cebada, de las vides y de los higos, y de las granadas, y de aceite de oliva y de miel de dátiles. ¡Qué dulce debía sentirse en los labios aquel pensamiento, mientras estaban escuchando a Moisés, de pie, atentos!
¿Pero qué harás cuando ya lo tengas todo? ¿Cuando en lugar de sed estés saciado de abundante agua, y en lugar de hambre hartazgo de manjares, y en lugar del cansancio del errante estés aburrido sobre tu sofá de marfil, dejando pasar las horas de los días de los años de tu vida? “Cuando comas y estés saciado, y construyas casas buenas y habites en ellas, y tus rebaños se multipliquen, y aumenten tu plata y tu oro y todo cuanto poseas, tal vez tu corazón se enaltezca, y olvidarás” (Deut. 8:12-14); olvidarás que esclavo fuiste en la tierra de Egipto, y te dirás a ti mismo que por tu propia fuerza lograste tal riqueza (Deut. 8:17). “Pero recordarás al Eterno tu Dios, porque es Él quien te da fuerzas para hacer riqueza” (Deut. 8:18).
Los judíos consideramos a Moisés el profeta más grande de todos los tiempos, y no sin razón. Al final sus palabras se cumplieron. Pasados los siglos, Amós contempla indignado las comodidades de algunos, en Judea y en Israel, recostados en sofás de marfil, estirados en cómodas camas, comiendo carne, cantando al ritmo del laúd, disfrutando de buenos vinos, … sin sentir compasión alguna por Yosef, metáfora del sufriente, de la mayoría de la población sumida en la carestía y en la pobreza, como el niño en aquel pozo.
En las últimas semanas hemos asistido a un crimen semejante en las aguas del Mediterráneo. Más de cien refugiados siguen retenidos en un barco de rescate humanitario, el Open Arms, que en la costa de Lampedusa espera un puerto seguro. Esa gente me recordó a nuestros ancestros frente a la tierra de Canaán. Recorrieron largas distancias hasta llegar a la costa, y seguramente habrán sufrido abusos de cualquier clase y sed y hambre. Les han rescatado de una muerte segura en alta mar, pero siguen hacinados en el Open Arms porque las autoridades no saben qué hacer.
Como español y como judío pido perdón, les pido perdón a todos ellos. Porque parece que hubiésemos olvidado nuestra propia historia. ¿Qué fue de los cientos de miles de españoles que emigraron en el pasado? Huían de la guerra y del hambre, como estas gentes. ¿Llegaban a su destino con visado, permiso de residencia o contrato de trabajo? No, la mayoría de las veces. ¿Y qué decir de los italianos? ¿Cuántos italianos esperaban días, hacinados en barcos mugrientos, antes de desembarcar en ciudades como Nueva York? ¡Huían de la guerra, de la hambruna! ¡Qué fácil es olvidar! Recordemos. Mientras publicaba un tweet sobre la situación del Open Arms, el ministro de Interior de Italia, Matteo Salvini, compartía fotografías de su cómoda y plácida existencia. Debería revolvérsenos el estómago sabiendo que un centenar de seres humanos (pueden tener sed, hambre, pensar, soñar, llorar, etc.) siguen en el Open Arms esperando llegar a sus tierras prometidas, mientras la organización y las autoridades aflojan y tiran de la cuerda.
Porque “el Eterno defiende la causa del huérfano y de la viuda, y ama al extranjero, y le da alimento y vestido; por lo tanto debéis amar al extranjero, pues extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (Deut. 10:18-19). “Odia el mal, ama el bien, y establece la justicia en la puerta” (Amós 5:15), en las entradas de la ciudad, de la tierra; en las puertas y en los puertos. “¡Ay de los que se sienten cómodos en Sión y de los que están seguros en los montes de Samaria! Los llamados la primera de las naciones; que se acuestan en sofás de marfil y se tumban en sus camas, y comen corderos del rebaño y terneros del establo. Cantan según el tono del laúd. Beben de las vasijas el vino y con los primeros aceites se ungen, pero no sienten dolor por la destrucción de Yosef.” (Amós cap. 6)
Si leyésemos Roma en donde Amós escribió “Sión” y Madrid en donde dice “Samaria”, estos versos de hace dos mil ochocientos años dibujarían la más cruda actualidad, pues muchos no sienten dolor ante el sufrimiento de Yosef, un refugiado, sin percatarse de que en el instante en el que dejaron de sentir empatía por el dolor de Yosef (Yosef, Yusuf, José, …), dejaron también de ser humanos.