SHEMINI ATZERET: Estación intermedia

Cuando era niño, Shemini Atzeret era para mí sin lugar a dudas la festividad judía menos memorable entre todas las de la estación de otoño. Rodeado por el alto drama de Rosh Hashaná y Iom Kipur y la pompa de Sucot por un lado, y el jolgorio de Simjat Torá por el otro, Shemini Atzeret a menudo me parecía una especie de estación intermedia más que punto de llegada. Solamente tenía dos características. La primera, la plegaria por la lluvia, me parecía absolutamente irrelevante y hasta perversa; yo no era un granjero y me gustaba pasar tiempo afuera, así que, ¿qué tenía de bueno la lluvia? La segunda, Yzkor, era deprimente; en cualquier caso, en la sinagoga de mi infancia, aquellos con tanta suerte como para tener a sus padres vivos y sanos se trasladaban al vestíbulo a cuchichear, mientras el triste y serio asunto de Yzkor se desarrollaba tras puertas cerradas.

Lo que cambió mi actitud fue un comentario midráshico citado por Rashi en su comentario de la Torá. Comentando la designación de esta festividad como «atzeret», los rabinos lo entendieron en el sentido de detenerse o retrasarse. «‘Yo os he detenido (atzarti), de iros,’ [dice Dios]. [Se puede asemejar a] un rey invitó a sus hijos a un banquete que duraba muchos días. Al final del banquete, cuando llegó el momento de irse para los niños, el rey dijo: `¡Hijos míos! Les ruego retrasar su partida un día más. Es difícil para mí dejarlos ir.'»

Hay una impresionante belleza y profundidad en este midrash. Pasamos todas las Altas Fiestas y Sucot tratando de alcanzar a Dios, pidiendo ser perdonados, pidiendo ser redimidos, pidiendo la vida misma. Pero, ¿está Dios escuchando? Sí, dicen los rabinos, y Shemini Atzaret es una expresión concreta de la respuesta de Dios: “Yo sé que ustedes están cerca de mí ahora, dice Dios, y desearía que fuera siempre así. No creáis que cuando os sentís lejos de mí, solamente vosotros os sentís solos; también Yo me siento solo. Mantengámonos tan cerca unos de otros ahora y por tanto tiempo y tan a menudo como sea posible.”

Para mí, este midrash sugiere que la calma y simplicidad relativa de Shemini Atzeret es un complemento necesario – quizás, hasta un correctivo – de la solemnidad y celebración de las festividades circundantes. No sólo encontramos a Dios en los momentos culminantes de petición y celebración. Estos momentos sólo pueden servir como catalizadores para la intimidad con lo Divino en la vida cotidiana, no como sustitutos para esa cercanía. Shemini Atzeret me recuerda que Dios busca mi presencia, así como yo busco la presencia de Dios, y que la oportunidad para ese encuentro existe todos los días del año, con o sin un shofar, una sucá o un séder.

Estos pensamientos me llevan a otra reflexión más, una reflexión conflictiva. Para el momento en que llega Simjat Torá muchos de nosotros, incluido yo mismo, afirmamos estar hartos de las festividades, esperando ansiosamente la vuelta a la normalidad en nuestras vidas. Basta de sinagoga, basta de oración, basta de canto, basta de comida; puede que la vida diaria sea difícil, pero esto es agotador. El resentimiento, a veces expresado como cinismo, a menudo desciende sobre la congregación mientras celebramos Simjat Torá; tal vez las parodias de oración que a menudo representamos son un medio de canalizar algo de esa frustración.

Cuando escucho a otros, o a mí mismo, expresar este sentimiento, siento una profunda tristeza. Comenzando con el advenimiento del mes de Elul y finalizando con Shemini Atzeret, recitamos diariamente el Salmo 27, en el que decimos lo siguiente: «Una cosa le pido a Adonai, solo esto pido; vivir en la casa de Adonai todos los días de mi vida, contemplar la belleza de Adonai y frecuentar Su santuario.» Más que cualquier otra cosa, el poder de mi creencia en Dios es la sensación consiguiente de conexión: a Dios y a las creaciones de Dios. Sentimientos de soledad, aislamiento y alienación desaparecen en el aura de la presencia de Dios. Igual de importante: soy capaz de volverme hacia mis congéneres humanos no con miedo y sospecha sino en amor y fraternidad. ¿No debiera entonces ansiar cada momento de cercanía proporcionado por las festividades? ¿Por qué será que, una vez que se me concede la oportunidad por la que tanto rogué de frecuentar el santuario de Dios, esto se convierte en una carga más que en un regalo?

Para encontrar una respuesta vuelvo mis ojos a Isaías 58, la haftará que se lee en la mañana de Iom Kipur. Isaías registra las quejas de aquellos que han observado el día de ayuno en todos sus detalles y sienten, sin embargo, que Dios no los ha escuchado. La respuesta de Isaías es tan amarga como majestuosa:

«¿Es tal el ayuno que yo escogí? ¿Para que el hombre aflija su alma? ¿Que encorve su cabeza, como junco; y haga cama de cilicio y de ceniza? ¿Llamaréis esto ayuno, y día agradable a Adonai?

¿No es antes el ayuno que yo escogí, desatar los líos de impiedad, deshacer los haces de opresión, y soltar libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo?

Que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes metas en casa; que cuando vieres al desnudo, lo cubras; y no te escondas de tu hermano.

Entonces nacerá tu luz, como el alba; y tu sanidad reverdecerá presto; e irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Adonai te recogerá. Entonces invocarás, y oirás a Adonai; clamarás, y dirá él: Heme aquí

¿Qué será, me pregunto yo, lo que no entendieron los oyentes de Isaías? Mi respuesta es que su relación con el ritual de la oración es puramente externa y superficial. Ellos creen que la actuación de los rituales requeridos les ganará el favor de Dios. No comprenden que la disciplina de los ritos y observancias religiosas es por su bien, no por el de Dios. Es una disciplina diseñada para hacerles recordar un poder mucho más grande que ellos mismos, un poder que es la fuente de su propia capacidad de pensar y actuar. El ritual tiene el propósito de ser un conductor hacia la humildad, que es simplemente la habilidad para ver y reconocer claramente el lugar que ocupamos en el mundo de Dios. Esa visión debiera llevarnos a ver a nuestros hermanos como socios a la hora de hacer el trabajo de Dios, y los rituales de la religión como oportunidades para practicar el dominio de nuestros apetitos y cómo canalizarlos constructivamente, así como ocasiones para reconocer las bendiciones que Dios nos ha otorgado.

A veces yo mismo soy uno de esos quejosos a los que reprendió Isaías. Veo el intenso período de las festividades de otoño como un mal necesario que debo sobrellevar para satisfacer los caprichos de un Dios exigente. Olvido que estos días son ventanas de oportunidad que me permiten pasar tiempo en presencia de Dios, y evaluar el resto de mi vida desde esa perspectiva. Aún más importante, olvido que estas fiestas son un producto del amor de Dios por nosotros, del deseo de Dios de estar cerca de nosotros.

El tiempo de residir en la casa de Dios se acerca a su fin. Podemos usar el poco tiempo que nos resta para reflexionar sobre la bendición de estar en presencia de Dios o podemos forzarlo un poco, anhelando este próximo lunes y la vuelta a la rutina que promete. Escuchemos la voz de Dios como está plasmada en Shemini Atzeret, la voz que nos pide demorarnos un día, una hora, un momento más. Volvámonos hacia Dios como Dios, en esta humilde fiesta, se vuelve hacia nosotros.

Fuente: Judaísmo hoy.