PARASHAT VAIERÁ: entre la fijación y el movimiento


Ser judío no es pertenecer a la clase de los seres judíos, ni desplegar en el ser una parcela de sustancia judía, ni ser uno mismo una sustancia o una cosa cuya presencia total fuese, precisamente la judaicidad.

Ser judío no es ser una cosa entre otras cosas,

Tampoco es tener una creencia entre otras creencias.

No. Ser judío… es en primer lugar reflejarse a sí mismo como judío y actuar luego como uno se refleja.

El ser judío es un acto y ese acto es el efectivo despliegue de un reflejar.

Así define el ser judío maravillosamente  el filósofo francés Robert Misrahi en su libro “La Condición reflexiva del hombre judío”.

Ser judío es un acto que se despliega después de una reflexión.

Y estos días son de profunda reflexión.

Y me gusta pensar la palabra reflexión, no como una mera actividad intelectual.

Sino como la consecuencia de un reflejo.

En qué nos reflejamos.

En quién nos reflejamos.

Quiénes son nuestros modelos, los que iniciaron este colectivo que llamamos pueblo judío.

Toda esta introducción no es más que un intento de volver a enfrentarme a la lectura de la Torá de esta semana. Una lectura que por un lado nos hace pensar de nuevo en nuestros orígenes. Vamos a leer una vez más el momento más trágico de nuestro patriarca Abraham, el primero que marca una huella en nuestra definición como judíos. Porque cuando leemos la historia de otro, nos buscamos a nosotros mismos en la trama.

La historia es conocida.

Los personajes: Abraham, su hijo Itzjak, la voz de Dios y un carnero.

El motivo aparente: la prueba de fe.

Abraham es puesto a prueba por Dios, quien lo manda a entregar a su hijo en holocausto.

Me da escozor siquiera pronunciar estas palabras juntas: fe, Dios, hijo, holocausto.

Pero tenemos que nombrarlas.

En una carta a su amigo Robert Klopstock escrita en 1921 Kafka escribe: “He reflexionado mucho sobre Abraham,… él desde antes ya tenía todo, desde su infancia fue conducido a ello. Si él ya tenía todo y sin embargo debía ser conducido más arriba, algo tenía que serle arrebatado, al menos en apariencia; esto es consecuente y no es ningún salto.”

Abraham tenía todo. Fue preparado para todo. Sabía que era el primero. Y quizás no entendió que primero no es único. El primero es un número ordinal, que expresa un orden dentro de una sucesión. Hay primero, porque vendrá el segundo… Si no, hubiera sido el uno, y no el primero. Pero eso, él parece no haberlo escuchado.

En nuestras plegarias cada vez que nos conectamos con Dios, decimos Adonai, Eloheinu veElohei Avoteinu, Elohei Abraham, Elohei Itzjak veElohei Iaakov.

Eloheinu – Dios nuestro, de cada uno cuando lo dice, pero a su vez en plural.

Y Dios de nuestros patriarcas veElohei Avoteinu: Abraham, Itzjak y Iaakov.

No es el pueblo de Abraham. No somos el pueblo de Abraham. Somos el pueblo de una simiente que va pariendo generaciones que dicen: Dios nuestro. Dios de cada uno, para cada uno y para todos al mismo tiempo.

Abraham como tantos con aspiraciones de ser los únicos – está dispuesto a que se le arrebate lo más preciado. Porque a veces las cimas nos exigen los despojos más crueles, que en definitiva jamás se recuperan.

Vuelvo a Robert Misrahi. Él define al pueblo judío como nacionalidad moviente. Nacionalidad moviente – porque para ser parte de este pueblo tendremos que hacer una opción manifiesta en contra de la akedá – de la atadura, de la fijación, de la rigidez, de la sujeción… en contra de lo que comúnmente se llamó: sacrificio. Él quiere fijar la historia en su persona. Y para eso, inmoviliza – creo yo no sin dolor y sin perplejidad – a quien representa el movimiento, lo que viene; a su hijo. Nacionalidad moviente es una manera maravillosa de entendernos como pueblo, y quizás también como padres. Una pertenencia que habilita el movimiento, el pensamiento, la interpretación. Somos pueblo porque el carnero apareció delante de los ojos de Abraham

y porque la voz de Dios le ordenó que no sacrificara a su hijo,

y porque desató a Itzjak de los leños

y porque desde allí, tenemos el mandato ético de hacer oír nuestras voces en contra de cualquier sacrificio, de cualquier privado de su libertad de ser.

Itzjak es un personaje particular. Lleva el nombre de la vergüenza. Sí, de la vergüenza. Y paso a explicarlo: Su madre, anciana, al enterarse que ahora se decidía que ella tendría un hijo, ríe de vergüenza, de incomodidad. Toda su vida deseó un hijo. Se sometió a la escena más humillante como darle a su marido a otra mujer con quien tuvo un hijo que ella no pudo prohijar. Sufrió la deshonra de la infertilidad para las mujeres de su época. Y cuando la vida se estaba apagando, llega la noticia de este hijo, que nuevamente la pondría en boca de todos: una anciana, teniendo un hijo, que no puede criar, con quien no puede jugar y a quien no verá crecer… Itzjak, el nombre que lleva la risa de una madre que tenía vergüenza de tenerlo.

El sacrificio de Itzjak comienza allí, con la vergüenza. Su nombre es la risa hecha carne, como dice Kafka. Porque ese hijo, que la hizo reír, la hizo reír de vergüenza. Quizás por eso Abraham no titubeó a la hora de verlo atado a los leños… quizás esa presencia no tenía espacio en sus vidas, quizás no entendieron para qué él había llegado a la historia…

Probablemente no nos animemos a pensar en estas categorías. Pero a veces sucede.

En nombre del mandato, de la misión, abandonamos lo que nos perturba, aunque sean nuestras propias creaciones. Somos más rígidos de lo que reconocemos. Más implacables y obtusos de lo que decimos de nosotros mismos.

Y esta historia nos confronta a estas rigideces inconfesables.

Ahora no hay leños, ni hachas, ni voces del cielo que aparentemente nos hablen. Pero sí hay en nuestras realidades, las más cercanas y las más aparentemente lejanas diferentes Itzjakim que encarnan la exclusión, la extranjería, el desplazamiento…

Itzjak camina con su padre, quien no lo puede albergar en su territorio, sin saber a dónde. Y pregunta, sin obtener respuesta. – ¿A dónde vamos? Algo terrible está sucediendo. Pero se le ha quitado hasta el derecho de saberlo. Su padre elude a la pregunta y responde: – Dios proveerá.

Quiero enfrentar a Abraham y decirle personalmente que jamás repetiré esa frase: – Dios proveerá. Porque es una manera mentirosa de decir: no asumo mi responsabilidad, no me involucro con tu pena, la fatalidad no depende de mis actos…

Dios proveerá es la mejor manera de inventar un Dios que nos desresponsabiliza.

Itzjak representa, a los desclasados, los sin voz, los que deberán inmolarse para que otros se mantengan cómodamente en sus espacios de poder y prestigio. Itzjak representa a todos los que quedan expuestos al límite de su humanidad.

Nuestras vidas no son lineales.

A veces somos Abraham, conscientes de nuestro lugar privilegiado en la historia, con aciertos y errores,

a veces Itzjak, esperando que alguien nos ubique en un relato y sin poder expresarnos,

a veces el carnero, como las oportunidades delante de nuestros ojos que no registran todo,

y a veces cumplimos el papel del ángel, aquél que viene con su voz a salvar a los enmudecidos por la historia.

Este tiempo de desafío para la humanidad no nos quita del mundo, a pesar de estar viviendo en aislamiento, sino por el contrario, nos obliga a mirar el mundo del que nos confinamos y nos pregunta acerca del mundo al que volveremos.

¿Repetiremos estos patrones de la historia de la desigualdad humana?

¿Recibiremos con dignidad a las naciones movientes en búsqueda de un destino mejor?

¿Aprenderemos a mirar más allá de nuestras apetencias inmediatas?

Siempre duele volver a leer este relato.

Siempre duele volver a encontrar que no es sólo un relato.

Shabat Shalom,

Rabina Silvina Chemen