Pasó muy poco tiempo desde que el pueblo de Israel escuchó el primer mandamiento- Yo soy Adonai quien te sacó de la casa de esclavitud y el segundo: no tendrás dioses ajenos… (Éxodo 20:3-6).
Desde entonces y hasta ahora de una y mil maneras el judaísmo es una tradición- un lenguaje- una legalidad- una ritualidad o como quieran llamarlo, que lucha contra la idolatría.
Al punto tal que el Talmud (Avoda Zará 3) va a decir: “Quien niega la idolatría es como si cumpliera toda la Torá”.
Y estarán pensando qué caso tiene seguir hablando de idolatría en un tiempo del mundo en el que no es la idolatría la que nos quita el sueño. Y seamos sinceros. Ni la fe ni la idolatría están presentes en nuestras preocupaciones…
Es más. Creo que en este tiempo, la historia del becerro de oro, que leemos en esta parashá ya ni siquiera nos escandaliza. No nos parece ni tan grave, ni tan pecaminosa.
¿Recuerdan? Estaban en el desierto. Moshé no bajaba. Necesitaban algo tangible que les diera fuerzas para seguir adelante… construyeron con toda su riqueza un motivo que los inspirara a seguir, una figura que los organizar, y les diera identidad… el becerro de oro.
El castigo fue severo. Y ese becerro quedó como el símbolo de la peor aberración en nuestra historia.
Hoy no tenemos ídolos de oro, de barro, de piedra… no bailamos frenéticamente alrededor de ninguna escultura… pero tengo mis dudas. No podría afirmar que no somos idólatras o que no tenemos actitudes idolátricas.
Y ¿qué es un ídolo?
Como dice Erich Fromm en “Y seréis como dioses”, “Dios como valor supremo y fin, no es un hombre, el Estado, una institución, la naturaleza, el poder, la propiedad, la capacidad sexual, ni ningún artefacto hecho por el hombre”.
El ídolo es un sustituto, un fetiche.
El Dios de Israel es un Dios viviente, dinámico, y aunque suene extraño, cambiante, de acuerdo a las circunstancias y necesidad de su pueblo.
El ídolo es una cosa, terminada, acabada, y por tanto, muerta. Le damos nuestro oro cuando no nos damos cuenta que le estamos entregando nuestra dignidad y nuestra libertad.
Dios cuando habla se presenta a sí mismo como el Dios de la historia. “Soy quien te sacó de Egipto…”
Un Dios que no tiene nombre ni nada que lo fije a una definición.
Solo las cosas tienen nombre. Dios no.
Cuando Moshé se ausenta, el pueblo queda en un vacío que necesita cubrir de algún modo. Allí va a nacer la idolatría, el símbolo de una deidad, fijada en una escultura a quien llaman Dios. Por un lado tranquiliza. Acota. Define. Por otro lado, amarra el concepto de Dios a un objeto y lo saca de la dinámica del tiempo para fijarlo en un pedestal.
Pero, entonces, ¿cómo se simboliza la presencia de Dios?
El modo que tenemos de simbolizar de algún modo esa presencia es su palabra. La piedra tallada, el pergamino escrito. Escritura que no es unívoca sino puerta abierta a múltiples significados.
Cuando hay un becerro o – y también podríamos decir – un solo modo, inamovible y dogmático de interpretar el texto, también estamos en presencia de un ídolo.
No necesitamos vaquitas de oro para ser idólatras. Es mucho más sutil cómo opera esto en nuestras maneras de vivir.
Stéphane Moses, un filósofo judío de origen alemán, en su libro el Eros y la Ley escribe que “…para la Biblia, los ídolos no son las creencias de los otros, son todas las creencias, aún las propias, cuando están fijadas, fetichizadas, sustraídas al proceso de infinita búsqueda de sentido”.
Alguien idólatra dice comprender todo, cree que es capaz de ver todo y no tolera lo velado. No busca, porque todo está allí al alcance del entendimiento.
Un creyente busca, intenta, inquiere, incomoda…
Hay idólatras de becerros. Y hay idólatras también de la Torá.
Cuando no hacen del texto una búsqueda de sentido. Y no es posible apropiarse de lo infinito. Es más, no debemos apropiarnos de lo infinito.
La interpretación constante del texto bíblico tiene como fundamento el cumplir con un mandamiento; el que prohíbe la idolatría – en este caso, la idolatría del Texto – la que no permite el discernimiento ni la pregunta ni lo diverso.
La idolatría lo explica todo, nos llena de certezas y cubre ese vacío de modo total. Y este modo de entender nuestra tradición hace impotentes a las personas y quita al Dios de Israel de nuestras vidas.
Adoramos una cosa que han llamado Dios y nos hacen creer que su palabra tiene un solo modo de ser comprendida y de ser cumplida.
Pero no hay Dios con mayúsculas, ni hay Torá con mayúsculas si nosotros no estamos leyéndola, entendiéndola e interrogándola.
La fe de Israel es una fe en conversación, es histórica, es existencial y es liberadora.
Es de cada uno y de todos.
Es un camino para crecer.
Es una invitación a la independencia y a la fortaleza.
Quizás por eso bailamos en Simjat Torá, cuando nuestro texto, ése que pensábamos se está terminando, vuelve a comenzar. Y de allí viene nuestra alegría.
Porque nada se cierra.
Nada se guarda.
Nada se obtura.
Nada se termina ni se condensa en una explicación que nos silencia.
Honrar la Torá y su mensaje es cuidar de no hacer de ella un nuevo becerro muerto, sino una oportunidad para seguir viviendo.
Shabat Shalom
Rabina Silvina Chemen