“Si vieres extraviado el buey de tu hermano, o su cordero, no le negarás tu ayuda; lo volverás a tu hermano. Y si tu hermano no fuere tu vecino, o no lo conocieres, lo recogerás en tu casa, y estará contigo hasta que tu hermano lo busque, y se lo devolverás. Así harás con su asno, así harás también con su vestido, y lo mismo harás con toda cosa de tu hermano que se le perdiere y tú la hallares; no podrás negarle tu ayuda. Si vieres el asno de tu hermano, o su buey, caído en el camino, no te apartarás de él; le ayudarás a levantarlo.” Devarim – Deuteronomio 22:1-4
“Cuando encuentres por el camino algún nido de ave en cualquier árbol, o sobre la tierra, con pollos o huevos, y la madre echada sobre los pollos o sobre los huevos, no tomarás la madre con los hijos. Dejarás ir a la madre, y tomarás los pollos para ti, para que te vaya bien, y prolongues tus días.” Devarim – Deuteronomio 22:6-7
Estos son algunos versículos selectos de una parashá que nunca deja de sorprenderme, por su simpleza- casi su obviedad y, al mismo tiempo, su incisiva hondura.
Simpleza porque en el fragor de la rutina y la dificultad poco espacio podría ocupar un buey o un burro caídos o un par de huevos en un nido. Sin embargo la recompensa es extrema: “para que te vaya bien, y prolongues tus días.”
Podríamos tomar esta última frase como un anhelo; es verdad que todo aquél que tiene la sensibilidad de que a su prójimo no se le extravíe nada o que una madre pájaro no vea cómo nos hacemos de sus huevos, tiene cierta tranquilidad espiritual, si se quiere, de obrar bien. Nos va bien cuando nos surgen actos de bondad y cuidado sin pedir nada a cambio. Nos va bien cuando nos nace hacernos cargo de algo que quizás otros podrían tomar como responsabilidad porque nos sentimos convocados a dar una mano, a paliar cierta carencia, a ayudar ante una falta. Nos va bien porque tenemos ante nuestros hijos la posibilidad de contar que elegimos no ser indiferentes frente a la caída y la pérdida y porque decidimos no naturalizar la crueldad de ciertos actos. Nos va bien cuando registramos que dimos algo de nosotros para restaurar, aunque en mínimas proporciones, algo de la injusticia de este mundo.
Rabí Simshon Raphael Hirsch bajo el seudónimo “Ben Uziel”, escribió Igrot Tzefun, una obra compuesta por cartas y en una de ellas- la número diecinueve- explica por qué a ciertas leyes de la Torá se las llama “mishpatim”- traducido como “sentencias:
“Mishpatim. — Sentencias o Principios de Justicia. — Todas estas teorías ideales sólo tienen valor, sin embargo, si realmente vive sobre estos conceptos… El primer requisito es ¡Justicia! Respeta todo lo que te rodea y todo lo que hay en ti como parte de la creación de tu Dios; todo lo que te pertenece como dado por Dios o de acuerdo con la ley que Él ha sancionado.
Deja voluntariamente a cada ser lo que justamente tiene derecho a llamar suyo. …Honra especialmente a cada ser humano como a tu igual, míralo en su esencia, es decir, en su personalidad invisible, en su envoltura corporal y en su vida.
Extiende la misma consideración a… su propiedad; a las demandas que pueda tener derecho a hacerte en busca de ayuda mediante concesiones de propiedad o actos de fuerza física; en medida y número; en retribución del daño a su persona o bienes.
Ten en cuenta, también, su justa pretensión de verdad; de libertad, felicidad y paz mental, de honor y tranquilidad imperturbable.
No abuses de su debilidad de corazón, mente o cuerpo; no emplees injustamente tu poder legal sobre él.”
Lenguaje difícil de leer pero profundo para entender.
Las leyes en la Torá se llaman Mishpatim, porque contribuyen a restaurar la justicia (Mishpat en hebreo es juicio). Por más pequeñas o monumentales, cada gesto perturba o aporta a establecer justicia en todos los órdenes. Ése es el propósito. Y a veces sólo basta dejar que cada uno pueda ser quien es, vivir con sus propias medidas y anhelos. Todos tenemos derecho a ser mirados más allá de lo visible, a ser concebidos desde un espectro más amplio que la apariencia.
Y por otro lado, la justicia se impone cuando estamos dispuestos a ser solícitos ante las necesidades de los que nos lo piden. Y cuando abandonamos nuestras conductas abusivas sobre las vulnerabilidades de los demás.
Lo que más me gusta de este comentario es que todos tenemos justa pretensión de verdad, de libertad, de felicidad, de paz mental, de honor y tranquilidad imperturbable. Así de claro y de sencillo. Allí donde las acciones de otros irrumpen en nuestro honor, alteran nuestra felicidad, corroen nuestra libertad o tergiversan nuestras verdades, las vidas se achican y a nadie le va bien. Allí donde nosotros irrumpimos en el honor, alteramos la felicidad, corroemos la libertad o tergiversamos las verdades de otros, nuestras vidas se achican y aunque parezca lo contrario, a nadie le puede ir bien.
En definitiva, cuando se habla de la mitsvá de devolver lo que vemos perdido, en el fondo es un llamado a reencontrarnos a nosotros mismos cuando hayamos perdido nuestro propósito o el sentido profundo que responde a la pregunta de para qué estamos vivos y cuál es nuestra misión en este mundo.
Pregunta que nos hacemos en estos días de reflexión y revisión. De buscar qué hemos perdido. De ver dónde nos caímos. De preguntarnos si alguien ha venido por nosotros para ayudarnos a volver.
Los dejo con una poesía de Roberto Juarroz para que sigamos meditando.
Si has perdido tu nombre…
Si has perdido tu nombre,
recobraremos la puntada de las calles
más solas
para llamarte sin nombrarte.
Si has perdido tu casa,
despistaremos a los guardianes de la
cárcel
hasta dejarlos con su sombra y sin sus
muros.
Si has perdido el amor,
publicaremos un gran bando de palomas
desnudas
para atrasar la vida y darte tiempo.
Si has perdido tus límites,
recorreremos el cruento laberinto
hasta alzar otra forma desde el fondo.
Si has perdido tus ecos o tu origen,
los buscaremos, pero hacia adelante,
en el templo final de los orígenes.
Solamente si has perdido tu pérdida,
cortaremos el hilo
para empezar de nuevo.
Shabat Shalom
Rabina Silvina Chemen